Manuel Vicent - Balada De Caín
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– Entra, Caín, entra en mi cuerpo -exclamó Helen abierta con la garganta quemada por el amor-. Si supieras cuánto he deseado que llegara este momento.
– Te amo, mi negrita.
– Así. Más.
– Te amo.
Comencé a cabalgar a mi chica y los cartílagos de ambos crujían, los latidos de ambos se fundían y producían chasquidos de carne, y llegó el instante en que mi cerebelo escupió la tapa, que fue a dar contra la luna del armario, y allí mil cristales hechos pedazos reprodujeron mil imágenes de mi deseo. Una de aquellas imágenes era ésta. En la oscuridad, yo acariciaba el círculo mágico inscrito en la tapia del paraíso, aquel cero de sangre, como se acaricia el sexo de una novia o la clave secreta de una caja fuerte. De repente, el sillar se movió. Lo empujé suavemente y cedió dejando un vacío en forma de circunferencia por donde yo podía deslizar el cuerpo. Seguido por el coyote y por la mona entré así en el edén armado con el puñal y era la medianoche justa y la luna llena iluminaba volúmenes inconcretos, siluetas que tal vez eran cerebrales y algunos dibujos de sombras. Se oía una profunda vibración de silencio. Al penetrar en el paraíso tuve la leve sensación de que la naturaleza me sustituía. Ella lo hacía todo en mi lugar, pero la naturaleza no era sino la forma. Nada tenía que ver con el pensamiento ni con la sustancia de la cosas apenas visibles a la luz de la luna. Sólo me brillaba el puñal en la mano. El resto consistía en infinitas ondulaciones de arena lechosa por donde yo era conducido según el itinerario que la mona y el coyote trazaban en aquella exploración. Iban unos pasos delante de mí. El coyote tenía las orejas cercenadas, el hocico agudo y los ojos de fuego. En cambio, la mona, que estaba en el tercer día de celo, exhibía su sexo amplio y floreciente. Había en su belfo acuoso una amalgama de encías. Jugando a sacar fáciles efectos simbólicos acerca de aquellos dos animales que me guiaban en el paraíso, yo sabía que el coyote era la inteligencia y la mona representaba el instinto, aunque sin duda esto no quería decir nada. Yo sólo buscaba algo que justificara el placer de tantos recuerdos, el prestigio de todos los sentidos. Detrás del coyote y de la mona comencé a caminar bajo la luna llena por el interior de aquella corraliza. Arriba, en el cielo, sólo se veía la Casiopea tenuemente y, abajo, en la tierra, mis pies se hundían en las dunas de modo progresivo. No había nada. Sin embargo, el bálsamo más suave me estaba inundando ya. No había nada, pero no esperaba nada. ¿Dónde hallaría aquella ciudad sumergida en un lago resplandeciente? ¿Por qué no se escuchaba ninguna música ni olían las flores visionarias? Mientras los pies se me hundían cada vez más en la arena yo recordaba viejas historias del pasado e inesperadamente un perfume de sandía se apoderó de mi nariz. Y también de pimiento asado.
– ¡No hables así! -exclamó Helen, relajada, fumando un cigarrillo después del amor-. El paraíso no puede oler nunca a sandía ni a pimiento. No seas bastardo. Recuerda que eres el rey del saxofón.
– Querida Helen, te juro que el edén olía a eso aquella vez. No era una noche de verano en la infancia. No había luciérnagas en el jardín ni los ídolos estaban derribados entre hierbas de anís.
– ¿Quieres que te ayude a recordar?
– ¿Cómo?
– Pon tu mano sobre mi sexo.
– ¿Otra vez?
– Sí.
– Ayer maté a mi hermano. ¿O fue tal vez anteayer? Llevo un par de días muy intensos. No me obligues a amarte más.
– Sube, Caín. Yo te llevaré al centro del paraíso.
– ¡Dios mío!
– Muévete.
