Manuel Vicent - Balada De Caín

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Desde el desierto del Génesis hasta el asfalto de Nueva York, la figura de Caín navega en el corazón de todos los mortales. Manuel Vicent nos recuerda cómo el perfil del fratricida se funde con nuestra memoria, transgrede el tiempo y vive errante por la tierra reencarnándose en sucesivas figuraciones.

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– El desierto. La soledad tal vez.

– Quédate a mi lado ahora.

Mi madre le estaba ofreciendo al príncipe negro una torta de dátiles, queso de cabra y mosto de granada. Él se veía complacido y me acariciaba la frente con las yemas de los dedos, que parecían pétalos de rosa.

– ¿Qué significa esa señal que llevas entre las cejas?

– Lo ignoro, señor.

– ¿No lo sabe tu madre?

– No, alteza -exclamó Eva-. Sin duda es la marca sagrada que traen los predestinados. No lo sé.

– El cero es un signo que todos entienden. Pero tú, muchacho, ¿en qué lengua te expresas?

– Me expreso con la música.

– Quisiera comprobarlo.

– Complace al príncipe como mejor sepas -dijo mi madre-. Lleva doce camellos cargados de presentes. Anda, Caín, toca algo en su honor.

La caravana estaba acampada, los camellos rumiaban el último sol de la tarde, los perfumes del oasis formaban una densa capa en el aire. Los criados encendieron hogueras. Con la zampona que fabriqué con una caña dulce extraje para el príncipe Elfi esa melodía que después he recreado en tantos festines hasta convertirla en el motivo de Prisoner of Love, que anoche sonó de nuevo exquisitamente en el Club de Jazz. La boquilla del saxofón parecía traslúcida y mientras su lengua de fuego culebreaba por todos los vientres yo veía el oasis iluminado por varios fuegos y al príncipe reclinado en el tronco de la palmera principal. Las bailarinas del séquito, cuyos ojos eran verdes y su carne de ébano, en la orilla del estanque iniciaron una danza y mi melodía iba conduciendo sus caderas en el aire. Abel comenzó a bailar en esa ocasión. Lo recuerdo muy bien. Arrodillada a sus pies, mi madre servía nuevos cuencos de mosto al príncipe.

– ¿Hacia dónde vais, señor?

– Vamos siguiendo el camino del sol.

– Llevaos con vos a mi hijo. Siempre ha soñado con las ciudades que crecen allá.

– Así es. En el arco de la Media Luna Fértil se levantan ciudades poderosas. Veo que lo sabes. ¿Puedes decirme tu nombre?

– Eva.

– ¿Eva? Todo el mundo habla de una mujer que se llamó Eva. En cierta ocasión jugó con una serpiente y luego se perdió en el desierto. Sucedió en otro tiempo.

– Llevaos con vos a mi hijo.

– Vamos hacia Biblos. Luego llegaremos a Jaffa. ¿Habéis soñado alguna vez con esas regiones donde imperan dioses de arcilla de inflamados sexos?

– He soñado con la libertad, señor.

– Me llevaré a Caín. Y también quiero a ese pequeño bailarín. ¿Se llama Abel? Lo llevaré igualmente conmigo hasta dejar a ambos junto al mar -dijo el príncipe Elfi.

Mi primer oficio en la expedición consistió sólo en tocar la flauta y un dragomán pronto me enseñó a interpretar las estrellas. ¿Existe alguien que ignore todavía que el firmamento tiene una música secreta? Se puede reproducir el canto de las aves, el grito de las fieras, el sonido del viento o incluso la vibración del silencio, pero hay de noche en el cielo estrellado una armonía que sólo es algebraica o mental. ¿Serás capaz algún día de adivinar la llamarada de leche que brota de la oscuridad de las esferas? ¿Acertarás a descubrir ese fondo negro que expele el sol al mediodía en el desierto? Estas cosas me decía el dragomán encargado de preparar recepciones con otros príncipes de la Media Luna Fértil, que era el espacio del comercio por donde discurría la caravana. Las constelaciones comenzaron a sonar en mi corazón de artista y de esta forma Abel y yo nos unimos a aquella mesnada de trujimanes en calidad de efebos virtuosos en la música y en la danza, y nuestro ejercicio era la propia voluntad de aquel esbelto príncipe que nos iba a conducir por las rutas del mundo civilizado. Eva deseó quedarse en el oasis pero la mona babuina se vino con nosotros y en seguida se hizo graciosa entre la tropa de mercaderes. Partimos al día siguiente y yo llevaba en una bolsa secreta, bajo la tela de lino o la piel de zorro, el tesoro de la familia, las joyas sacadas clandestinamente del paraíso y los siete dientes de oro extraídos de la boca de mi padre. ¿Llegaríamos alguna vez al país de Hevilat? En la voz de aquellos expedicionarios sonaban nombres famosos, ecos de lugares legendarios: la ciudad sumeria de Ur, la gran Babilonia de Mesopotamia y, subiendo hacia las fuentes del Eufrates y del Tigris, en la parte occidental, la tierra de Canaán. Esa región era el destino de nuestra caravana y allí había pueblos que excedían toda clase de sueño o esperanza de aventuras. Biblos. Jericó. Jaffa. Jerusalén. Murallas color canela.

