Manuel Vicent - Balada De Caín

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Desde el desierto del Génesis hasta el asfalto de Nueva York, la figura de Caín navega en el corazón de todos los mortales. Manuel Vicent nos recuerda cómo el perfil del fratricida se funde con nuestra memoria, transgrede el tiempo y vive errante por la tierra reencarnándose en sucesivas figuraciones.

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Bajo las estrellas del desierto, junto al fuego, Eva comía carne de lagarto y no cesaba de narrar hechos felices que sucedieron antiguamente. A continuación, con mágicas palabras, me transportó a aquella región donde crecía el terebinto, cuyo producto es el bedelio, sustancia que sana el morbo de la duda. En su juventud, mis padres amasaban esta resina con estambres de adormidera y luego la tomaban para ponerse luminosos por dentro ya que esa poción les volvía los ojos del revés y les permitía ver los propios minerales del cerebro brillando como rubíes. Parece ser que mis padres, hace mucho tiempo, habían sido muy dichosos en aquel lugar. En un incierto pasado habitaron un jardín lleno de sombras húmedas y brisas amables en medio de un gran estruendo de monos y papagayos. Allí, los árboles daban frutos delicados al paladar, algunas flores tenían propiedades visionarias y había muchas cascadas azules que caían en el mismo lago resplandeciente. Cuando el sol hendía sus aguas con un ángulo de luz exacta, este lago se volvía transparente y en su alveolo, a más de cien brazas de profundidad, sólo en un instante matemático, se podía adivinar la sombra de una ciudad sumergida.

Corrían varias leyendas acerca de esta civilización subacuática. Al resplandor de la hoguera, aquella noche mi madre me contó que ella misma en cierta ocasión había escuchado una especie de música que salía de lo más hondo de la sima de agua, una música elaborada con maderas y metales desconocidos. Abandonando de repente el silencio, Adán pronunció por primera vez el nombre del paraíso. Era el edén. En ese momento, yo estaba casi dormido y confundí el sonido de esa palabra con el dulce peso de los párpados, y entonces Eva comenzó a acunarme en su regazo balanceando el tronco y a acariciarme una mejilla templada al calor de las brasas mientras me susurraba esta nana al oído. En el paraíso también había hormigas gigantes que sacaban oro y piedras preciosas de las entrañas de la tierra. Duérmete, Caín. Duérmete, mi niño. En la jugosa pradera de aquella umbría se posaban aves multicolores, alciones de anchas plumas, patos de cuello variopinto, rojos faisanes, y los monos producían un ruido ensordecedor. Lirio de los valles, carne de azucena, mi niño quiere dormir. Allí crecían mirtos, violetas, laureles en los sotos de esmeralda y en lo alto de una colina había un gran manzano solitario que era el árbol del bien y del mal. Caín ya duerme.

En el primer oasis de mi memoria, aquella noche tuve un sueño. Vi la caída de los ángeles. Eran ascuas perdidas en el cielo que se fugaban de Dios, y en la tierra también vi a mis padres dando vueltas en el jeroglífico de las dunas en compañía de una cabra y una mona, lejos ya del edén. Dios lo ahuyentaba todo de sí, y en mitad de las tinieblas sentí que me llamaba ladrándome como un chacal para revelarme un destino semejante: huir siempre y ser feliz sin esperar nada. El chacal insomne no cesó de ladrar hasta la madrugada y en un lenguaje cifrado me dijo: alas te voy a dar, Caín, y con ellas el mar infinito y otros continentes podrás sobrevolar sin fatiga. Al son de la flauta llevarás mi mensaje por todo el mundo. Muchachas de trenza dorada te cubrirán de rosas en los banquetes y aunque mueras, serás inmortal. Un carro de fuego te arrebatará para elevarte a las esferas.

