Manuel Vicent - Balada De Caín

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Desde el desierto del Génesis hasta el asfalto de Nueva York, la figura de Caín navega en el corazón de todos los mortales. Manuel Vicent nos recuerda cómo el perfil del fratricida se funde con nuestra memoria, transgrede el tiempo y vive errante por la tierra reencarnándose en sucesivas figuraciones.

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Abel era aquel niño que descubrí en el interior de la casamata una mañana en que me picó un alacrán. El recinto fortificado estaba en penumbra y desde las aspilleras que se abrían en los lienzos de hormigón unas lanzas de sol iluminaban el montón de paja donde Eva recostada en un antebrazo daba de mamar a su segundo varón mientras mascaba una raíz virtuosa. Él agitaba las dulces patitas llenas de pliegues de carne sonrosada y ya se comportaba con seriedad. Abel era un infantillo de ojos azules, lo que se dice un lechal de mofletes encendidos, que creció suavemente al son de la flauta en el desierto sin crear problemas a la familia. Entre nosotros dos nunca hubo un percance aparte del amor, hasta el día en que nos separamos a orillas del Mar Muerto. Pero esta noche no quiero pensar en ese bellísimo idiota. Chorreando whisky por las orejas me gustaría evocar ahora la figura de Adán.

Mi padre era un hombre guapo y triste, un pesimista con buena planta que se comportaba como un colono expropiado al que han echado a patadas de la finca y estaba encerrado siempre en un sólido silencio que rompía a veces para rezar a Dios y gemir exclamaciones de nostalgia que aludían a un determinado jardín. No sólo las desgracias dejan huellas en el rostro. También la dicha que uno haya vivido en el pasado se posa en un punto de la mirada. En el semblante de mi padre había restos de una antigua felicidad, aunque yo lo conocí entregado ya a la depresión dándome consejos de esclavo. La mona había sido una de sus criadas en el paraíso, la única que le siguió en el destierro, y cuando jugaba con ella a mi padre se le ponía resplandeciente la cara.

Pero mi padre no era Tarzán sino un hombre perdido en el laberinto del desierto que exhibía ante mí una idea derrotada de la vida. Respecto de Dios tenía una opinión distinta a la de mi madre. Dios no era el sol, los animales nunca asumían poderes sagrados y el corazón de los mortales tampoco formaba parte de la naturaleza. Más bien al contrario. Los sentimientos había que ocultarlos puesto que podían llevarte a la perdición, las bestias debían su violencia al pecado y Dios estaba diseñado como un gigante: era un patrón fornido y de mal carácter, aunque a veces también se ponía melindroso. Esto contaba mi padre gimiendo de nostalgia. En tiempos del paraíso, Dios solía presentarse de improviso en medio de aquella floresta apartando ramas y venía acicalado con pinta de levantador de pesas o domador de leones. Mis padres soñaban recostados en el césped, contemplaban la raya de los cisnes en el estanque y un tigre les servía de almohada, y de pronto llegaba Dios rodeado de monos arcángeles por un camino entre setos de boj arreándose alegremente con una vara las botas de antílope. Dios poseía un gran vestuario. A veces lucía un solideo de moaré en la coronilla, pantalón de seda blanca ceñido a la cadera, zapatos de charol, chaqueta de terciopelo azul con una estrella de plata en la solapa, todo espolvoreado de lentejuelas como Bob Hope a la hora de abrir un musical. En cambio, otros días descendía del cielo equipado de vaquero duro con cinchos, hebillas y espolones cuyo fulgor nacía de una ignorada aleación de metales. El Dios de mi padre era inmenso y sanguíneo, lleno de caprichos de bebé furioso, comido por los celos, terrible en los momentos de cólera, pastueño y dulce en ocasiones. Venillas incandescentes le cruzaban los carrillos, la nariz y la sotabarba, iluminándole la faz, y también le salían pelos de oro por las orejas y las fosas nasales. Parecía que él mismo se había dejado dentro del cuerpo una luz encendida. Al hablar de este Dios, mi padre siempre temblaba. Movía la cabeza. Bajaba la voz. Entonces la melancolía se lo llevaba muy lejos y miraba las nubes que viajaban en dirección al sur. Y me decía:

– No sabes, hijo mío, cómo eran aquellas mañanas en el edén. Gritaba un enjambre de simios en el resplandor de los árboles, los papagayos emitían melodías de caña, había rumores de fuentes o de abejas, las aves hacían el amor en la espalda de los leopardos y los frutos, dorados como lámparas votivas, pendían en el aire perfumado, incluidas unas manzanas verde doncella que llevaban inoculado el principio de la ciencia. De repente, en el firmamento, sobre la vertical del paraíso, se escuchaba una tremenda detonación que hacía enmudecer a todos los animales. Era Dios que acababa de atravesar la barrera del sonido enfilado hacia la tierra. En la colina de esmeralda donde crecía el único manzano del jardín, aquella espiral de luz se convertía en una figura sólida. La imagen del patrón surgía del remolino. Dios aparecía vestido de astronauta o de vaquero del oeste o de estanciero criollo o de bailarín de claque o de señorito latifundista o de patriarca cabrero o de cazador de mariposas o de jardinero jubilado o de papá Noel. Según qué viento le zumbaba el cráneo venía silbando por el sendero de costumbre o te sorprendía por detrás, mientras Eva y yo compartíamos nuestra carne en un juego a la sombra de ciertos prunos que dejaban retales de sol en la pradera. Rodeado de gorilas con espada que eran arcángeles, Dios también podía llegar arrebatado por la neurosis. Ese día podías enloquecer. Te besaba o te azotaba. De sus fauces brotaban preceptos sin parar y luego te cubría de presentes. ¿Ves estos dientes de oro, Caín? Son siete. Me los regaló Dios en varios cumpleaños. Con sus propias manos él mismo me los engarzó.

En medio del desierto poblado de coyotes y alacranes, lejos del paraíso, Adán narraba estos hechos insólitos sentado a la puerta de una casamata o nido de ametralladoras con una mona en brazos y echado a sus pies yo le escuchaba. A la mona le regalaba nueces y a mí me daba consejos de esclavo. Con ella reía sus siete dientes de oro y conmigo compartía la esquizofrenia de Dios. Si bien aquella tarde el valle se había puesto dulce y todo invitaba a tener sensaciones mórbidas, mi padre me decía: caerá sobre ti la desgracia y no sabrás de dónde nace; ofrece al Señor víctimas de expiación y no pretendas ser feliz; en el solar de tu casa crecerán espinas y ortigas, tu fortaleza se cubrirá de cardos y cuando te sientas mal tu desdicha no habrá hecho más que empezar; espera de Dios siempre el castigo para que su bondad caiga sobre ti como un bálsamo. Mi padre me decía estas cosas elevando una mano conminadora en el aire y con la otra le rascaba la tripa a la mona, la cual reía entre las amenazas y los proverbios. Aquella mona un día había visto la cara de Dios. Carecía de responsabilidad. Había sido criada de mis padres en los tiempos felices del edén y con ellos partió al exilio sin traumas y ahora aún estaba alegre y vacía, se agarraba a las ramas del sicómoro con el rabo y no tenía pasado ni futuro. Cuántas veces deseé ser como ella. Qué esfuerzos hice por imitarla. Mi padre temía a Dios. Yo temía a mi padre. En medio de aquel terror que caía en cascada, la mona no hacía sino mostrar al cielo sus enormes encías rojas. Con qué intensidad seguía entonces sus enseñanzas. También yo cogía las nueces con los dedos de los pies y los llevaba a la boca, me rascaba las axilas, bajaba por el tronco de las palmeras velozmente de coronilla a tierra y al reír me quedaba con la dentadura abierta y el pensamiento cerrado o fundido. El celo le duraba seis días a la mona babuina y lo proclamaba hinchando los genitales debajo de la cola, paseando la flor gigantesca del sexo por el oasis envuelta en un perfume embriagador. La primera frustración de mi vida fue comprobar que yo jamás tendría rabo y a eso se debió la primera paliza que recibí. Tal vez me puse muy pesado sin dejar de berrear durante una hora seguida en la lejana niñez.

– Caín, hijo. ¿Te duele algo? ¿Qué te pasa esta mañana? -me decía mi madre.

– Nada.

– ¿Tienes hambre?

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