Los aplausos llenaron sinceramente la sala cuando acabó de sonar este blues, Prisoner of Love, y secándose las lágrimas vino Helen a darme un beso en la nuca, donde me anida el sentido de la culpa. Oh, negrita mía. Amo tus nalgas de almendra, tus ojos de cierva, tu boca de playa, tu oscura alma de niña. Por la mañana sirves huevos fritos con jamón, avena y tortitas con sirope a oficinistas de párpados hinchados; luego haces volar pizzas y hamburguesas por encima de secretarias y ejecutivos; finalmente, de noche, corres a poner el tigre de tu sexo bajo mi vientre. Gracias, muchas gracias, queridos amigos. Yo sudaba en la tarima con el metal brillando en mis manos y los aplausos seguían. Gracias, muchas gracias. En la mesa de Helen, entre el público, eché un trago y en seguida se acercaron unos chicos de la prensa que trabajan para The Village Voice, periodista y fotógrafo, dos tipos de buena catadura e impacientes por ser inmortales durante un solo día. Querían una entrevista, no sé, o tal vez un reportaje sobre mi vida según fuera el interés del caso. Abel ha sido asesinado, ¿no es eso? Era tu hermano. ¿Qué sensación da ser el criminal más famoso de la historia? Sólo soy el más célebre por ser el primero. No existe dicha más refinada que sentirse adorado en la maldad. Todos en la sala me sonreían, yo me había vaciado los sentidos a través del saxo, mi hermano me había envenenado de placer la memoria y en virtud de eso lo había acuchillado para siempre.

Qué profundo sabor a miel. Estáis viendo a Dios. Y ahora oídme bien, magnífico par de idiotas, ¿acaso no os podríais ir al infierno? El diablo os lleve. La paz sea con vosotros.

Camino del hotel, en la calle 23, Helen y yo sorprendimos de nuevo a los hombres rata recién salidos de la alcantarilla. Acompañaron nuestro paso con una mirada de gelatina y después volvieron a hozar en la basura. Un corro de mendigos se calentaba en el vestíbulo del Chelsea y al saltar entre ellos algunos nos saludaron con el sombrero. Luego, en la habitación, hice el amor con Helen y una vez más salí victorioso, aunque inexplicablemente esta vez todo transcurrió con una suavidad milagrosa: lentas caricias, largos trayectos por el cuerpo, hondos suspiros, interludios de palabras equívocas, algún crujido de garganta, los dedos rezumados y la cabalgada final en silencio hasta la fundición de las sienes. En esta ocasión, Helen me felicitó.

– Has mejorado con el crimen. Te has hecho más sensitivo.

– Ha sido el magnesio, encanto.

– ¿Te excita tomar vitaminas? ¿Te has convertido en un coleccionista de vitaminas por eso? Oh, mi pequeño filete miñón.

Soy un adicto a las vitaminas y minerales porque temo que Helen un día me exprima la médula espinal con las ventosas de su vagina. Por regla general, nuestro amor es una batalla campal, una refriega tormentosa, pero anoche, de forma inesperada, trabajé su carne negra con un suave bordado. ¿Será que la culpa del heroísmo te convierte en un romántico? ¿Quieres, hermosa mía, que ahora te hable del paraíso? Entonces abre las piernas con la máxima dulzura.

En aquella caravana, querida Helen, se quemaba incienso en las acampadas nocturnas y las jaimas eran rojas y azules. Abel iba a mi cuidado y tal vez estuvimos un año acarreando especias, piedras preciosas, dorados metales y semillas distintas para la agricultura que ya había nacido, pero no habíamos visto todavía una ciudad. En ciertos cruces de ruta, en el desierto, salían a nuestro encuentro enviados de algunos pueblos trashumantes y hacíamos intercambios con ellos. La Media Luna Fértil arranca del Golfo Pérsico, sube como un alfanje curvo por el territorio de los grandes ríos hasta alcanzar la región de Mitanni, comienza a doblar por el país de los hititas y encuentra el mar en la legendaria Biblos, la de los perfumados cedros. Yo creía que las ciudades de nombres sonoros sólo existían en la imaginación. El resto no era sino el reino de las dunas, el imperio de los lagartos. He aquí cómo encontré el paraíso perdido. Todo sucedió de un modo accidental, muy rudimentario. Al final de unas duras jornadas de travesía bajo el sol terrible, la caravana iba bordeando una hoya calcinada, de paredes violentas, donde se levantaban torreones de barro deslumbrado por la sequía. Más allá se extendía una campa desolada que había que salvar para acceder a una hipotética serranía que aún no estaba en el horizonte. No se divisaba una sombra, un punto oscuro, en aquella extensión de tierra abrasada. Cruzar semejante llanura envueltos en un fuego de cal constituía un reto para el príncipe Elfi, pero entonces, milagrosamente, apareció un coyote que nos sirvió de guía. La arena hervía en nuestros pies. No se adivinaba el más tenue soplo de vida. Adentrados en el laberinto, de pronto descubrí un paredón en la lejanía. Fui el primero que lo vio desde lo alto de un camello aunque a mis gritos de entusiasmo no respondió nadie.

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