Manuel Vicent - Balada De Caín
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Al mediodía se levantó un poco de mar y el viento roló hacia el suroeste y hubo que disponer las velas para corregir la deriva que nos alejaba demasiado del litoral. Se vislumbraba una sucesión de montañas azules, casi transparentes, en las que el sol vertical rebotaba y sacaba cuchillos de luz. Detrás de aquella barra mineral estaba el desierto donde nací y me crié, y ahora ninguna sensación derivada del agua me hacía recordar los días perdidos de la infancia. Ni el olor marino o de brea, ni el chasquido de las olas en el casco, ni el estertor de la crujía, ni la tensión de la brisa que vibraba en el gratil de las velas me podía llevar al pasado. Eran experiencias sensitivas que acudían de un modo virginal a mis entrañas. Pero en cubierta iba enrolado un ser muy especial y éste, sin duda pertenecía a la mitología de mi alma aunque en ese momento no lograba descifrarlo. Fue al atardecer de la primera jornada de navegación cuando la mar cayó de repente y también las telas comenzaron a flamear puesto que había cesado la última ventolina. Se produjo una larga encalmada y entonces, siendo casi de noche, la tripulación encendió las anforetas luminarias, y en la bodega los esclavos se agarraron a los gaones y cantando una especie de salmodia rítmica se pusieron a remar al compás que les marcaba un látigo de cuero de elefante. Al amparo de las constelaciones, la oscuridad era cálida y la luna menguante brillaba en el este. Sonaban las palas de los remos en el agua y la cantinela de los esclavos salía de la bodega por las fogonaduras como un rumor espeso y su cadencia parecía levítica. Así cantaba mi padre los salmos cuando era esclavo de Dios. Ahora, yo tenía apoyada la nuca, donde me habita la culpa, en la carlinga del palo mayor y de esta forma contemplaba las estrellas del Mediterráneo y trataba de interpretar su armonía según las enseñanzas que recibí de un dragomán del príncipe Elfi. La mona se me había dormido en las rodillas. Yo esperaba ver un ascua cruzar el firmamento en dirección al abismo y reconocer en ella a Luzbel, a Belcebú, a Satán, y mientras los demonios no acudían a la llamada del deseo pensaba en el cuerpo de Abel. La idea de perderlo, de recobrarlo, de conseguir sus favores y de sentirme de nuevo olvidado era un juego cruel que me llenaba de ansia. La embarcación del rey Shívoe navegaba dulcemente en la noche y las anforetas luminarias trincadas en la mesana, en la cofa y en diversos puntos de la regala llameaban o realizaban un sortilegio de sombras o fantasmas en los distintos volúmenes o figuras de cubierta. Fue entonces cuando él me miró. Reconocí sus córneas de fuego y cierto ademán de orgullo en aquel arcángel o gorila. Cruzó conmigo sus ojos de forma intensa y sonrió. También tenía dientes de oro. Hablaba con una garganta muy primitiva, pero su voz no tenía apelación. Le pregunté:
– ¿Quién te ha regalado esos dientes de oro?
– Jehová -contestó-. En el día de mi santo.
– ¿Eras uno de ellos?
– Sí.
– ¿Un guardaespaldas?
– El primero de la corte celestial.
– ¿Le dejaste?
– Me echó.
– ¿Por qué?
– Yo nunca sonreía. Dios era omnipotente, pero no tenía gracia.
– ¿Sabrías pronunciar mi nombre?
– Caín. Puedo decirte una cosa. Jehová a ti te quería.
– ¿Más que a Abel?
– Más.
– A mí me ponía su bota de antílope en la cerviz. Me forzaba la nariz en el polvo y me obligaba a cantar salmos.
– No importa. Sólo lo hacía por divertirse. Todavía sigue siendo un niño caprichoso.
– ¿Dónde compraste ese puñal?
– A orillas del Mar Muerto. En Jericó. Lleva tu marca. Lo sé. Está muy acreditada.
– ¿Me ayudarás si un día te pido algo?
– ¿Sabes? Antes yo podía volar. Cruzaba el espacio infinito a una velocidad endiablada. Cuando Jehová me expulsó de su reino me cortó las alas y además me castró. Ya ves.
– ¿Fue una venganza sólo por no reír?
