Manuel Vicent - Balada De Caín

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Desde el desierto del Génesis hasta el asfalto de Nueva York, la figura de Caín navega en el corazón de todos los mortales. Manuel Vicent nos recuerda cómo el perfil del fratricida se funde con nuestra memoria, transgrede el tiempo y vive errante por la tierra reencarnándose en sucesivas figuraciones.

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– No.

– ¿Tienes sed?

– No.

– Toma esta pulsera de ágata.

– No quiero.

– ¿Has perdido el puñal?

– No.

– Entonces, ¿por qué lloras, Caín, hijo mío? Las ubres de la cabra están llenas y su color es violeta.

– Ella.

– ¿Quién es ella?

– La mona.

– ¿Qué sucede con la mona? ¿Te ha mordido?

– Tiene rabo. Yo también quiero tener rabo.

– ¿Para qué?

– Para jugar.

– ¡Cielo santo! ¿Has oído esto?

– Lo he oído -exclamó mi padre.

Sin mediar aviso, de repente, Adán la emprendió a patadas conmigo fuera de sí. Aquel odio que le brotaba de las entrañas me era desconocido, resultaba demasiado misterioso, y ciertas palabras inconexas y voluptuosas que pronunció al comparar los golpes todavía no las he olvidado.

– El rabo es un privilegio de Dios. ¿Te enteras? Pide perdón.

– ¡Suelta al niño! -gritaba mi madre.

– ¡Cállate! ¿Acaso no recuerdas lo que pasó?

Maldita sea. Fuiste tú la que también quería ser inmortal como la mona.

– Déjame en paz.

– La mona es pura. No la mezcles en tus cosas.

– ¡Suelta al niño!

– Ella es lo único que me une al paraíso.

– ¡No le pegues más!

– ¡Que pida perdón!

– ¿A quién? -supliqué yo llorando.

– A Dios.

Era imposible que un rabo de mona despertara tantas pasiones y lo que comenzó siendo un capricho acabó por convertirse en el nudo de mi inteligencia. El rabo de la mona o el pacto de Dios. Sin pretenderlo había encontrado la clave de aquel enigma del paraíso que ocultaba la dicha de mis antepasados. ¿Qué era el paraíso realmente? ¿Qué había sucedido allí? En los ojos de la mona había quedado un jeroglífico. Ella constituía el último punto de conexión o encrucijada de caminos: uno conducía a la locura de la lucidez, otro se perdía en la oscuridad de los sentidos.

Era una tarde maravillosa y el desierto se hallaba en el grado más sutil de la dulzura. Desde la ladera se veía la perdida extensión de arena color malva con reflejos de púrpura y mi padre ya se había calmado. Ahora estaba rezando a Jehová mientras pelaba una raíz benévola sentado a la puerta del nido de ametralladoras, cuando en aquel firmamento bruñido del Génesis se oyó un trueno largo, interminable, que interrumpió la oración y la pequeña labor de Adán. Por el espacio pasaron muy altos tres pájaros de acero que el sol del crepúsculo encendía de un costado. Dejando una estela de humo, las tres sombras luminosas cruzaron el azul seco y se perdieron a una velocidad inconcebible. Mis padres habían presenciado esa visión otras veces. Les pregunté:

– ¿Dónde van esos pájaros?

– Pasan siempre hacia el oeste.

– ¿Qué hay allí?

– No lo sé -contestó mi madre-. Pero todas las caravanas de hombres azules y elefantes blancos que he visto cruzar por el horizonte también van en esa dirección.

– Será el paraíso.

– No.

– ¿Dónde está el paraíso?

– Caín, hijo mío, el paraíso está allá.

