Manuel Vicent - Balada De Caín
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– ¿Tienes algún interés en conocer esta pequeña e inútil historia?
– No deseo otra cosa, alteza.
– Aquí dice: en la época de los reptiles alados hubo un mono devorador de manzanas que comenzó a jugar con un palo y se sintió inmortal. Confundió el pensamiento con el dolor de cabeza y…
– ¿Qué más?
– Aquí se interrumpe el relato.
– Hay otros signos e inscripciones. ¿Qué significan?
– Nadie lo sabe. Se deben a otra mano. Parecen invocaciones, blasfemias y frases sin sentido. Maldito Jehová, coleccionista de prepucios.
El rabo de la mona es la esencia. Todos los testigos han muerto. Esto es lo que está escrito. Cada peregrino o traficante ha dejado una huella en la muralla. También tú puedes hacerlo.
– Tal vez lo haré algún día.
– ¿Qué te gustaría grabar?
– Lo que he visto esta noche: sexo estrellado, memoria de arena.
– Te ayudaré a hacerlo con la punta del cuchillo.
Algunos meses tardó la caravana en llegar a su destino y durante ese tiempo uno de los alfaquines del séquito me enseñó a extraer el veneno de las serpientes y tarántulas para fabricar pócimas de la salud y hechizos para el corazón de las mujeres. También un algebrista me hizo conocer la influencia de los astros en la mente de los hombres y la forma de guiarme a través de las constelaciones en el laberinto del desierto. Mientras tanto, Abel practicaba la danza con las bailarinas a la caída del sol. Vivía con ellas en la jaima del gineceo y tres eunucos le servían. Mi hermano era tan dulce y hermoso que el príncipe le quería capado. ¿Qué cotización hubiera alcanzado aquel mancebo de color caoba y de ojos azules en una subasta de esclavos en la ciudad de Biblos? Gracias a mis buenos oficios no llegó a realizarse la ceremonia de la castración, pero ese mismo día comencé a sospechar cuál sería nuestro final. A esas alturas del trayecto ya sabía que la caravana no sólo se dedicaba a ejercer el comercio de especias, piedras preciosas, semillas y metales por el arco de la Media Luna Fértil. Hacía igualmente compraventa de esclavos e intercambio de artistas, quiromantes y adivinos en ciertas encrucijadas del viaje. Aunque el príncipe Elfi fingía no creer que yo me llamaba Caín y que era hijo primogénito de Adán y Eva, célebre pareja fabricada directamente con barro de primera mano por Dios, nos trataba tanto a mí como a Abel con una especial deferencia que sin duda no obedecía a la admiración por nuestras artes de música y danza ni al amor por nuestra belleza, sino a un interés lucrativo. Tal vez, el príncipe quería especular con nosotros, puesto que nos habíamos convertido en una expectativa de riqueza. Si se confirmaba mi auténtica filiación, el príncipe mercader sería considerado el primer cazador del desierto y en la metrópoli de los grandes ríos y en las ciudades del mar se oiría su nombre pronunciado con envidia, lo mismo que sus productos. Todos se harían lenguas de sus tesoros, pero nadie hablaría de sus camellos multiplicados, del oro traído de Hevilat, de sus cargamentos de bedelio en tierra de los hititas, de las pieles de pantera negra o de los secretos aprendidos de los astrólogos de Nínive, sino de la captura que había hecho de Caín y Abel, nietos de Jehová, en medio de la arena infinita. De ser cierta la noticia, muy pronto correrían los rumores y se levantaría la codicia en los centros del comercio. Varias expediciones saldrían de inmediato hacia el punto del desierto donde quedó Eva y también ella sería conducida a Biblos como la pieza más codiciada. A los tres el azar nos tenía probablemente reservado un buen trabajo: ser primero exhibidos en una carpa de feria y después rematados y adquiridos en subasta por distintos coleccionistas caprichosos que nos llevarían a tierras dispares enjaulas de cáñamo para servir de atracción en días señalados.
