Manuel Vicent - Balada De Caín

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Desde el desierto del Génesis hasta el asfalto de Nueva York, la figura de Caín navega en el corazón de todos los mortales. Manuel Vicent nos recuerda cómo el perfil del fratricida se funde con nuestra memoria, transgrede el tiempo y vive errante por la tierra reencarnándose en sucesivas figuraciones.

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– Eh, mirad aquello -dije-. Parece un fuerte. Sin duda debe de haber alguien allí.

– Nada de eso, muchacho -contestó un dragomán.

– ¿Por qué?

– ¿Acaso no lo sabes? ¿Te has criado en este desierto y no lo sabes?

– Cálmate, querido jovencito -exclamó el príncipe.

– Estoy calmado, señor.

– Esa tapia que ves allá enfrente no es sino el paraíso abandonado.

– ¿Qué paraíso?

La mona había comenzado a ponerse nerviosa y su risa excedía toda medida, hasta tal punto que el estado de mi compañera alarmó a parte de la expedición. Nunca la había visto tan excitada, aunque la tapia estaba muy lejos todavía y apenas se divisaba en el fondo de los ojos.

– ¿Has oído hablar alguna vez del paraíso terrenal?

– Señor, no he oído hablar de otra cosa en toda mi vida. Mis padres nacieron ahí.

– ¿Bromeas?

– Esa es la historia que me contaron.

Nadie en la caravana parecía darle importancia a un lugar que había sido materia de mis sueños desde la niñez. La ruta del comercio pasaba por el linde de aquel paredón, miles de camellos habían dormitado a su sombra en un alto en la travesía y la costumbre ya había ahorrado la obligación de hacer comentarios.

En esta ocasión, sólo la mona y yo nos hallábamos fuera de sí.

– Se trata de un inmenso corralón sin importancia. Todo está en un punto de ruina -dijo el príncipe.

– ¿Cómo es posible? He soñado infinitas noches con un perfume de miel que llenaba este espacio.

– Has soñado inútilmente, jovencito. Dentro no hay nada. El secreto sólo está en la pared.

Mientras la caravana se acercaba al fuerte, el primer dragomán del príncipe me contó que la tapia del paraíso trazaba un círculo hermético, sin puerta alguna, en medio del desierto y el tiempo que se tardaba en dar la vuelta a ese círculo coincidía con una jornada o trayecto del sol en el firmamento, tanto en invierno como en verano, de modo que su circunferencia se constreñía o se dilataba a instancias de la luz. En el exterior reinaba una inconmensurable extensión de arena pura cuyo fulgor hería todas las miradas. Ni el más duro de los lagartos palpitaba alrededor, pero en la pared circular del edén había signos grabados, símbolos pintados de rojo, inscripciones esotéricas y dibujos que formaban cruces, rombos y triángulos. Entre los jeroglíficos, un cero de sangre seca fluctuaba en el ardor de unos sillares. Aquel universo gráfico e indescifrable lo habían trazado manos diferentes, sucesivas. Sin duda, algunos seres desconocidos, dioses o mortales, habían dejado allí una huella de su sabiduría. Todos los signos se repetían. En cambio, el gran cero de sangre era único. ¿Qué podía significar? El filo de la tapia estaba rematado por un cilindro de granito imposible de abarcar con los brazos, construido para que nadie pudiera trepar hasta arriba, y el siroco había depositado al pie de aquella piedras roídas por la eternidad un estercolero de objetos raros que al parecer pertenecían a otras culturas.

Un coyote doméstico de orejas cercenadas había aparecido en nuestro camino, en la embocadura de la hoya calcárea, y no era más que un enviado que nos iba a servir de guía en el laberinto de arena. Misteriosamente, el animal se puso al frente de la expedición para ejercer su labor de práctico. Algunos camelleros conocían la costumbre de esta alimaña y el encuentro con ella siempre se celebraba con renovadas muestras de admiración, pero, en realidad, esta vez la comitiva no hubiera necesitado de sus servicios porque la mona daba también señales de conocer aquel contorno como la palma de la mano. Ambos animales echaron a correr a un tiempo cuando las tapias del paraíso comenzaron a reverberar a una distancia imprecisa. En medio de la ondulación de las dunas, la pared circular proyectaba una sombra violeta que se perdía de vista cortando el magma solar. El corazón me golpeaba las costillas. Finalmente, la caravana arribó al pie de la muralla y acampó igual que en otras ocasiones sin mayor interés, pero el coyote y la mona quedaron paralizados frente al sillar donde brillaba el cero de sangre.

