Manuel Vicent - Balada De Caín

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Balada De Caín: краткое содержание, описание и аннотация

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Desde el desierto del Génesis hasta el asfalto de Nueva York, la figura de Caín navega en el corazón de todos los mortales. Manuel Vicent nos recuerda cómo el perfil del fratricida se funde con nuestra memoria, transgrede el tiempo y vive errante por la tierra reencarnándose en sucesivas figuraciones.

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Las puertas abiertas dejaban ver una escombrera de cuerpos. Había uno vestido de esmoquin. A otros la muerte les había sorprendido riendo.

Lleno de fiambres, se alejó el furgón cantando como un búho para recoger nuevas mercancías en otros puntos de Manhattan y yo me quedé en la acera con la cabeza todavía penetrada por el olor a estiércol de camello, a sésamo caliente y a brea de barco que rezumaba en el puerto de Biblos. A Abel, por entonces, había comenzado a colmarle de favores el regente de unos baños cuyo establecimiento tenía fastuosos mármoles y aguas sulfurosas con grandes propiedades para la salud del cuerpo y recreo del alma. Aquel balneario se hallaba amparado por una diosa de la fertilidad, llamada Artinaek, la cual exhibía en un pedestal varios sexos masculinos y femeninos bajo su hinchado vientre de barro, y mi hermano era el encargado de renovar el incienso que de forma perenne ardía a sus pies. Gente muy principal visitaba semejantes termas, y a unos les atraía el extremado lujo que allí había y a otros los acarreaba la artritis o el nefasto mal de riñón o de próstata. Cada noche se celebraban en aquellos salones algunas fiestas sonadas donde reinaba el vino de Chipre perfumado con resina y dentro de una atmósfera de prodigiosos asados danzaban bailarinas de ébano cuya mirada era de gato. Un reyezuelo extranjero, rechoncho y de apretadas carnes, instalado en aquel lugar por amor de las benevolentes aguas, se rindió a las gracias de mi hermano Abel de tal modo que quiso adquirirlo a cualquier precio para que entrara a su servicio. Trataba de convertirlo en un objeto de arte digno de ser acariciado sólo por él. Ancho de vestiduras bordadas con hilos de oro, avanzaba por las galerías lentamente con curvadas pantuflas donde brillaban esmeraldas, y una vez echado en los almohadones de terciopelo que había en la sala de música hacía llamar a mi hermano. Éste acudía sonriendo y se recostaba a su lado como un dulce perro, y entonces el reyezuelo le miraba con relámpagos de pasión en los ojos y le posaba sobre el hombro desnudo sus dedos gordezuelos y anillados cuyas uñas eran de nácar.

– ¿Cuántos años tienes, tarrito de miel?

– Doce, señor. Creo que tengo doce años.

– ¿Y qué llevas balanceando ahí en tu pecho?

– Un talismán.

– Deja que lo vea. Es muy extraño. ¿Qué significa? ¿Tiene algún poder?

– No lo sé. Me lo regaló Caín.

– ¿Caín?

– Mi hermano.

– ¿Se llama Caín tu hermano? ¿Es tan hermoso como tú y tan suave?

– Él me regaló el talismán hecho con una quijada de asno cuando vivíamos en el desierto. Me lo ofreció como un símbolo de amor y de muerte. Es un falo.

– Ya lo veo.

– Está grabado. Lea lo que pone alrededor del hueso.

– Te amo. He aquí mi fortaleza. ¿Dice eso la inscripción?

– Pone exactamente: te amo, he aquí mi fortaleza, huerto cerrado. Caín.

– Es un bello adagio. ¿Cuál es el oficio de tu hermano?

– Al atardecer toca la flauta en una mancebía. Durante el día graba puñales. Yo doy masaje y bailo. También pongo incienso a los pies de la diosa Artinaek.

Acariciándole el pecho y los brazos desnudos, aquel reyezuelo envenenaba el oído de Abel con palabras hermosas, con perfumes y promesas de viajes hacia regiones aún más placenteras, con visiones de ricos palacios que estaban lejos. Nunca he tenido el cerebro tan caliente. El sol de Biblos me daba de lleno en el cráneo y por dentro me hervían esperanzas de placer, sueños de gloria. Cada noche escuchaba historias de navegantes en el prostíbulo y Abel, a su vez, me desafiaba con los relatos que oía en las termas contados en boca de reyes extranjeros. Ambos nos excitábamos la imaginación, y mientras yo tañía la flauta y él danzaba los clientes nos echaban rosas, pero nuestro corazón ya se encontraba al otro lado del mar. Yo ardía de amor por aquel cuerpo.

– Un rey me quiere llevar a su país -decía Abel.