Siempre en dirección hacia el oeste, por el firmamento no dejaban de pasar aquellos pájaros de acero que producían un sonido terrorífico y penetraban el aire de forma invisible con una estela de humo extasiada. Debajo de ellos, sobre la arena avanzaba lentamente la caravana, y la abría el príncipe vestido de escarlata cabalgando en el camello más elástico y luego seguían dragomanes, intermediarios, guardias de la escolta, criados, esclavos, sanadores, adivinos, eunucos y bayaderas. Todos lucían telas vivas de color y turbantes azules con una estrella de plata de siete puntas que era la marca de esa casa de comercio. Las mujeres de la comitiva, ya fueran danzantes o cocineras, iban ataviadas con sedas brocadas y el polvo que levantaban los pies de aquella expedición lo envolvía todo en una nube dorada. A veces teníamos que salvar unas alambradas, saltar varias trincheras, atravesar una llanura sembrada de cruces. El príncipe nunca hacía comentarios acerca de estas visiones. Su silencio era absoluto aun cuando en nuestro camino aparecían cadáveres de hombre a medio pudrir, coronados con casco y equipados con correajes y paños de lona verde. Se trataba de mundos superpuestos, no comunicados. Entre el dios que habita en las esferas y el espíritu del mal que vive en el centro de la tierra, aquel soberano mercader sabía que su sagrada misión consistía en el intercambio de preciados bienes que ofrecieran ganancias, placeres y amistades con gente desconocida. El resto no le interesaba nada. Ni siquiera se planteaba la existencia de seres inmateriales o de fuerzas omnipotentes, aunque en ocasiones las historias que yo le contaba de Dios le divertían.
– ¿Y es cierto que practicabas el boxeo con él?
– Así es, alteza.
– No mientas, Caín -exclamaba riendo.
– Juro que Dios, al que llaman Jehová en aquel punto del desierto, bajaba del cielo a batirse conmigo.
– ¿Bajaba solo?
– Solía llegar rodeado de doce gorilas que eran arcángeles. Dios jugaba a ganarme en todo, reía, me machacaba, se zampaba los frutos que yo le ofrecía en el altar, me mordía la nuca, me recordaba los preceptos y luego emprendía vuelo en escuadrilla con su escolta como esos pájaros de acero que vemos cruzar el espacio.
– ¿Crees que ese Dios de tu adolescencia y sus chimpancés celestiales serían capaces de vencer a mi guardia? ¿No podrían ser capturados?
– Sé en qué estás pensando, alteza.
– Sería un negocio redondo. Toca la flauta, Caín.
– El Dios de mis padres nunca se dejará cazar.
– ¿Seguro, muchacho?
– Va con ello mi sangre.
– La perderás si apuestas. Un día, en alguno de mis viajes, me encontraré con ese boxeador pretencioso, degustador de lechugas y cabritillos, le echaré la red encima y lo llevaré enjaulado junto con su corte hasta entrar triunfalmente en Babilonia o en Jaffa. ¿Cuánto crees que daría por él un buen coleccionista?
– Nadie osaría echar monedas en su calcañar.
– ¿Ni en el zurrón de sus simpáticos gorilas?
– Tampoco.
– No me interesa un Dios que no da dinero. Vamos a olvidarlo.
Después de muchos meses de travesía, en el horizonte comenzaron a espejear una laderas saladas; infinitos e imperceptibles granos de vidrio desafiaban desde el suelo la luz del sol; se sucedían hileras y círculos de juncos que orlaban la copa de los arenales y sobre las dunas volaban y gritaban unos pájaros blancos que yo nunca había visto hasta entonces. Se llamaban gaviotas o albatros. De repente, recibí un fogonazo del máximo azul posible. El mar estaba allí, aunque la ciudad de Biblos aún no era visible. Qué sentimiento tan profundo experimenté ante la inmensidad del agua. Qué nueva gran madre hallé. Qué clase de íntima alegría se había apoderado de cada parte de mi cuerpo. ¿Acaso mi alma y el mar se reconocían desde el fondo de la misma sustancia? Eva marina, ahora te recuerdo tumbado en Manhattan.
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