Manuel Vicent - Balada De Caín
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Cuando esta mañana andaba por las calles de Manhattan, bajo la lluvia, henchido de gloria al ver mi imagen en todas las paredes, de pronto un perro de raza indefinida y con trazas de haber sido abandonado comenzó a seguirme. Podría tratarse de un pastor alemán o de un perro policía, aunque era casi silvestre. Primero, el animal anduvo un buen trecho detrás de mis pasos, luego se puso a mi altura y me miraba sin cesar con unos ojos color miel que poseían un cariz humano; finalmente me adelantó unos metros y, manteniendo siempre la misma distancia, parecía dispuesto a guiarme. Yo no me dirigía a ninguna parte en concreto. Había saltado de la cama después de haber pasado la noche en el paraíso. El grito de mi chica por el teléfono anunciándome la buena nueva de que yo era un infame censado, con el rostro en los carteles, me llenó el corazón de júbilo y quise comprobar por mí mismo el éxito en el asfalto. Había recogido los primeros saludos de los mendigos de Nueva York, me habían abrazado algunas rameras de la calle 42, había compartido sonrisas de hermandad con los seres más deleznables que duermen en los cubos de la basura, una muchacha rubia de carne angelical me había escrito aquella cifra enigmática en el vaho que su aliento había dejado en el cristal de una ventanilla del suburbano, un desconocido con paraguas amarillo me había tendido un papel mojado para que yo estampara en él una sentencia, y ya había firmado muchos autógrafos más, había comenzado a impartir doctrina y yo iba por la ciudad y recogía miradas o gestos de asombro, de terror, también de compasión. Un hombre rata había caído a mis pies y ahora un perro sin raza ni collar me conducía por las aceras de Manhattan según su capricho obstinado y yo me dejaba llevar. El animal estaba decidido a cumplir con su obligación, ya que cada medio minuto volvía la cabeza para comprobar si le seguía, y cuando me veía dudar tiraba de mí agarrándose a un fleco de la gabardina con los dientes. Mientras mi chica, en la cafetería donde trabaja, en medio de un altercado de pizzas y hamburguesas volátiles, celebraba con los amigos el hecho de tener el novio más asesino, yo, por dentro, me encontraba perdido del todo, aunque el perro no disimulaba sus intenciones de llevarme hacia la Quinta Avenida. Delante de la catedral de San Patricio paró en seco. En las escalinatas hizo un breve ejercicio con una pata para rascarse las pulgas y a continuación penetró en el cancel del templo y yo fui detrás del perro por el pasillo de la nave principal entre las filas de bancos donde muchos neoyorkinos, arrodillados a la luz cernida de los vitrales, rezaban a un dios verdadero, propietario de todo el dinero del mundo. Frente al cemento gótico de San Patricio, en la pista de hielo del Centro Rockefeller, patinaban viejales de esmoquin con la cara empolvada y los labios pintados de violeta, abuelitas adornadas con gasas de hada madrina, maricones con colas de pavo real. Ellos seguían los compases del Danubio azul, y dentro de la catedral el órgano tocaba una falsa fuga de Bach, que movía el corazón a pedir bienes al cielo. El perro andaba a sus anchas por el interior del recinto. Me llevó hacia el presbiterio, subió las gradas con elegancia litúrgica, dio algunas vueltas alrededor del altar como un oficiante y, de pronto, encaramando ambas garras delanteras en el ara, soltó un par de ladridos secos y luego un aullido prolongado que resonó con varios ecos en todas las bóvedas. Los fervorosos clientes del establecimiento quedaron pasmados pero nadie se atrevió a decir nada, ningún sacristán se acercó a reprocharme, tal vez porque se veía claramente que yo no era el amo del animal, sino su siervo. El sonido de sirenas de la policía que llegaba desde la calle formaba una amalgama con los acordes del órgano y los cánticos que salían de una capilla lateral ocupada por una densidad de fieles que asistían