– Iré contigo.

– Ha jurado que allí podré triunfar.

– ¿Cómo se llama?

– El rey se llama Shívoe y el país está a diez días de navegación.

– Oh, quién me diera, hermano mío, que tú fueses aún como aquel niño que mamaba en los pechos de mi madre para poder besarte.

– Caín.

Esa misma noche, el monarca gordito y enamorado vino al prostíbulo a contemplar la danza de Abel. Llegó rodeado de una cohorte de gorilas y la sibila le dio aposento en primera fila, entre rameras y eunucos, dentro de la espesa humedad del alcohol y de la humareda de hierbas que quemaba la dueña. Había una multitud de marineros, tratantes, camelleros del desierto y ricos comerciantes de la ciudad. Lo recuerdo bien. Yo tocaba la flauta y Abel bailaba, y al reyezuelo Shívoe se le descolgaba la mandíbula de felicidad. En un instante incierto, uno de aquellos gorilas de la escolta real cruzó su mirada con la mía y sentí que la rabadilla se me estremecía. Sabía que el rostro de ese ser primitivo, cubierto de pelo, de terribles zarpas que le llegaban casi hasta la tibia, se había encontrado conmigo en alguna parte. Todos los grandes simios se parecen, pero aquel gorila descomunal tenía en los ojos la inocencia de un arcángel. No sé exactamente qué pasó. Un borracho, abrazado a una prostituta en el rellano de la escalera, enarbolaba una frasca de vino y comenzó a gritar:

– ¡Hijos de perra, un día veréis el cielo abierto! ¡Se apartarán las nubes y yo bajaré con gran majestad sobre vuestras cabezas de chorlito!

– ¿Quién es ese ambicioso? -preguntó alguien.

– ¡Soy hijo de sabios, hijo de reyes antiguos! ¡Dios ha derramado en mi corazón el espíritu del vértigo! ¡Temblad, idiotas!

No era más que un simple marinero ebrio, tal vez impotente en el lecho, que de repente abandonó la elocuencia de los profetas y lanzó el cántaro de vino contra el bellísimo cuerpo danzante de Abel, el cual se desplomó fulminado, sin sentido. Al instante, siete gorilas entraron en acción y todo el garito quedó patas arriba en un momento. El tumulto fue rápido, de una intensidad de golpes fuera de lo común, pero sólo hubo un muerto. El marinero celeste apareció tumbado boca abajo al final de la batalla y en la espalda llevaba clavado un puñal con mi marca de fábrica. El propietario de aquel acero formidable era el enigmático gorila que había pasado toda la noche escrutándome con ojos de arcángel. Ahora pertenecía a la guardia de aquel monarca gordito que tenía trazas de magnate marítimo, si bien el silencioso orangután me hacía recordar el desierto. ¿Dónde lo había sorprendido yo antes? ¿A qué otro importante señor había servido? Vi que ese arcángel arrancaba el puñal de la carne del cadáver y limpiaba la sangre en las propias cachas hasta dejar la hoja brillando. Luego mandó el reyezuelo recoger del suelo con sumo cuidado el cuerpo herido de Abel, que gemía débilmente, y el propio arcángel de la navaja fue el encargado de llevarlo a cuestas hasta el aposento real de las termas, donde lo sanaron con ungüentos. También yo acompañé al séquito por las oscuras callejuelas de Biblos y andaba muy cerca del gorila camillero cuando oí pronunciar su nombre. Se llamaba Gabriel. Aunque otros se referían a él como Varuk. Ninguna de estas palabras me recordaba nada. El monarca gordito, de amplias vestiduras bordadas, iba acongojado acariciando los miembros de mi hermano y vigilaba la brecha que ya no le sangraba en la frente. La sombras de la escolta se reflejaban contra las paredes bajo la luna menguante y durante el trayecto por los empedrados vericuetos de la ciudad hubo un momento en que el rey y su gorila amaestrado cruzaron unas voces o tal vez un sentimiento. La garganta de aquel ser aún era muy rudimentaria. Cuando el amo le dijo que tratara con suavidad la dulce carga del adolescente, el arcángel emitió unos sonidos poco articulados entre los cuales sonó uno con nitidez. Jehová. El gorila de confianza parecía querer indicar al monarca enamorado que él conocía a Abel desde mucho tiempo antes. Yo traté de deducir que el guardaespaldas había servido al Dios del desierto, pero el significado no lo descubrí hasta que no estuvimos en alta mar con la proa puesta rumbo a Jaffa. Sentados en cubierta, con las velas hinchadas por un viento largo que hacía crujir las cuadernas del navío, el arcángel peludo me hizo una revelación.

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