Manuel Vicent - Balada De Caín
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Tal vez fue en el cuarto día de navegación cuando avistamos por la amura de estribor una de aquellas formidables escuadras en el horizonte. Cruzaba lenta y gris. Llevaba cada navío en la roda un monte de espuma y la estela que dejaba zarandeó con un gran oleaje nuestro bajel mucho tiempo después de haber desaparecido. Pero ahora estaban presentes aquellos castillos flotantes cuyas sirenas sonaban con una profundidad oscura. Le pregunté a Varuk, el arcángel peludo.
– ¿Hacia dónde navegan, dime, tú que lo sabes todo?
– No van a ninguna parte. Los lleva la deriva de la historia.
– ¿Cuál es su destino interior, entonces?
– Dar vueltas al laberinto sin parar nunca. Sólo están ahí para ser temidos y admirados. ¿Qué hace en este momento nuestro gordito y amado rey Shívoe? ¿Lo distingues desde aquí?
– Está contemplando, como nosotros, el paso de la escuadra de guerra recostado en el castillo de popa y mientras tanto acaricia el cuello de Abel.
– Aunque trate de sonreír y guste de los sentidos su alma no despide más que pánico.
– Abel pone los ojos en blanco.
– No importa. Los gigantes de la guerra han conseguido su propósito -dijo Varuk-. Nuestro pequeño rey desembarcará en Jaffa y no podrá sacudirse el terror hasta llegar a Jericó, donde gobierna un poderoso oasis. La marinería se desparramará por los burdeles del primer puerto y allí todos contarán la fastuosa visión que han tenido y el miedo se hará líquido en las piernas de los oyentes y su imaginación acrecentará el volumen de los titanes y la falta de esperanza hará invencible su poder. Los navegantes abrazados a las rameras entonarán cánticos para reclamar el perdón y de boca en boca se extenderá el rumor de un peligro definitivo e inminente y éste hará que se desborde la sensualidad y la fantasía. La escuadra ya se ha esfumado por barlovento. No existe, querido Caín. Sólo habita en tu cerebro. ¿Esto no te recuerda nada?
– Me recuerda las apariciones que el ínclito Jehová realizaba en el desierto -respondí, y Varuk sonrió con cierta malicia. Sobre la arena o sobre el agua, ambas infinitas, el juego del poder es el mismo. Forma una apariencia. Su fuerza nunca sería real sin nuestra debilidad.
Enrolado en el séquito como flautista del rey Shívoe navegué a bordo de un bajel por el fondo de saco del Mediterráneo, donde había augurios de guerra, y después de varios días de crucero los torreones cuadrangulares de la ciudad de Jaffa, cuyos sillares tenían el color de la corteza de pan, comenzaron a romper la monotonía de la costa y ante mis ojos fascinados brillaron aquellas almenas que vertían destellos de oro en el azul del mar. Hubo que sortear algunos bajos hasta llegar a puerto, y al alcanzar la bocana descubrí sobre el dique una formación de heraldos con trompetas que estaban allí alineados para recibirnos, y también había otros pajes que enarbolaban pendones y gallardetes. En el malecón nos esperaban reatas de camellos y pollinos junto a los gerifaltes del lugar, adornados con recamadas vestiduras. La nave sin viento fue entrando a compás de los remos bajo el son del látigo que restallaba en la bodega, y mientras la tripulación ultimaba la faena de atraque sonaron los timbales e instrumentos de plata puestos en batería. Reinaba el silencio de mediodía. Aquella gente era aliada del rey Shívoe o tal vez le debía vasallaje o le rendía tributo, el caso es que nuestro gordito y feliz soberano, después de haber tomado las aguas famosas del balneario de Biblos, sin dejar de hacer algunos negocios, desembarcaba ahora en Jaffa y llevaba como primer mancebo de su corte a mi hermano Abel, de cuya hermosura se había prendado. Lo había arrebatado a mi corazón, dejándolo lacerado de melancolía.
