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Manuel Vicent: Balada De Caín

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Manuel Vicent Balada De Caín

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Desde el desierto del Génesis hasta el asfalto de Nueva York, la figura de Caín navega en el corazón de todos los mortales. Manuel Vicent nos recuerda cómo el perfil del fratricida se funde con nuestra memoria, transgrede el tiempo y vive errante por la tierra reencarnándose en sucesivas figuraciones.

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Durante la mañana, en el suelo de mi habitación del hotel, la radio pronunció otra vez mi nombre. Lo oí en las entretelas del sueño y también me pareció ver en la pantalla de la televisión sin voz una imagen fija de mi rostro en medio de dos anuncios de flanes. Abel, el bailarín, figura de Broadway, rey absoluto de los maricones de Nueva York, ha sido asesinado. Señora ama de casa, ¿le gustaría ganar diez mil dólares con sólo abrir un paquete? Compre estas mazorcas de maíz híbrido y el mundo será suyo. En efecto, el cadáver del divo de la danza fue levantado por los guardias cuando palpitaba todavía en el andén de la estación del suburbano. El asesino ha huido en el mismo vagón del que se apeó para ejecutar el crimen en una acción fugaz, luminosa. Se llama Caín. Elegir un buen tabaco es importante para disfrutar. Royal Crown. Bajo en nicotina y alquitrán, con todo el sabor auténticamente inglés. Y ahora escuchen la vieja melodía… En la fétida penumbra que envolvía mi cerebro sonó una melodía de entreguerras, aquellos plateados instrumentos de Glenn Miller que luego ilustraron tantas bombas, ahora sincopados sus trombones por lejanas sirenas de policía, por los movimientos de la pantalla del televisor, donde se sucedían concursos, sopas preparadas, coches del año, héroes del béisbol, reclamos de abuelitas sonrientes, avances de espectáculos de salas de fiesta para la noche del sábado, bebés supervitaminizados que iban a gastas dentro de un especial modelo de pijama resistente a la corrosión de la orina infantil, barricadas de vitaminas y compresas, políticos con peluquín… Los largos, evanescentes instrumentos de Glenn Miller y, de repente: ¡la imagen fija de mi rostro! Tal vez el locutor hablaba en la espalda de la foto, pero yo no oía nada. En seguida salía también en pantalla el retrato de mi querido y asesinado hermano. Sin duda era él. Aún conservaba aquellos envenenados ojos que tanto placer me proporcionaron. ¿Recuerdas, Abel, aquel día en que vimos pasar por el horizonte del desierto una formación de hombres azules que conducían una caravana de camellos cargados? ¿O era de elefantes blancos? Eva había contado tantas veces esta aparición sin fruto alguno que tú ya no la creías. Sucedió cuando el sol doblaba y el calor de una jornada cruel había evaporado en el fondo de la mirada un polvo de arena finísima que era la propia luz del alma. Eva estaba confeccionando un collar con huesos de dátiles y, alertada por un gruñido especial de la mona, tuvo un presentimiento, se puso en pie y fijó los ojos en el punto exacto del espacio. Comenzó a gritar.

– ¡Están pasando! ¡Están pasando! ¡Mirad!

– Es cierto. Van por allí.

– ¡Son ellos! ¡Son ellos!

– ¡Eh! ¡Eh!

– Grita más, Caín.

– No me oyen.

– Grita mucho más.

– ¡Eh! ¡Eh, reyes del desierto!

– Tal vez te oyen en el interior de sus entrañas.

– Venid.

Pero la distancia que nos separaba de aquella majestuosa caravana parecía inalcanzable no sólo para la voz sino también para el deseo. La formación iba lenta, casi fluctuante en el vaho de polvo de oro, y se componía de doce camellos o elefantes, blancos o escarlata, cubiertos de gualdrapas que espejeaban de bordados. Eva tenía la imaginación caliente. Creía que aquella lumbre que echaban se debía a cargamentos de piedras preciosas transportados a viva luz. En el talud que circundaba el oasis, Eva nos recogió a Abel y a mí contra su cadera y nos prometió con una mirada perdida:

– Un día no lejano dejaréis el desierto y siguiendo el mismo camino del sol una de esas caravanas de hombres azules os llevará al oeste. Allí, en la orilla de un mar, crecen ciudades con murallas donde bulle el comercio del lino y de la madera de cedro perfumado, que en naves pintadas de rojo el viento amable conduce a lejanos puertos. Hablaréis nuevas lenguas y algunas palabras idénticas tendrán distintos significados que os obligarán a sacar el cuchillo. Tú, Caín, harás sonar la flauta para alegrar festines de príncipes que son mercaderes. Y tú, Abel, danzarás al pie de las gradas de otros altares que han sido levantados a dioses dispares e igualmente crueles. Yo me quedaré en el desierto. Algún día, la memoria que os reste de mí en vuestra mente será confundida por una honda visión de arena.

De repente, el teléfono comenzó a sonar esta mañana y todos los amigos e incluso algún desconocido no cesaron de repetir la misma cosa.

– Acabo de verte en televisión.

– Sí, sí.

– Han dicho algo terrible de ti.

– No sé. ¿Qué han dicho?

– Enhorabuena de todas formas.

– Gracias.

– ¿Es cierto que lo has matado?

– Tal vez.

En realidad, esta mañana ha llamado todo el mundo menos la policía. Helen ha mandado una pizza y media docena de rosas amarillas, y desde el club me han advertido que unos periodistas desean hacerme algunas preguntas. Dios mío, yo no he matado a nadie. ¿Por qué alguien se ha empeñado en convertirme en un héroe? Qué dulce el sabor de la culpa cuando uno es inocente. Ésa ha sido la herencia que mi padre me dejó: el placer de sentirse exaltado al castigo. De hecho, tengo que reconocer que mi mejor inspiración musical nace de ese poso de pecado. O, tal vez, de la conciencia de que un día volveré a ser puro. Nunca he tocado mejor que anoche, nunca he exorbitado los sentidos con tanta precisión, nunca mi alma ha traspasado el metal del saxo con tanta espiritualidad. La sala estaba llena de córneas en la oscuridad y entre ellas las de Helen eran las más blancas. Los del cuarteto fueron los primeros en aplaudirme, de pie en la tarima, antes de iniciar la sesión; y el público me recibió cariñosamente aunque muchos en la sala aún ignoraban que iban a ser deleitados por un asesino. Primero quise interpretar Blues for Helen. Sabía que con ello abriría el corazón de mi chica esa madrugada en la cama, y luego hice sonar Prisoner of Love, una melodía que traía elaborada desde la adolescencia, silbada o recreada mil veces con el filo de una hoja en el desierto. La lengua de fuego que yo exprimía de la madera culebreaba por todos los vientres del recinto, atravesaba el murmullo de la clientela, el campanilleo del hielo contra los cristales de licor. El saxo gemía dentro de la bruma de alcohol y mientras ejecutaba ese lamento recordé la forma en que el paraíso perdido se reveló ante mis ojos. La promesa de mi madre se había cumplido. Un día, aquella caravana de hombres azules acertó a pasar muy cerca del oasis donde estuvo un tiempo detenida a causa de una tormenta de arena. La guiaba un príncipe negro, de grandes labios morados cuya piel tenía una transparencia azulada. Se llamaba Elfi. Su rostro era distinguido y su porte expandía una aura de majestad aunque llevaba el turbante y la capa cubierta de polvo, el cual no lograba ocultar el color escarlata de sus vestiduras. A su servicio iban camelleros, porteadores, dragomanes, expertos en tratos y algunas mujeres de extraña belleza. Entre todos hacían el número de ciento diez. Mi madre pidió al príncipe negro que me tomara consigo después de haber comprobado mis gracias.

– ¿Cómo te llamas?

– Caín.

– ¿Qué sabrías hacer para complacerme?

– Es un héroe con el puñal alteza -exclamó mi madre.

– Dejad que hable él -dijo el príncipe.

– Soy experto en semillas y venenos de áspid. También sé tallar máscaras, señor. Y en cualquier desafío con tigres o panteras siempre he salido indemne. Amo la belleza.

– ¿A qué clase de dios adoras?

– Al dios inmediato.

– ¿Quién es?

– El propio terror o arrojo que uno lleva dentro. Dios es nuestra ignorancia.

– Sabes mucho y aún eres adolescente. ¿Quién te ha enseñado esas cosas?

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