De este sueño desperté muy tarde. Había cumplido ya siete años y al abrir los ojos me encontré con un puñal en la mano. Eran otros montes y otro valle, todo bajo la misma luz de cal viva. A esa edad yo sabía que tenía los ojos verdes y la cabra familiar misteriosamente se había multiplicado. Con el ceño abatido por una indecible tristeza, ahora mi padre guardaba un pequeño rebaño en una ladera donde había levantado el altar del sacrificio, junto a otra de aquellas casamatas que siempre aparecían en nuestra ruta y que nos servían de refugio. Para celebrar mi llegada al libre albedrío Adán me había regalado un puñal dorado con mis iniciales grabadas en la hoja, pero entonces yo aún estaba muy diluido con la naturaleza y me sentía feliz. La mona babuina era como una hermana y Eva acababa de inventar la primera tarta de dátiles. A los siete años yo poseía ciertas facultades para la imaginación. Uno de mis juegos preferidos consistía en tumbarme boca arriba y crear nuevas formas de animales con la silueta de las nubes: bichos todavía sin nombre, lentas e inmensas fieras de rabo articulado, serpientes aladas, mamíferos de varias cabezas. Cuando una nube pasaba por aquel firmamento de la niñez, al instante mi fantasía entraba en acción. Su perfil se fundía con las imágenes de mi cerebro y éstas no eran sino derivaciones del deseo que adquirían diseños distintos según la disposición de mi ánimo o el ardor de la sequía. Me divertía promoviendo en el cielo grandes bailes o batallas con las nubes, montando verdaderas carnicerías entre ellas. También me gustaba dormir al sol como un fardacho con la tripa palpitante y experimentar en el interior del cuerpo los latidos que daba la tierra. Pero a ras del suelo la lucha era real. Yo me inicié en el individualismo aquel día en que un alacrán me picó en la planta del pie. Disuelto todavía en la luz del desierto estaba jugando con el puñal que mi padre me había regalado para celebrar la entrada en el uso de razón, cuando sentí que había pisado una brasa viva y de repente vi correr con la cola levantada a una asquerosa criatura de color miel que buscaba amparo debajo de una piedra. Comencé a retorcerme en el polvo gritando y a través de las lágrimas vislumbré la turbia figura de Adán desnudo que salía de la casamata para auxiliarme seguido de la mona. Conservo muy nítidos algunos fragmentos de aquella escena. Después de olfatear el rastro, la mona se puso a gruñir encima de una pequeña losa de rodeno. Adán la levantó y allí en la madriguera estaba el alacrán temblando de odio. Mi padre lo engarzó en la punta de una vara y lo arrastró así hasta mi presencia para que me consolara viéndolo morir. En silencio, Adán ejecutó la sentencia de la siguiente forma. Bajo el sonido de las chicharras rodeó al alacrán con un cerco de hierba seca y prendió fuego. El animal dio varias vueltas al redondel en llamas y se puso muy tenso al comprobar que no tenía salida. Realizó una sacudida de orgullo y no lo dudó nada. Irguió la cola y torciéndola hacia atrás se incrustó la uña venenosa en la espalda hasta inundar el propio cuerpo de un licor morado. Rodó fulminado ante mis ojos atónitos.

Una vez vengado, entré cojeando en la casamata donde Eva estaba dando de mamar a Abel, recién nacido, echada en un montón de paja mientras mascaba una raíz con la boca llena de jugo. La pierna se me iba poniendo oscura y crecía sin parar hasta tal punto que dudé si no acabaría por llenar todo el recinto de aquella fortificación sumergida. Dado que yo lloraba mucho, Adán ordenó a la mona que alegrara la situación, y con la mejor voluntad la mona comenzó a bailar alrededor de mi extremidad dolorida y durante la danza mi padre entonó un salmo y al final prometió a Dios sacrificarle un cabritillo si me sanaba. Un alacrán acababa de picarme en un pie, que para cualquier fugitivo constituye un instrumento de trabajo, y a pesar de eso aún había que aplacar la ira de Dios echándole de comer.

Unos días después, Adán cumplió la promesa. Llevó un recental hacia el altar y sobre el ara de basalto lo abrió en canal y luego lo dejó con las vísceras al sol para que desde arriba lo viera el amo de las esferas, pero la víctima formó en seguida un anillo de cuervos en el cielo y el olor de sangre hizo bajar de los montes a toda clase de alimañas. En aquella época, yo tenía la cabeza muy confusa. Para mí, Dios era todavía aquel sol que abrasaba todas las cosas. Lo veía emerger cada mañana limpiamente por el perfil de las dunas desafiando la oscuridad. Amanecía siempre con una tierna luz que no hería los ojos y se elevaba con majestad envuelto en una gloria color calabaza. En lo alto de su trayecto celeste se transformaba en un Dios cruel que aplastaba la esencia de los seres creados contra los pedernales del desierto y al doblar la tarde volvía a ponerse dulce, quedando suspendido en medio de un polvo de oro. El sol, de noche, se escondía en el alma de los animales dejando en alguno de ellos el lacre de la divinidad. En ese momento, las aves carroñeras volaban graznando en la vertical del altar. El cabrito sacrificado había atraído a moscas, avispas e insectos y también a un par de raposas y a una pantera negra de ojos verdes, y todos a cierta distancia parecían estudiar la posibilidad de abatirse sobre los despojos. Según la enseñanza recibida, yo sabía que una de aquellas fieras podía ser propiamente Dios, ya que a Dios le gustaba disfrazarse de grajo o de coyote, de felino o de perro silvestre para devorar las ofrendas reglamentarias. ¿Me creerá alguien si digo que a los siete años acuchillé a una alimaña sagrada? Fue aquel día al pie del ara de basalto. El sol estaba arriba castigándolo todo y la pantera negra que había contemplado la ceremonia desde lo alto de un risco comenzó a acercarse al altar con pasos elegantes y taimados. Pronto se iba a plantear el desafío. Nadie es hombre hasta que no se enfrenta a un animal superior y sale victorioso de ese combate. Había llegado el momento de la iniciación.

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