Manuel Vicent - Balada De Caín

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Desde el desierto del Génesis hasta el asfalto de Nueva York, la figura de Caín navega en el corazón de todos los mortales. Manuel Vicent nos recuerda cómo el perfil del fratricida se funde con nuestra memoria, transgrede el tiempo y vive errante por la tierra reencarnándose en sucesivas figuraciones.

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– Esta mañana algunos clientes han hablado de ti.

– ¿Qué decían?

– No sé. Te admiraban por algo.

– Eres un encanto.

– Llévame esta noche al club. Te amo.

– Esos clientes decían que has matado a alguien.

– ¿Eran policías?

– Parecía gente de teatro. Creo que llegarás muy lejos.

– Adoro tu culo, cariño.

– Cálmate. ¿Se te ha subido ya la gloria a la cabeza, pequeño asesino?

– Te recogeré a las siete.

Volví al hotel y en el suelo de la habitación la radio cantaba, entre botellas vacías y papeles amarillos, una melodía de Sinatra. Dejé enchufada la televisión sin sonido y me metí en la cama a navegar la mañana en un duermevela en el que fluían anuncios de flanes, viejas canciones románticas y sirenas de policía o ambulancia. ¡Oh, mi querido Abel! ¿Te acuerdas de aquel día en que nuestros rostros se reflejaron juntos en el estanque? Debo confesar que yo estaba enamorado de mi hermano, aunque la primera experiencia sexual la tuve con la mona o tal vez con Eva. A las dos el celo les duraba seis días, el mismo tiempo que Dios invirtió en la creación del mundo. La mona paseaba el período por el oasis con el trasero gloriosamente inflamado, y entonces me obligaba a imaginar juegos impúdicos con ella bajo las palmeras y en ocasiones incluso uníamos las risas y las carnes; pero recuerdo también ciertas noches turbias con mi madre, cuando los latidos de su vientre eran idénticos a los que daba la tierra y yo me amparaba en el calor de sus muslos para soñar mientras ella, con manos dulces, recorría todo mi cuerpo y se detenía en los recodos calientes hasta hacerme gemir palabras que ocultaban deseos inconfesables. Sin embargo, nunca obtuve de mis entrañas un temblor tan delicado como aquella tarde en que Abel se ha liaba a mi lado a orillas de la fuente. Él tenía diez años, tal vez, y el sol declinaba por la parte de las dunas vistiéndolas de naranja. Los ojos azules de mi hermano y su piel de caoba habían comenzado a perturbarme. Estábamos debajo de un granado, al borde del estanque, y nuestros rostros quedaban inmersos e inmóviles en el fondo del agua. Se produjo un instante de perfección. El aire virginal, el silencio petrificado y la luz, matizada con un tono de malva dorada, nos envolvieron en un pequeño éxtasis por un momento. Excitado y paralizado, me encontraba contemplando en el seno del aljibe nuestros cuerpos y el corazón me daba golpes furiosos. Entonces Abel arrojó un piedra y nuestra imagen sumergida se puso a trazar círculos, a entrelazarse confusamente, a ejecutar un ejercicio de amor en el alveolo de la ciénaga. Al pie del granado quise abrazarlo para que todo fuera reflejo o imitación del agua pero mi hermano salió corriendo y riendo por el talud que circundaba el oasis y, camino de las dunas, se perdió aquella tarde. Yo sabía cómo encontrarlo. Fui por un atajo y bordeé el filo de una trocha hacia el lugar preferido por Abel: una gruta llena de adelfas que en tiempos remotos sin duda había sido un manantial. Pero allí no estaba. Seguí por el cauce del mismo barranco y me adentré varias leguas en el desierto hasta perderme en su busca, y cuando el sol había caído ya a ras de la arena y la oscuridad iba a llegar, sin la esperanza de hallarlo, oí a mi espalda que Abel me llamaba desde muy lejos y yo veía su silueta perfilada en el crepúsculo. Agitaba los brazos en lo alto de un cerro de cal, subido a una especie de torre vigía que dominaba una inmensa llanura muerta. Corrí jadeante hacia él con una mezcla de placer y de angustia y al acercarme descubrí que me recibía blandiendo en el aire una quijada de asno. En aquella fortificación había huesos de todas clases, unos macutos verdes casi podridos que contenían peines de balas, y la luz también entraba lateralmente por unas aspilleras oblicuas que ahora filtraban láminas de claridad hasta dejar todo el recinto en una suspensión de color de pan inflamado. Esta fortaleza era el reino desconocido de mi hermano. Lo había descubierto durante sus correrías de pastor y lo había mantenido en secreto.

