Manuel Vicent - Balada De Caín
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– Me gusta esa perla negra.
– Muy bien. La perla es suya.
Tenía el tamaño de un huevo de golondrina y semejaba una tiniebla amasada con luz. Me sentía perturbado y no supe qué hacer, pero el propio consejero delegado se acercó a nuestro estante y él en persona fue el que me entregó la joya de forma solícita, y luego, flanqueado por crueles vigilantes elegantísimamente armados, me acompañó hasta la puerta y allí me despidió con almibarados jeribeques ante la impaciencia del perro que me esperaba ya en la acera para llevarme, sin duda, a otros lugares. Caminando por las calles de Manhattan pegado al rabo de mi protector, yo me preguntaba por qué la voluntad de los sacerdotes y joyeros se doblegaba con sólo mirar a ese chucho. ¿Qué saldría de sus entrañas ejerciendo tanto poder? Descubrí la grandeza de este ser al comprobar que los poli cías le saludaban cuadrándose de modo castrense. Casi fue una visita de cumplimiento. Con un ligero trote, el perro me abría paso en el tráfico de la ciudad y yo no hacía sino seguir con obstinación su trasero, aunque por dentro me veía extraviado. Al pasar junto a una comisaría se detuvo, volvió la cabeza hacia mí e hizo un ademán de invitarme a entrar, y frente a una tenue resistencia que le mostré el perro reaccionó dándome una cariñosa dentellada en el zapato. En esas dependencias, mi compañero parecía ser un viejo conocido. Subí con él a la primera planta y vi que en el cristal de algunas peceras estaba mi foto exhibida, y atravesamos algunos pasillos por donde discurrían agentes, inspectores, comisarios, delincuentes y gente lesionada por la existencia y todo el mundo tenía una palabra de respeto o un gesto de reverencia tanto para el perro como para mí. ¿También en el depósito de cadáveres seríamos con esta suavidad agasajados? ¿O en el infierno? ¿O en el seno de Abraham? En la comisaría, varios policías me pidieron un autógrafo y yo traté de complacer a los admiradores con frases de aliento y dedicatorias fraternales. Al jefe de la Brigada Criminal del 2° Distrito, James L. McCloud, amante de la puntería, que tantas balas ha alojado en el corazón de los descarriados. Con afecto, Caín, el afilador. El jefe de la Brigada Criminal del 2° Distrito era un pelirrojo grandullón ametrallado de pecas sonrosadas. Después de leer despacio el autógrafo que le rayé en su libreta íntima, primero miró al perro que estaba sentado entre los dos y en seguida puso sobre mí unos ojos ingenuos que despedían gozo no disimulado y me dijo:
– Gracias. De modo que es usted el famoso Caín.
– Así es.
– Encantado de conocerlo.
– Lo mismo digo, McCloud.
– Hay aquí algunos amigos que se matarían por estrecharle la mano. ¿Me permite avisarles que está usted aquí?
– Hágalo.
– El nombre de Caín ha sido muy pronunciado estos días. Casi parece un homenaje. Quisiera preguntarle algo. ¿Se siente usted seguro en nuestra ciudad?
Le contesté que sí. Realmente no me podía quejar. Desde que se anunció por radio el asesinato de Abel yo no había tenido sino pruebas de admiración. El respeto me había rodeado. Los coleccionistas de vitaminas me habían observado con emoción, los hombres ratas me habían sonreído y en la tienda de licores del barrio yo era un héroe. Todo el mundo me cedía su puesto en la cola y los desconocidos, ya fueran sacerdotes, abogados, policías o delincuentes, me pedían autógrafos y se comportaban conmigo como se hace con los grandes artistas.
– Habrá observado que Nueva York es una ciudad amable e íntima -dijo el jefe de la Brigada Criminal-. Yo también admiro el trabajo bien hecho. ¿A qué se dedica usted además?
– Toco el saxofón en un club de jazz.
– ¿Le gusta Coleman Hawkins?
– Nadie es tan grande como él.
– Eso mismo creo yo. ¡Eh, Joe! Mira quién está aquí. Es Caín. Avisa a los muchachos.
– Oiga, McCloud, ¿me permite una pregunta?
– Hágala.
– Quisiera saber qué clase de perro es éste.
– ¿Se refiere usted a la raza?
– No.
– Es un perro vulgar. Un chucho callejero. Pero le aseguro que está usted en las mejores manos. Este animal es prácticamente una obra maestra -dijo el policía.
