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Manuel Vicent: Balada De Caín

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Manuel Vicent Balada De Caín

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Desde el desierto del Génesis hasta el asfalto de Nueva York, la figura de Caín navega en el corazón de todos los mortales. Manuel Vicent nos recuerda cómo el perfil del fratricida se funde con nuestra memoria, transgrede el tiempo y vive errante por la tierra reencarnándose en sucesivas figuraciones.

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– Te llamas Caín, hijo de Adán el degustador de manzanas, ¿no es eso?

– Sí, señor.

– ¿Qué significa ese monigote?

– Nada, señor.

– No soy un estúpido. Conozco tu alma y sé que está abrasada por los deseos más infectos de felicidad. Has nacido con la cabeza muy gorda, muchacho. ¿Qué significa ese monigote? Responde.

– No puedo hablar.

– ¿Ha sido cosa de tu madre? ¿Dónde está la maldita encantadora de serpientes?

– No puedo hablar, Dios mío.

– ¿Por qué?

– Me está usted aplastando la nariz.

– Sospecho que ese espantajo soy yo mismo. ¿Estoy en lo cierto? Contesta. Te crees un artista.

– Sólo quería complacerte.

– ¿Te burlas de mí?

– Si me quitara la inmensa bota de la cerviz trataría humildemente de explicarle este caso.

– Levántate.

– Gracias. Dios es muy amable.

– Habla ahora.

– Verá usted. Con el truco del espantapájaros sólo he intentado que su omnipotencia no entrara en competición con los gorriones. No sé si me entiende.

– No.

Mientras le explicaba el invento, Dios se rascaba el pescuezo. En efecto, no entendía nada. Yo le repetía una y otra vez que si colocaba el muñeco junto al ara los pájaros y alimañas lo tomarían por una figura real de la divinidad y huirían de la máscara.

– Esa confusión no me gusta -exclamó Dios.

– Es un juego de simulacros.

– No me gustan las ficciones.

– Tiene sus ventajas, señor -le dije.

– ¿Ventajas para mí?

– Para los dos. Yo no perderé más el tiempo en vigilar los alimentos y usted podrá levantarse a la hora en que le venga en gana con la seguridad de que va a encontrar la ofrenda incólume.

– Piensas demasiado, jovencito.

– Entonces, ¿qué hago?

– Quema ese monigote -gritó el Señor.

– Es una obra de arte.

– Quémalo en seguida. Que yo lo vea.

– Dios mío.

– Que lo quemes he dicho. Has nacido con la cabeza muy gorda, Caín. Piensas demasiado. Aprende de tu hermano, que se limita a vivir con placidez y no investiga. Él me regala los mejores cabritillos. ¿Dónde está ahora ese infante de ojos serenos?

