Manuel Vicent - Balada De Caín
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– ¿Cómo tenía tantas joyas?
– Las había sacado del paraíso en secreto. Tira fuerte de la dentadura.
– ¿Así?
– Ya está. Dios le regaló a tu padre estas fundas de oro en ciertos cumpleaños cuando vivíamos en el edén. Guárdalas. Algún días te pueden servir.
En una bolsa de cuero reunió Eva el tesoro ensangrentado de la familia cuya existencia yo ignoraba. Esmeraldas, rubíes, brillantes y piedras de ágata en forma de brazaletes. Realmente mi padre estaba muerto y una vez despojado de alhajas no hubo necesidad de darle sepultura. Unas rachas de siroco lentamente comenzaron a levantar lenguas de arena y éstas se adensaron en tomo al derrotado cuerpo de Adán y del volumen de las tres cabras hasta que sus figuras quedaron sumergidas en el desierto. Para no olvidar el punto de la tumba mi madre trazó inútilmente sobre ella un círculo enigmático con el dedo, pero en seguida el viento lo borró formando un seno tan ondulado como la sustancia de la memoria. Le pregunté a mi madre:
– ¿Qué significa ese círculo que has trazado?
– Así era el paraíso.
– ¿Tiene algo que ver con el cero que llevo en la frente?
– Eres un adolescente todavía, Caín. Ciertas cosas sólo existen para no ser nunca pronunciadas.
Cuando llegué a aquella cordillera de luz era ya un adolescente quemado por el sol. Allí había un manantial y las palmeras, sicómoros, higueras, rosas de Jericó, nopales y granados rodeaban un estanque cerca de una fortificación abandonada que nos servía de cobijo. Fue una época feliz de mi vida. La ausencia mortal de mi padre me había hecho libre y el silencio definitivo de sus plegarias me ayudó a pensar por mí mismo. En aquel estanque comencé a mirarme el rostro reflejado y bajo un manzano agraz descubrí el placer solitario del cuerpo y también elaboré las primeras melodías soplando en el filo de una hoja y luego grabé máscaras con una lasca de sílex en las pencas de palmera real. Igualmente, me inicié en la observación de las semillas y crié una pequeña huerta. Antes de convertirme en un artista o en forjador de puñales fui un adolescente labrador que ofrecía frutas y hortalizas a Dios con toda regularidad, siguiendo las prácticas de mi padre que no había olvidado. Eva no creía en nada. Sólo confiaba en algunas raíces y jugos benéficos, temía a las serpientes y aborrecía a Dios. Tenía las caderas muy anchas, que parecían de arena, y me enseñaba a sobrevivir diluido en la sensación de las estaciones. No obstante, una vez a la semana yo escogía los mejores productos de la huerta: pepinos, nabos, calabacines, pimientos, sandías o lechugas, según la temporada, y murmurando luego entre dientes las alabanzas de rigor llevaba la cesta cargada hasta la roca negra o ara de basalto erigida con mis propias manos en lo alto de una descarnada colina, y allí componía un magnífico bodegón de primicias para saciar la gula hipotética de Dios. Me gustaba realizar este trabajo al amanecer con el sol tierno todavía y la escarcha ya rosada. Dejaba los dones sobre el altar a modo de señuelo pero Dios nunca bajaba a la tierra. Su presencia era sustituida por las alimañas herbívoras y toda suerte de aves. Probablemente, Dios devoraba las ofrendas multiplicado en mil gorriones o estorninos, disfrazado de jabalí o revelado en alguna cabra de mi rebaño, pero nunca se hacía evidente. Entre todos los animales que se acercaban al ara yo tenía que intuir quién era Él o qué vísceras había elegido para devorar el sacrificio. Ese misterio religioso terminó por convertirse en un juego de apuestas en el que Eva intervenía sacrílegamente.
– Creo que Dios esta vez ha sido un grajo.
– ¿Aquel que se hizo con el calabacín?
– Ése.
– ¿No te has fijado en la cara que ponía la hiena?
– No existen hienas vegetarianas.
– Junto a la sandía había una.
– Entonces sería él -exclamó mi madre.