En tromba salieron de los despachos muchos inspectores para saludarme y todos alargaban hacia mí sus peludos y tatuados antebrazos con una sonrisa e incluso con una carcajada de placer. Al oír mi nombre a su espalda, otros guardias que iban por pasillos y dependencias con pistolas y carpetas dieron media vuelta a los zapatos y vinieron a rodearme llenos de celo profesional. Todos me palmeaban el cuerpo y pugnaban entre ellos por palparme más aún. ¿Acaso era yo papá Noel y lo ignoraba? No podía estrechar tantas manos como se me ofrecían ni responder a los suaves pescozones de cariño ni agradecer aquellas frases de aliento. Desde las últimas filas de la pequeña multitud que se había adensado a mi alrededor algunos policías me gritaban: Caín, haz algo por nuestras vidas, acuérdate de nosotros cuando estés en tu reino. Al escuchar este fervor, yo pensaba si no me habría convertido en el santo patrón de toda la pasma sin darme cuenta. Otros agentes se decían para sí: eh, chicos, ¿sabíais que Caín es igualmente un virtuoso del saxofón? Hay que ir a oírle esta noche. Toca en el Club de Jazz, en Soho. El perro sólo agitaba el trasero y asumía las caricias, pero daba ya señales de querer partir. Sólo había sido una visita de cumplimiento y así, de pronto, el animal impuso su voluntad. Echó al aire un par de ladridos y el corro de guardias se dividió en dos y todo el mundo guardó silencio. Siguiendo el rabo del perro abandoné la comisaría del distrito bajo los aplausos de los servidores del orden, y una vez en la calle ambos caminamos junto a la hilera de furgones aparcados con la linterna de cobalto apagada y en cuyo interior había más polizontes con el casco de faena calado listos para intervenir en cualquier fregado donde quiera que fuese. Ellos abrieron la dentadura amarilla y balancearon sus guarnecidos brazos de karatecas a través de las enrejadas ventanillas en señal de despedida. Tanta amabilidad por su parte me dejó el corazón agradecido aunque en los ojos del chucho se notaba cierta ironía o desprecio hacia esta gente. En la primera esquina había una pareja que hacía breakdance y éste era un ejercicio de expresión corporal que por lo visto al perro le gustaba mucho. Los peatones se detenían con el maletín en la mano, miraban con la boca abierta los quiebros de aquel par de negritos, luego echaban unas monedas y se largaban. En cambio, mi compañero estuvo parado ante los bailarines media hora y parecía absorto. No le distraía la música de una orquestina de metal que sonaba un poco más allá. En ella, unos muchachos rubios soplaban trombones y cuernos de caza para amenizar la comida de oficinistas desparramados con sus bocadillos por los jardines de mármol, al pie de un rascacielos. Había dejado de llover y la cúspide de los edificios la coronaba un sol tenue que dejaba caer una luz matizada de otoño en el asfalto. Había bajado la temperatura y del belfo de cada ciudadano salía una nubécula condensada de vapor. Me hubiera gustado ir a la cafetería donde trabaja Helen. Ese fue el propósito al salir del hotel. Allí me esperaban algunos amigos para celebrar mi puesta de largo como presunto asesino, pero de forma inesperada el perro me invitó a descender a la alcantarilla después de haber contemplado la danza callejera. Por veinte peldaños de una carbonera abierta en la acera bajé con mi protector a un depósito de cajas de cocacola, y a un lado había una puerta abierta que daba a un espacio en penumbra de paredes de hormigón sucio y de allí partían escaleras verticales de hierro oxidado y rampas sucesivas hacia la profundidad de un corredor que a su vez iba a parar a una cloaca. En el techo del túnel iluminado por lejanas claraboyas se veían enormes tubos de cemento y de acero roídos por la humedad, y cada minuto aquel escenario trepidaba violentamente al paso de un convoy del suburbano que ya discurría sobre mi cabeza. Diversos canalones vertían agua podrida en el cauce principal y los conductos de la calefacción dejaban escapar humo dulzón por las juntas. El perro me guió por una pasarela metálica hacia una región aún más hermética y lentamente mis ojos se iban haciendo a la oscuridad a medida que el sótano de la ciudad se acercaba al infierno. La cloaca máxima fluía por un estrato inferior pero yo vislumbraba desde arriba una extensión de sombras casi humanas engarzadas en algunas tuberías. Sus nidos estaban situados en la capa más profunda de la alcantarilla. Eran hombres rata. Había varias docenas en esa encrucijada. Dormían sobre jergones con los párpados abiertos y tenían las córneas de gelatina, que reflejaban una luz magnética. Brillaban sus miradas como luciérnagas en la noche y el perro, por un balconcillo corrido que flanqueaba la última bajada, se dirigió a la plataforma donde ellos reposaban abrazados a unas botellas llenas ya de telarañas. La cloaca máxima pasaba por allí mismo y sus lentas aguas arrastraban a varios cocodrilos blancos invidentes que iban con media cabeza fuera del detritus. Este vivero de caimanes era célebre arriba, en Nueva York. En distintas tertulias esotéricas había oído hablar de una colonia de reptiles anfibios de seis metros de longitud que crecía en los intestinos de la ciudad. Ahora, la visión se hacía presente. Los enormes cocodrilos blancos e invidentes navegaban con toda majestad por delante del perro y de mí. Aquel litoral estaba poblado de hombres rata y la única música en las tinieblas eran las cascadas de los desagües. El perro ladró y el poderoso sonido de su garganta resonó en la bóveda ínfima de Manhattan. Parte de la carnada de hombres rata movió la cabeza, pero los caimanes siguieron su curso sin agitar sus petrificados párpados.
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