a una misa celebrada por un preste gordito, rubicundo, con gafas de oro. En ese momento, él daba la comunión y aquellos católicos ya iban cantando en hilera directos al banquete eucarístico, y el perro se puso en la cola, y yo también avancé detrás de él hasta que juntos llegamos al pie del copón, y entonces el perro se aprestó a recibir la sagrada forma e incluso abrió el belfo de caucho lleno de baba ante el ademán tedioso del sacerdote irlandés, pero éste detuvo en lo alto a Dios entre sus dedos al comprobar que tenía ante sí a un can enorme de pelo hirsuto con los colmillos dispuestos. Los fieles se hallaban sobrecogidos ya que el animal, levantado de patas en el reclinatorio, despedía un fervor religioso de primera magnitud y todo parecía deberse a un misterio indescifrable. Aún cundió más el pánico cuando el perro lanzó un aullido al ver que la hostia se le negaba. Aquel alarido de lástima duró un minuto casi eterno e hizo enmudecer al órgano y también cesaron los cánticos. Sólo las sirenas de la policía y la garganta del perro levítico quedaron sonando en el interior de la catedral, y fue tanta la emoción piadosa que de la escena emanaba, sobrepasando la razón, o tanto el miedo que los dientes de aquel ser provocaron en el sacerdote, que éste ofreció la comunión al perro, el cual la recibió con unción extraordinaria. A continuación, también yo comulgué de modo mecánico y en seguida los dos abandonamos el templo ante las profundas reverencias que los creyentes hacían a nuestro paso. No muy lejos de San Patricio está la joyería de Tiffany's. Con la divinidad en el estómago, el animal me condujo hasta allí. En la puerta blindada de ese comercio había un par de prohombres con cananas, los cuales sobaban la culata de un pistolón, y en el interior del local abarrotado aún había más revólveres, pero el público se movía discretamente por el laberinto de vitrinas y mostradores repletos de piedras preciosas y los dependientes cegaban con brillos de esmeralda o diamante la oscuridad de algunas almas. Como si se tratara del mejor cliente, los vigilantes de la entrada doblaron el espinazo y una sonrisa de sumisión se les cayó al suelo cuando el perro traspasó el umbral. Tal vez esta operación la había realizado en otras ocasiones ya que los empleados de la casa, al advertir la presencia del perro, entraron en un estado de convulsión. El consejero delegado comenzó a dar las órdenes oportunas mientras la fiera se comportaba con aplomo de experto en alta joyería y se paseaba por el recinto entre la confusión de otros compradores, a la espera de que sus deseos fueran pronto satisfechos. Con asombro vi que el perro se dirigía hacia una de aquellas arcas de cristal donde en nidos de terciopelo o tafetán reposaban joyas exquisitas y que una fina encargada lo recibía con una esmerada gentileza no exenta de terror. En el fondo del cofre transparente había un tesoro: una paloma de oro cuyas alas eran de brillantes de cinco quilates, la cola de esmeraldas de Muzo y los ojos estaban formados por rubíes sangre de pichón. Diademas, broches y brazaletes con figuras de áspides sagrados, escarabajos modernistas y diversos insectos con caparazones de pedrería y filamentos de platino. Yo estaba junto al perro. Éste había puesto el morro en el mostrador y jadeaba con un palmo de lengua colgada. Entonces, la atildada dependienta, señora de media edad con blusa y lazo de seda sobre el esternón, abrió aquella vitrina antibala bajo el amparo de un elegante inspector con pistola, y dirigiendo hacia mí su dentadura de porcelana, me dijo:
– Escoja la pieza que más le guste, señor.
– Perdón. No he venido a comprar nada -contesté.
– ¿No es usted amigo del perro?
– Bueno, digamos que él me ha traído aquí. Voy perdido por la ciudad y le he seguido.
– Elija una joya, pues.
– ¿Es necesario hacerlo?
– Es un obsequio que le ofrece la casa -dijo el inspector mientras acariciaba el arma en la axila.
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