Cuando el barco estuvo amarrado de popa con barbas de gato, echaron la escala y el rey Shívoe bajó a tierra para cumplimentar y ser cumplimentado por los representantes de la ciudad. Aproveché ese momento del protocolo que se efectuaba en la explanada del puerto, al pie de la muralla, y entré en el camarote regio donde Abel permanecía desvanecido, por el encanto de sí mismo entre almohadones. Elevó una mirada azul y, al verme, jugó brevemente con el amuleto que colgaba en su pecho y sonrió con dulzura. Me acerqué a él y quise acariciarlo temblando, y él apartó mi mano sin demasiada energía. Le renové las protestas de amor, le dije que los celos me roían, le supliqué con lágrimas en los ojos que no me dejara y, ya que había conseguido los favores de un rey veleidoso y lleno de poder, que respondiera si aún me amaba en secreto. Abel nada respondió a esto, pero, a su vez, lleno de mimo, me preguntó de pronto:
– ¿Dónde guardas las joyas?
– Las llevo siempre conmigo aquí, en una pequeña bolsa de cuero. Forman parte de mi sexo. ¿Acaso deseas realizar aquel sueño otra vez?
– Sólo quiero saber si alguna de esas piedras preciosas me pertenece.
– Tanto como mi cuerpo -exclamé.
– Ha sido ésa la única herencia que sacaron del paraíso nuestros padres. Ese tesoro es su memoria que nos reduce al pasado. Me gustaría verlo de nuevo.
– Verlo o descubrirlo.
– Así es.
– El rey tardará en llegar. ¿Oyes las trompetas? Junto a la puerta principal de la ciudad, al pie de la muralla, el rey va a celebrar una larga ceremonia de bienvenida a la que seguirá un banquete. Tenemos un tiempo para el amor. ¿Quieres volver a iniciar aquel camino?
– Sí -dijo Abel.
Sonaban las trompetas en la explanada y los vítores se introducían por la escotilla hasta el camarote real, y yo tenía una bolsa de cuero atada con un cordón de seda en la ingle derecha, bajo la tela de lino.
– Échate.
– ¿Qué va a hacer mi querido hermanito?
– Voy a explorar una mina abandonada. ¿Te acuerdas de aquella tarde en el nido de ametralladoras?
En el bajel sólo quedaba un retén de marineros que limpiaban la cubierta, la mona que gritaba colgada del rabo en lo alto del trinquete y nadie más. Todos los esclavos habían sido desembarcados. En el silencio del bajel atracado, mi hermano me amaba como en el desierto, con mano suave iba en busca de un tesoro a lo largo de mi cuerpo y cuando su deseo rindió viaje entonces Abel ejecutó el acto de mayor lascivia. Con suspiros acarició la bolsa de las joyas, las estrujó entre sus dedos y derramó esmeraldas, rubíes y zafiros alrededor de nuestra carne. En ese momento se abrió la puerta del aposento real. Perfilada en el vano apareció la figura de Varuk. El arcángel quedó pasmado al descubrir que había un tesoro en el suelo, múltiples joyas que aún saltaban como si estuvieran vivas. Se acercó al tálamo de almohadones donde Abel y yo habíamos interrumpido unas nupcias y muy inquieto nos ayudó a recoger nuestro secreto botín.
– ¿De quién son?
– Mías -exclamó Abel.
– ¿Es cierto eso?
– Sí -dije yo-. Son suyas.
– ¿También estos dientes de oro?
– Pertenecían a Adán.
Aquellos dientes de oro eran idénticos a los que el gorila lucía en la boca. Cuando las joyas y metales estuvieron reunidos en la bolsa, Varuk dudó un instante y luego se la entregó a Abel, el cual la recibió mientras me miraba con una malicia envenenada que me perturbó. Cómo jugaba conmigo aquella criatura de tan dulce belleza. Qué fuego engendraba en mis entrañas. Sin darme cuenta acababa de regalar la herencia de mis padres, siendo yo el primogénito, a cambio de las caricias de un segundón. Pero Varuk había llegado para decirnos que el rey Shívoe reclamaba a Abel en el banquete. Y a mí también. Al oír esto, mi hermano me miró de nuevo, ahora con labios sonrientes, y eso volvió a llenar mi corazón de alborozo. Realmente, yo estaba en sus manos. Varuk lo sabía.
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