Mis padres se pusieron de pie y cada uno al mismo tiempo señaló en sentido contrario un punto en la lejanía. Realmente no lo sabían o tal vez ya lo habían olvidado. El laberinto del desierto era demasiado hermético y nosotros huíamos a medida que los manantiales se iban agotando. Un día tuvimos que dejar aquella ladera. Mis padres escogieron un camino al azar, obedeciendo siempre la ruta de aquellos pájaros de acero en el cielo y las huellas de los chacales en la tierra. En el fondo de los ojos se veía una cordillera mineral traspasada de luz, pero un mar de dunas casi infinito nos separaba de ella. Tal vez allí surgiría una fuente, un poco de pasto y otro sueño. Habiendo acopiado la última agua en unas calabazas secas y cargados con provisiones de higos prensados, de nuevo la tribu emprendió la marcha. Éste era mi destino: seguir los pasos de una mona, de un rebaño de cabras y de una pareja de mortales desvariados por los senos de arena con la lengua pegada al paladar. ¿Hallaríamos alguna vez aquellas caravanas de hombres azules que transportaban oro finísimo de Hevilat? Eva me había hablado mucho de ellos. Eran seres de ébano con turbantes plateados y largas túnicas de seda que cabalgaban elefantes envueltos en perfumes calientes. Durante varias jornadas, las huellas de distintas alimañas nos sirvieron de orientación y sólo vimos alguna calavera de animal cuyos huesos pelados refulgían y también pieles de serpiente. No se percibía el más leve índice de vida en aquel silencio transparente, pero una mañana, en medio del arenal, nos sorprendió a lo largo de una torrentera la visión de unas alambradas que se extendían mantenidas por piquetas hasta perderse en una vaguada. Engarzados en ellas había harapos militares podridos y no muy lejos quedaban restos de un vehículo chamuscado por un incendio. La mona se encaramó en aquel montón de chatarra y comenzó a explorar su interior. Para Adán todo era incomprensible. Y como siempre que no entendía algo también ahora se puso a rezar a Jehová. Los hierros ardían al sol y mi padre, que sudaba a chorros, con la cabeza baja, sentado en una rueda de caucho murmuró una cantinela parecida a ésta: el Señor es mi guía y mi salud, ¿a quién temeré? / El Señor es el baluarte de mi vida, ¿de quién temblaré? / Cuando me asaltan los malignos para devorar mi carne, / mis adversarios y enemigos resbalan y se derrumban. / Aunque acampen contra mí ejércitos, no temerá mi corazón. / Aunque se levante guerra contra mí, yo confiaré en el Señor.

Al otro lado de las alambradas también se veía un monstruo semejante al caparazón de una tortuga gigante con unas cintas dentadas en los flancos y un tubo enhiesto en el aire. Las cabras estaban detenidas y balaban mientras mi madre había ido a explorar un paso. Lo encontró en el cauce de un barranco y desde allí nos llamó. Bordeando el parapeto de espinos, mi padre arreó el ganado y yo iba con la mona detrás a cierta distancia hacia el lugar donde Eva nos esperaba con Abel en brazos. No supe entonces lo que Adán había pisado, pero de pronto se oyó un estallido increíble que formó un cono de arena luminosa y dentro de ese cono vi tres cabras despanzurradas y también a mi padre que había saltado por los aires como un pelele. Todo aconteció con la crueldad más fugaz. Mi padre cayó el primero e inesperadamente comprobé que la explosión le había reventado no sólo el cuerpo sino también una secreta bolsa llena de joyas que llevaba escondida bajo el taparrabos, junto al sexo. Eran esmeraldas mezcladas con sangre, algunos rubíes que se confundían con ella y varios diamantes. Adán quedó inmóvil con la boca abierta. Le brillaban siete dientes de oro y a su alrededor había tres cabras muertas también. Sobre la matanza se fue luego abatiendo el polvo de la explosión mientras mi madre corría y daba alaridos con Abel en brazos por el filo de la duna. Siendo muy niño, yo había visto la agonía de una zorra en el interior de un zarzal florido. Aquel estertor seguido de una última mirada interrogante, que tanto me conmovió entonces, era el mismo que había investido el cadáver de mi padre rodeado de tres cabras destrozadas. Sin derramar una lágrima, Eva contempló aquellos despojos en silencio durante un tiempo y, después, elevó una mirada de odio con el labio inferior mordido hacia el azul del cielo, escupió y me dijo:

– Ayúdame a recoger las alhajas.

– ¿Por qué ha muerto? -pregunté.

– Nunca ha tenido suerte este hombre. El temor de Dios lo ha reventado. Ábrele bien la boca.

– ¿Para qué?

– Quiero arrancarle los dientes de oro. Siempre sufriendo. Siempre rezando. Tenía que suceder. Dios ya nos había anunciado la muerte. Coge ese topacio, Caín.

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