– Hay muchos seres que han pasado por aquí -dijo al verme tan impresionado.

– ¿Estos huesos son humanos?

– Algunos -contestó.

– ¿De qué será esta calavera?

– Es de jabalí.

– ¿Y ésa?

– De gineta.

– Me gusta esa que has colgado en la pared. Parece que está riendo.

– Es de hombre. O de mono. Le faltan siete dientes.

– ¿Dónde la encontraste?

– En la otra parte del monte.

Yo no sabía que Abel, a una edad tan tierna, era ya un gran especialista en esqueletos. Coleccionaba sólo ejemplares únicos de cualquier índole. Los recogía en sus rutas de pastoreo, los llevaba al torreón transformado en museo y allí los clasificaba según formas y tamaños. También almacenaba objetos raros que le excitaran la imaginación. De cara al sol poniente, sentados en las gradas de aquella fortaleza de hormigón, Abel me mostraba algunos proyectiles oxidados, correajes carcomidos, cartucheras corrompidas junto con la última adquisición de aquella tarde. Huyendo de mi amor, cuando nuestras figuras se abrazaron en el fondo del estanque, mi hermano vino a refugiarse en este fortín y durante el trayecto halló este hueso que le faltaba en la colección.

– Esto es una quijada de asno, Caín.

– ¿De veras?

– Te lo juro. La conozco bien -me dijo.

Ambos iniciamos un juego. Él no quería soltarla y yo, tirando de aquella mandíbula pelada, atraje el cuerpo de Abel hacia el mío, lo rodeé con un brazo y mientras se dejaba acariciar le dije al oído las palabras más dulces que me inspiró el deseo, y el crepúsculo nos doraba y nos hacía estremecer, y en medio de aquel silencio donde sonaban chasquidos de labios el niño de ojos azules extrajo de mis entrañas una húmeda flor dejara. De pronto supe que la existencia tenía sentido: en adelante todo mi ejercicio iba a consistir en complacer a ese zagal de caoba. El mundo cada día volvería a crearse a partir de una de aquellas sonrisas que iluminaba mi existencia. Después de entretener el amor con mi hermano improvisé una lenta melodía con una caña, y aún hoy mismo aquel motivo musical constituye mi mayor éxito con el saxofón. Yo tañía la alegre zampona y Abel, con dedos de rosa, sobaba la quijada de asno y miraba hacia el infinito. Hinchada la carne levemente por el placer todo era amable en el desierto. Debajo de cada piedra había un alacrán, la tierra fulminada estaba llena de serpientes venenosas, pero el licor espeso que corría por mis venas forzaba a olvidar las cosas y sólo exaltaba la obligación de entregarse a otra carne adorada.

– Regálame la quijada de asno.

– Tómala -dijo Abel.

– Con ella quiero hacer una obra maestra.

– Dime qué.

– Un talismán para ti.

– ¿Me dará suerte?

– Prométeme que lo llevarás siempre.

– Lo haré.

Con el puñal comencé a esculpir en la quijada de asno un amuleto en forma de falo, lo traspasé con una fibra de cactus, lo dejé colgado del cuello de Abel aquella tarde y desde entonces se balanceó entre sus tetillas de nácar durante muchos años, y a veces el sol lo hacía brillar contra su pecho desnudo. Fue la primera jornada de pasión que obtuve de mi hermano. Hubo un tiempo en que ambos corríamos a refugiar nuestro amor en aquel torreón cuando la luz declinaba. Abel había pasado el día pastoreando el ganado y yo, en esa época, apenas cuidaba ya la huerta. Me dedicaba de lleno a las artes. Contemplaba la naturaleza, escuchaba el canto de las aves y luego, me servía del puñal o de la flauta e interpretaba las formas y los sonidos, pero al atardecer huía de todo y para mí no había escultura como el cuerpo tembloroso de Abel ni música como sus dulces gemidos cuando estaba con la cabeza reclinada en mi hombro y con su mano en mi vientre, en el interior del secreto torreón donde guardaba huesos de animales y residuos de hierros y correajes corrompidos. En una pared, Abel había colgado la mejor pieza de su colección. La calavera de hombre o de mono reía de manera imperturbable con una carcajada a la que le faltaban siete dientes. Mi hermano se sorprendió mucho cuando saqué aquellas siete piezas de oro que siempre llevaba conmigo y las fui engarzando con toda exactitud en los alvéolos del maxilar. La calavera tomó una expresión de lujo. La muerte comenzó a echar destellos del metal más preciado.

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