– Abrázame otra vez -exclamó Helen.

– Aquel cero ciertamente era una puerta secreta.

– Bésame, Caín. Quiero que me beses.

– ¿De veras?

Era otro paraíso el que ahora se abatía con dulzura sobre mí en el interior de un largo silencio. Helen me cabalgó sólo con una pierna llena de lumbre y apoyada con el antebrazo en la almohada había dominado mi rostro con una mirada sonriente y libidinosa. En seguida comenzó a explorar con mano caliente mi cuerpo, y la acompañó con leves chasquidos de labios que sonaban en la madrugada.

– ¿Encontraste lo que buscabas?

– Sí.

– ¿Lograste entrar en el edén?

– Es el episodio más turbio de mi memoria. Lo recuerdo todo confusamente.

– Acaríciame las tetas.

– ¿Así?

– Oh, cómo me gusta. ¿Había luna?

– ¿Qué?

– ¿Había luna llena aquella noche en el desierto cuando estabas al pie de la muralla?

– Ábrete un poco más, Helen. Al caer la oscuridad, la luna tal vez había amasado las dunas con una pasta de leche.

– Me estás haciendo muy feliz. Dámelo todo.

– ¿Me quieres?

– Entra, por favor.

Al atardecer, el campamento se hallaba levantado junto a la pared del edén y las jaimas, al resplandor de las hogueras, exhibían sus colores vivos y agitaban los vientos, y mientras se sacrificaban algunos corderos lechales, las bailarinas sudanesas danzaban, y en otros corros los camelleros, dragomanes y el resto del séquito, con las córneas brillantes, narraban fábulas de ángeles cautivos, de reyes enamorados, de navegaciones azarosas, de tesoros escondidos, de las propiedades del ámbar gris, pero nadie hablaba del paraíso deshabitado. Yo estaba junto al príncipe negro, el cual me honraba con su deferencia y lo mismo a mi hermano Abel. El cordero asado elevaba un perfume de soberanía y yo le ponderaba a su alteza el lugar tan sagrado que envolvía aquella muralla.

– No es más que una vulgar corraliza -me dijo.

– ¿Has penetrado en ella alguna vez? -le pregunté.

– Nunca.

– ¿Por qué?

– Da mala suerte. Corren historias. Todos dicen que ahí dentro no hay nada. Al parecer, en otro tiempo eso fue un simple criadero de monos y la mayoría de ellos eran felices, pero algo extraño ocurrió.

– ¿Qué significado tienen estos símbolos grabados en el muro?

– Nadie ha sabido nunca interpretarlos. El jeroglífico cuenta un relato que de pronto se interrumpe.

Lentamente, las pláticas se volvieron bostezos, el campamento fue quedando dormido y el silencio, al final, se apoderó de todo. Había luna llena. El perfil de las dunas y la comba de la muralla tintineaban una ligera vibración bajo una luz de leche que proyectaba sombras pálidas. Quise armarme con mi puñal preferido, aquel que mi padre me regaló cuando llegué al libre albedrío, y hacia la medianoche con gran sigilo salí de la jaima saltando el cuerpo de Abel y de otros camelleros sumidos en un profundo sueño. En ese momento, yo era un adolescente investigador. Mi pasión nocturna consistía en alcanzar la cima de la tapia y luego caer dentro del paraíso. Con ambas zarpas me agarré bien a las grietas de los sillares y pude escalar algún tramo sirviéndome también de los huecos que la eternidad había roído en la piedra. Lo intenté varias veces, con un esfuerzo mayor, sin resultado. Supe que mi empeño iba a ser imposible. El cilindro que coronaba el paredón era superior al arco de mis brazos. Me hacía perder el equilibrio hasta dejarme de nuevo al pie de la muralla caído de espaldas. Pensé entonces si aquellos signos e inscripciones que llenaban el muro no expresarían los deseos, las blasfemias, las plegarias de cuantos un día trataron como yo de saltar la barrera de la felicidad y no lo lograron. El coyote y la mona permanecían impasibles haciendo guardia al cero grabado en sangre. Estaban paralizados frente a él, como hipnotizados por el fulgor de ése símbolo que brillaba en las tinieblas. Me acerqué.

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