Esto era en aquella ocasión el edén: caminar a la luz de la luna sin esperanza y sentirse feliz al comprobar que el cuerpo formaba parte de la arena. Pero el coyote y la mona andaban obsesionados en busca de algo impreciso. Al final de un tiempo que no acierto a calibrar, ambos animales se detuvieron en un lugar donde no había nada extraordinario. Sólo formas, volúmenes, sombras. Tal vez era el centro geográfico del paraíso, un punto crucial de cualquier sensación. Oh, querida Helen, deja de castigar mi carne y escúchame. Ya sé que te vuelvo loca, pero sujeta un poco el tigre de tu sexo y escúchame. El coyote y la mona, bajo la luna llena, comenzaron a gritar, a aullar. ¿Cuál de los dos animales era Dios?
– Helen, ¿me escuchas?
– Sí.
– ¿Cuál de los dos animales sería Dios?
– Aquel cuyo aullido resonara con mayor intensidad en tus entrañas.
– El coyote era el Dios único y verdadero.
– ¿Cómo llegaste a conocer eso?
– Porque su aullido me hizo sentir inmortal.
– Oh, la inmortalidad. Ya ha salido Caín con la misma canción de siempre. ¿Qué maldita cosa es eso de la inmortalidad?
– Las ventosas de tu vagina. Estar atrapado por ellas y no perecer nunca.
Aquella noche no descubrí nada, pero de pronto comenzó a amanecer como lo está haciendo ahora sobre Manhattan. Una levísima perla vibrada encima de la muralla del paraíso y sus sillares lentamente se fueron convirtiendo en oro viejo y la lívida claridad que llegaba de oriente con tonos rosas y violetas se instaló en esa parte del cielo y caía ya en el círculo mágico del edén cuyo interior no estaba compuesto sino de arena. Un reflejo de púrpura hinchaba un lado de las dunas. ¿Dónde se encontraban las hormigas gigantes que extraían esmeraldas del fondo de la tierra? ¿Dónde se extendían las plantaciones de árboles que albergaban en sus oscuras copas un estruendo de monos y papagayos? También en este instante una mano de niebla se había instalado ya en la ventana de la habitación y el ruido del tráfico se hacía sólido en la calle. Por el asfalto pasaban sonando los primeros furgones que recogían la cosecha de cadáveres que había dejado la noche. Las sirenas de la policía se hallaban otra vez en el aire. Entre las fatigadas sábanas, Helen se había quedado dormida mientras yo hacía todo lo posible por salir del paraíso fumando un camel. Había llegado la hora de cumplir cada uno con su obligación: Helen tenía que ir a echar huevos fritos con jamón, avena y tarta de nata con sirope a oficinistas mañaneros de párpados hinchados y yo debía regresar al campamento, donde mi ausencia tal vez no había pasado inadvertida. Helen se despertó y se fue zureando hacia el cuarto de baño y en seguida inició un cántico bajo la ducha. Luego se ajustó el vestido de satén a sus nalgas de almendra, se pintó su bocaza de rojo fosforescente, se adornó con inmensas gafas verdes periquito, se puso el sombrero de plumas amarillas y se largó. Yo me quedé un tiempo todavía en el interior del paraíso fumando media cajetilla de tabaco. Bajo la luna llena no había vislumbrado sino volúmenes de leche. Disuelto ahora en la primera luz de la madrugada, los senos de las dunas se repetían como la ondulación de una memoria sin contenido. El edén no era más que un conjunto de formas abstractas o cerebrales, una pasta de parafina en la noche, un haz de reflejos durante el día. Abandoné aquel círculo mágico atravesando el muro por dentro del cero y la mona me miró con ternura y yo la acaricié. Parecía decepcionada. Sin duda, ella había conocido también mejores tiempos cuando sobre aquel lugar aún no había caído la maldición. Eso trataba de decirme con los ojos. En cambio, en las pupilas del coyote insomne brillaba el fuego del sol que ya había salido por encima de la muralla y no estaba conmovido por mi despecho. A la hora de partir supe que el paraíso sólo era un alto en el camino. Detrás del celofán de la cajetilla de tabaco fluctuaba un camello. El sexo de Helen estaba abrasado.
Mientras los criados levantaban el campamento y preparaban una nueva jornada de ruta, el príncipe negro me tomó consigo aparte, me llevó hacia un lienzo del muro donde se hallaba escrito el jeroglífico principal, puso el dedo en el primer pictograma y antes de traducir el significado me preguntó:
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