El pastorcito Abel, que tenía siete años dulces, bajaba por el terraplén detrás de un hatillo de cabras. Se acercó al gigante extraterrestre, el cual muy complacido y con las comisuras llenas de babilla lo acarició como un bujarrón. Dios presumía de haber creado el mundo y no obstante sentía celos de un muñeco de paja. No hacía sino recordarme que era el autor de mi alma y a pesar de eso temía mis pensamientos más precarios. Aquel día tuve que quemar la máscara para que hubiera paz entre los dos. Realicé un fuego y la arrojé a él. Dentro de las llamas vi resplandecer el fiero semblante de Dios, que era real en la ficción grabada por mí con una lasca de sílex y tallada con el puñal. Los rasgos del patrón comenzaron a crepitar y él mismo, los gorilas de la guardia, el pastorcito Abel, la mona y yo asistimos alrededor de la hoguera a la gran brasa que formó la madera de granado, y mientras Dios se golpeaba las sienes compulsivamente como un bebé furioso yo sentí una emoción de belleza que entonces no acerté a descifrar. Las cosas sólo se poseían a través de su imagen. Para crear a Dios no se necesitaba más que reproducirlo. Al mismo tiempo tuve una sensación de poder casi infinito, ya que el amo del universo se dejaba arrastrar por la ira a causa de mis actos. ¿Por qué un ser tan débil como yo tenía fuerza para excitarle tanto? ¿Podía una hormiga perpleja sacar a Dios de sus casillas? Estas preguntas me atormentaban. A partir de ellas comencé a imaginar que la bondad de Abel no era creativa. Sólo la maldad sería capaz de equipararme al creador del mundo. En una época de mi adolescencia, estas visitas del amo se hicieron muy habituales. Cuando llegaba contento me cedía incluso su muñequera de piel de elefante y me desafiaba. Se quitaba la chaqueta de terciopelo y otras prendas y soltaba bravatas hasta quedar desnudo. A continuación, los dos hincábamos el codo en el ara del sacrificio, nos trincábamos bien la zarpa y comenzábamos a tirar con el antebrazo en sentido contrario. La mona se ponía siempre de parte de la divinidad y los gorilas de la escolta también, aunque no todos. Había un arcángel reticente, que nunca aplaudía al Señor. Los demás daban saltos a nuestro alrededor, acompañaban con risitas histéricas el resoplido de ambos e inevitablemente la apuesta terminaba con la victoria de Dios, el cual la remataba con una carcajada infantil de las suyas mientras era felicitado por todos, menos uno. La mona se le encaramaba al hombro para celebrarlo. Pero nuestras peleas eran risueñas. Nada tenían que ver con la sinceridad de un combate entre animales ni con la batalla que en mi niñez celebré con la pantera negra. Nosotros echábamos pulsos en el altar, disputábamos carreras de velocidad en la explanada y practicábamos boxeo frente al nido de ametralladoras sin ningún tipo de malicia, aunque Dios no disimulaba nunca la prisa en vencerme. Su pundonor de campeón carecía de límites. Era un púgil obstinado. Aprovechaba el primer hueco para tumbarme de un directo a la mandíbula, y aturdido en el polvo yo oía los aplausos de la mona y los vítores de los gorilas arcángeles; veía a Dios que, con el pecho de gallo sobre mí y una garganta llena de risa triunfal, me decía:

– Levántate, rey de la creación.

– No puedo más.

– Aprende a batirte como un hombre.

– Me rindo.

– Vamos. Otra vez. En guardia.

– ¡Qué pesado eres, majestad! -murmuraba yo con la lengua llena de arena.

– La vida aún te va a golpear más duro. ¿Lo sabías?

– Eres grande.

– Así me gusta. Arriba.

Yo me ponía en pie de nuevo, me apalancaba bien y comenzaba a golpear el torso desnudo del creador o trataba de conectarle un gancho en el hígado inútilmente. Él amagaba con estilo, se fajaba de forma correosa o danzaba con un magnífico juego de piernas y cuando le venía en gana me volvía a tumbar de un mazazo. Aquellas justas levantaban una polvareda en el desierto. Dios terminaba alegre y sudado. Luego metía la nuca bajo el caño del manantial que regaba la pequeña huerta y una vez duchado se vestía los arreos de terciopelo con la melena goteando todavía y se acercaba al altar del sacrificio donde le esperaban las ofrendas que yo le había preparado. Dios elegía lo mejor. Picoteaba de aquí y de allá. Se zampaba algunos higos, devoraba una calabaza entera y se comía una lechuga o dos rumiando las hojas una a una con la mirada bovina puesta en un punto inconcreto del horizonte. Si estaba de buen talante se repantigaba contra la pared de la casamata, cogía la mona en brazos y hablaba sin parar. Al parecer tenía grandes proyectos sobre este mundo para el día de mañana. Se aburría en la inmensa soledad de las galaxias hechas de piedra pómez y quería montar un circo. Había elegido este planeta y la cosa ya comenzaba a marchar. Yo mismo iba a tener un papel estelar en este fregado. Dios se diluía en palabras amorosas y en promesas de felicidad si se sentía bien comido, pero bastaba que los gorriones le hubieran precedido en el banquete cercenando algunas brevas para que el creador montara en cólera. Entonces su gula era similar a su ira y lanzaba maldiciones muy agudas, repartía amenazas contra la esencia de las cosas y nadie se veía seguro a su lado. Yo he oído blasfemar a Dios por unas miserables cebollas en mal estado. ¿Acaso esto no es privilegio? ¿Cuánta gente podría decir eso mismo en Nueva York? Resonaba en mi conciencia el terrible alarido del patrón y luego se multiplicaba por barrancos y quebradas hasta perderse en la extensión de las dunas ayudado por el silencio virginal que allí reinaba. No lo he olvidado todavía.

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