– Por no reír sus gracias Dios me sometió a la ley de la gravedad. De modo que todo lo que deba hacer por ti habrá de ser realizado en la superficie de la tierra. Te he estado observando desde el primer día. Tienes celos de Abel.
– Me estoy quemando de amor.
A la altura de las paletillas, en la espalda, al arcángel se le veían unos costurones que afloraban bajo el pelo y también en el entresijo de las piernas lucía la cicatriz morada de la capadura divina. Cierta tristeza pensativa le nublaba el semblante al guardaespaldas, y observando el ritmo de las constelaciones en la noche, sin que yo le forzara, el gorila comenzó a hablarme de aquel Dios antiguo mientras la embarcación se deslizaba sobre el mar en calma y nuestros rostros llameaban junto al ánima encendida que flotaba en el aceite de las anforetas. Todos los males de Jehová se debían a su omnipotencia, es decir, a su inmensa soledad. No se puede crear el universo y luego no saber qué hacer con él. O tratar de dar sentido a una obra gigantesca mediante juegos o enfados de niño. Aquel Dios estaba lleno de tedio. A veces entraba en una compulsión peligrosa y entonces el aburrimiento le hacía reventar en bostezos que formaban huracanes sobre la tierra. Perdido entre las esferas, solo en medio de un silencio de piedra pómez, Dios no se ocupaba sino de alimentar la hoguera de la propia voluntad que era insaciable y se devoraba a sí misma. Esto me contaba el jefe de la escolta del rey Shívoe, el enamorado de Abel.
– Jehová planeaba como un alcotán por el azul del desierto y una bandada de ángeles a su servicio íbamos desplegados en escuadra en torno a él para darle honra, ya que protección no necesitaba. Desde el vértice del firmamento, como el alcotán atisba los mínimos movimientos de una rata en el fondo del valle, Jehová te veía caminar con tus padres por las dunas con la lengua pegada al paladar bajo un sol terrible en busca de un oasis. Y se reía.
– ¿Se reía?
– No sólo eso. Echaba grandes carcajadas que resonaban en el vacío y dirigía tu cerebro hacia la ofuscación. Le gustaba la parte más hermética del laberinto.
– Tal vez creó la vida para que fuera un enigma. ¿Existe todavía?
– ¿Quién?
– Jehová, aquel fabricante de charadas.
– Existe en verdad. Pero Dios ya sólo es nuestra ignorancia. O nuestro miedo. El enigma es un precio que hay que pagar.
– Algún día, querido Varuk, voy a necesitar de tus servicios.
– Recuerda. Siempre a ras de tierra. Y con tu puñal. Debo decirte una cosa, Caín. Desde que eras un niño en el desierto te adoraba en secreto.
Todos los instrumentos sonaban a la perfección y el recinto del Club de Jazz, que tenía una atmósfera de terciopelo, absorbía cada melodía que yo creaba imaginativamente. Qué bien estaba Oscar Peterson con el piano. Cómo acariciaba el contrabajo Ray Brown. Yo hacía reinar el metal con la lengua de fuego y casi podía llegar al éxtasis al ondular el saxo en el vientre del público. En mi cerebro, el gorila había callado, pero una ligera brisa se había levantado y en la oscuridad de la mar sentía las velas batir levemente los masteleros y las gavias y el coro de esclavos aún cantaba con ritmo sincopado una especie de salmo en la bodega y su rumor salía por los escotillones y fogonaduras de cubierta y ahora con el saxo no hacía sino seguir ese cántico de los remeros y al mismo tiempo roído por los celos imaginaba el dulce cuerpo de mi hermano Abel enroscado como un felino de ojos azules alrededor de los pies descalzos del reyezuelo, en el castillo de popa, bajo la Casiopea y me consumía de amor. Realmente llevaba una brasa en las sienes que palpitaba en forma de pensamiento maligno. La travesía cayó en un breve sueño y al final de ese sueño se inició la aurora. En la mar oscura fuéronse posando las primeras capas de leche con vetas ligeramente malvas o grises y entonces, por el oriente, detrás de las montañas donde nací, comenzó a irradiar en el firmamento un pétalo de rosa que crecía en intensidad y el sol tierno derramó en seguida sobre las aguas quietas su luz como una corriente de vino. Toda la mar se tiñó de púrpura y hendiéndola con la quilla navegaba el bajel de Shívoe nimbo a Jaffa. Eran los tiempos del Génesis y la brisa, aquella mañana, se levantó de tierra por babor y durante unas horas, mientras el calor se afirmaba, permaneció constante, pero hacia