Sentado al pie del sicómoro, mordisqueando una brizna de anís, se me ocurrió una idea para preservar en toda su pureza los alimentos de la ofrenda hasta la hora en que Dios, a través de su alimaña preferida, pudiera elegir. Pensé en armar un palitroque con unas gavillas de paja y vestirlo con unos pellejos de cabrón, calzarlo con pezuñas y fabricar así un espantapájaros a imagen y semejanza de Dios, pero yo no había visto nunca su rostro sino en la imaginación de las historias del paraíso que el difunto Adán me había contado. Un día hice madera de un granado y en ella, a expensas de mi inspiración, fui tallando con el puñal y grabando con una lasca la expresión del semblante divino fijado al azar en un momento de cólera o de máxima furia. Coloqué la máscara en el extremo del palo adornado con pieles, fijé dos brazos abiertos con gavillas y al ver que el siroco agitaba aquella figura y la dotaba de un simulacro de vida experimenté el placer del artista, aunque esta representación sólo tenía un carácter utilitario. Simplemente quería ahorrarme disgustos o conquistar cierta libertad. Para eso había que ahuyentar a las aves y alimañas que cercenaban las frutas antes de que las viera Dios desde lo alto o delegara en una fiera determinada. El espantapájaros me concedería independencia. Ahora podría dormir, soñar, improvisar melodías debajo del manzano agraz soplando en el filo de una hoja, estudiar las costumbres de las arañas, trabajar en la huerta, analizar los ciclos de las plantas y completar la labor de mis padres dando nombre a las cosas sin que mi presencia fuera necesaria en el altar puesto que iba a ser sustituido por un monigote. No me explico por qué este ingenuo ardid molestó de tal forma al dueño absoluto de las esferas. Yo había creado ese espantajo de buena fe, pero ignoraba sus propiedades.
Echado a la sombra del sicómoro estaba yo una mañana dormitando con los ojos abiertos bajo el ala del sombrero y la ardua luz del desierto me cegaba. El tedio me había sumido en la imaginación. Miraba las nubes que pasaban lentas por aquel cielo bruñido del Génesis y trababa combates entre ellas. También recordaba viejas historias del edén mientras vigilaba el ara sagrada sobre la cual había depositado varios serones con frutas. Cerca de la parada, el espantapájaros agitaba las vestiduras al viento. En ese momento entró en acción su virtud. Me encontraba yo muy metido buscando nuevos pensamientos en el cogote cuando sonó de pronto en el firmamento un tremendo zambombazo seguido de una estampida de animales, y entonces vi un remolino de arena luminosa que se posaba en la descamada colina junto a las gradas del altar. Dios en persona acababa de aterrizar rodeado de gorilas que eran arcángeles. La espiral de polvo se hizo sólida, se transformó en un gigante, el cual fustigándose las botas de antílope con una vara comenzó a dar vueltas a la roca negra del sacrificio como un coronel que revisa el rancho o como un asentador de frutas que inspecciona el género o como un capataz que examina la calidad de la cosecha. La mona estaba a mi lado en ese instante de la revelación. Al ver a Dios comenzó a dar gritos de alegría y después de rascarse las axilas se arrancó con suma velocidad hacia él. Eran viejos conocidos y yo escuché las carcajadas de ambos cuando se encontraron. De un salto se encaramó la mona en brazos de Dios, le mostró las enormes encías rojas, y él la presentó a los arcángeles de la guardia, a los gorilas del séquito. Cogido de pánico vi cuanto sucedía y quedé paralizado al pie del árbol. Con ojos de codicia y dedos ávidos, el amo de las esferas se puso a escarbar el corazón de las lechugas en busca de su punto de nieve; parecía relamerse ante los higos que rezumaban miel por las grietas y el fuego de las sandías abiertas le forzaba a tragar saliva de puro placer. No había motivo de queja. Las primeras cosechas que daba la tierra después del pecado original se hallaban en perfecto estado de revista, pero Dios vio el espantapájaros que había servido de señuelo. Quedó perplejo. Se rascó la nuca dudando. Y de modo inesperado soltó una maldición tan sonora que llenó el valle con cuatro ecos. Las serpientes metieron la cabeza debajo de las piedras y en sus nidos los alacranes levantaron la cola al oír el vozarrón de Dios que me llamaba a su presencia. Me arrastré con el vientre en tierra hasta su calcañar y él puso la bota de antílope en mi nuca y me forzó el rostro contra los abrojos. En esta postura ambos tuvimos la siguiente conversación:
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