el mediodía roló al suroeste hasta convertirse en un viento racheado que engendró oleaje y penalidades en la tripulación. A media tarde volvió a encalmar, y el resto de la navegación transcurrió suavemente en la segunda jornada. Por el horizonte pasaban lentos galeones, cadenciosos trirremes, urcas o filibotes de vez en cuando, gobernados por reyes o príncipes mercaderes que hacían trasiego entre Creta, Rodas, Chipre, Egipto, Biblos y Argos. Transportaban aceite y mosto, troncos de cedro, especias, metales preciosos y figuras de distintas divinidades cocidas en barro especial, diosas de la fertilidad de sexo inflamado y esculturas de héroes que levantaban el mundo con un falo atroz. Cada una de estas embarcaciones llevaba colores distintivos en el velamen y a gran distancia se hacían contraseñas entre ellas con espejos y se reconocían y dialogaban en épocas de paz mediante un código establecido. A la caída de esa tarde avistamos por estribor una galera con grímpola azul en lo alto del palo mayor. Con un heliógrafo nos dio los tres avisos de rigor y a continuación quiso comunicarnos un mensaje. Por diversas preguntas que nuestro patrón, el rey Shívoe, formuló, se supo que aquella nave venía de Alejandría, donde había cargado papiros y seda; en el puerto de Heraklion se había aprovisionado de una estatua de Zeus y de varias cepas de una clase privilegiada de vid y ahora iba en dirección a Biblos y luego pondría la proa hacia Délos y otras islas Cicladas. El propietario y piloto era un comerciante nubio que en su juventud se había deslizado por el Nilo hasta el mar. Después de responder a estas cuestiones triviales de identidad, debidas a simple cortesía, aquel navegante nos mandó un heliograma muy enigmático, que despertó en nosotros cierta alarma. En él nos decía que el día anterior su tripulación había visto un banco de monstruos marinos de tamaño descomunal. En apariencia tenían forma de navíos gigantes. Unos parecían fortalezas o castillos flotantes y otros adoptaban una cubierta plana donde subían y bajaban deslumbrantes pájaros de acero a suma velocidad, envueltos en un trueno que reventaba los tímpanos. No se trataba de un fenómeno extraño. La presencia de estos titanes formaba parte del acervo de leyendas de la mar y muchos eran los marineros, no exactamente ebrios ni fantasiosos, que habían vislumbrado en la calima o en medio de la niebla semejantes fantasmas. Al final de cada crucero, en los puertos de ese lado del Mediterráneo, se contaban historias acerca de estos monstruos superacuáticos y yo mismo había escuchado relatos de tal cariz en las tabernas y prostíbulos de Biblos. También durante la travesía del desierto había vislumbrado contra el sol aquellas flechas de plata que atravesaban el bruñido azul del Génesis. Eran máquinas de guerra, según se decía. Escupían fuego por los costados, derramaban hierros candentes en cuatro direcciones y creaban hongos de humo en el espacio, enormes calabazas pestilentes en cuyo interior se multiplicaban unas moscas atómicas que roían la médula de los seres humanos y animales de sangre, aunque respetaban cualquier elemento del reino vegetal. Ésa era la voz común en los burdeles. Antiguamente, yo había vivido en la soledad de la arena con Adán el llorón, con Eva la mamífera, con el dulce Abel y con Jehová, que me retaba a echar pulsos y excitaba mi individualismo contra la naturaleza. Cuando llegué al primer punto de la costa a bordo de una camella del príncipe negro muy pronto me sorprendió e incluso me fascinó el grado de excitación en que la gente se movía. Los placeres más bajos estaban al alcance de la mano, hombres y mujeres se precipitaban en ellos con voluptuosidad desordenada porque todos creían que el mundo se iba a acabar. Sin duda, esta idea terminal florecía gracias a aquellos gigantes que sembraban el terror sobre las aguas y en los lugares estratégicos de la costa, pero en los garitos de las ciudades siempre había muchos borrachos que los desafiaban con bravatas, sólo de palabra, y se burlaban de su poder como hacen algunos héroes blasfemos con los dioses. Presentí que la proximidad de la muerte solía despertar en las personas el furor de la carne y que los mortales abrían el corazón desordenadamente si estaban al borde de un acantilado.
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