Manuel Vicent - Balada De Caín

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Desde el desierto del Génesis hasta el asfalto de Nueva York, la figura de Caín navega en el corazón de todos los mortales. Manuel Vicent nos recuerda cómo el perfil del fratricida se funde con nuestra memoria, transgrede el tiempo y vive errante por la tierra reencarnándose en sucesivas figuraciones.

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– En Nueva York, el amor se consume en la punta de todos los cigarrillos.

– Has dicho Nueva York.

– Sí.

– Es el sonido más hermoso que he oído en mucho tiempo. ¿Qué se puede hacer allí?

– Vestirse de pavo real, introducir el alma en un helado de fresa, asesinar a un semejante por disciplina o placer, crear música, morder las pantorrillas a una princesa, ponerse unas zapatillas y correr por el culo de saco de la historia, tomar vitaminas, contemplar el desfile de mutantes por la Quinta Avenida, inventar cada día un nuevo deseo de vivir, olvidarse del cielo, investigar en cualquier clase de soledad.

– Podría ser fascinante. ¿Debo pagar algo para viajar hasta ese reino?

– Sólo hay que rellenar un breve formulario con tus aspiraciones. Cuanto más inasequibles sean éstas con mayor rapidez te darán el visado.

– Me llamo Caín.

– No bromees, muchacho -exclamó el soldado-. ¿Eres Caín, el auténtico?

– Así es. ¿Te parece extraordinario?

– Siempre es agradable tropezarse con un famoso. Si es verdad que eres Caín, entonces, amigo, Nueva York es tu sitio. En esa ciudad se venera muchos a los héroes.

– Soy flautista. ¿Qué clase de música suena allí?

La música que sonaba en Nueva York era la mía y salía de mi alma en el Club de Jazz, y mientras tocaba el saxofón me imaginaba caminando por las calles bajo la cascada de los neones, en medio de una corriente de hormigas inmortales. Los taxistas sacaban el brazo por la ventanilla y señalaban mi figura a sus clientes, la gente volvía la cara al cruzarse conmigo en la acera, los tipos más humildes me abrazaban y me llamaban hermano. Recuerdo el día en que llegué a este lugar. En el avión, la azafata me había dado a masticar un chicle poco antes de tomar tierra en el aeropuerto Kennedy y dentro del rugido de los motores yo percibía el lejano aullido de aquel chacal que en las tinieblas de la noche, durante la infancia, con su garganta me auguró el futuro: alas te voy a dar, Caín, y con ellas el mar infinito y otros continentes podrás sobrevolar sin fatiga. Al son de la flauta llevarás mi mensaje por todo el mundo. Muchachas de trenza dorada te cubrirán de rosas en los banquetes y, aunque mueras, serás inmortal. El avión aterrizó y yo invadí el asfalto con una bolsa de cuero al hombro una tarde que llovía. Los colores licuados de las vallas me chorreaban por la frente y llevado a ciegas fui a caer en un hotel aciago en la esquina de la 42 con la Octava Avenida, junto a la estación de autobuses. El primer otoño neoyorkino viví gracias a la dentadura de oro que arranqué de la boca de mi padre difunto en el desierto. La malvendí a un negro jamaicano por 500 dólares y éste la corrió por algunas tiendas de orfebres judíos hasta que encontró a un joyero libanés que supo apreciar el trabajo e incluso descubrió que la montura era misteriosa y pagó por las siete piezas dos mil pavos. A partir de ahí le perdí la pista a la prótesis de Adán, pero el negro Louis me obsequió con un reloj y desde entonces se convirtió en mi muy amado amigo. Hoy, la dentadura se conserva en una urna del museo antropológico o se ha esfumado en infinitas transacciones y el negro Louis está sepultado en el cementerio de Harlem a causa de una reyerta por vender falso alpiste para los canarios. De él heredé un saxofón de quinta mano, un magnífico instrumento donde sopló gente muy distinguida que en su mayoría cayó derribada por la vida antes de triunfar en algo que no fuera el alcohol, aunque hubo un propietario de aquel saxo que llegó a tocar con Benny Goodman. ¿Por qué acuden ahora estos despojos a mi memoria? Recién llegado al paraíso de Nueva York, yo no tenía más que alargar el brazo en aquella esquina caliente y cualquier húmedo placer se hallaba a mi disposición. Al final del brazo siempre había una cosecha de vulvas, falos, hierbas, sueños, navajas, y yo me movía con elegancia en medio de un maravilloso e inagotable estercolero. Las primeras alabanzas que recibí de aquella muchacha fueron debidas a mi forma de caminar. Yo andaba como una pantera ya que bajo mis pies se ondulaban tres mil años de arena dorada. No resulta extraño que con esta clase de movimientos felinos me abriera camino fácilmente en el nuevo edén. Una empresa de limpiezas me contrató en seguida para fregar retretes y urinarios públicos. Toda la filosofía que sé la aprendí leyendo los pensamientos grabados con excrementos en las tapas de los lavabos y en las paredes de las letrinas. Entre el caudal de tanta sabiduría aún conservo en la mente un aforismo sagrado que estaba escrito a la altura de los ojos en el water de la Corte de Justicia.

Tu propio yo es tu Caín que asesina a Abel.

Si no has visto al diablo, mira a tu propio yo.

Sólo el yo arde en el infierno.

La contrata de mi empresa incluía la labor de desinfectar los lavabos de todas las sedes de los tribunales de Manhattan. Después de cada sentencia, los jueces solían evacuar el vientre. Fiscales y abogados hacían sus tratos echando naipes en las cabezas de los reos y luego bajaban a los retretes donde, por encima de las tazas, dialogaban amigablemente e incluso llegaban a ciertas conclusiones. Una vez al mes, yo era el encargado de desatrancar aquellos sumideros de la justicia al mando de un comando negro. Una mañana de mi primer otoño en Nueva York iba yo por el gran pasillo del Juzgado Central armado con una escobilla eléctrica y un tambor de detergente en dirección al sótano y por allí cruzaban agentes, auxiliares, tipos aperreados por la vida, magistrados, delincuentes esposados, procuradores, ajusticiados inocentes, delatores y bedeles que arreaban carretillas de legajos, y también pasaban policías cuya cadera se veía cuajada de hierros. Yo caminaba y silbaba con la visera levantada, y de una estancia repleta de sumarios salió aquella muchacha con un vaso de papel lleno de café. Casi tropezó conmigo y sin mirarme a la cara me pidió fuego de forma mecánica. Dejé la impedimenta en el suelo y mientras buscaba el mechero hasta el último bolsillo ella dijo:

– Perdona la molestia.

– No tiene importancia. Es un placer -contesté-. No soy más que un inspector de retretes, pero tengo la mejor llama para ti.

– Gracias.

– No hay de qué. Sólo es un cigarrillo.

– Perdón. ¿Te parece poco?

– Realmente, un cigarrillo no es nada.

– Gracias.

La muchacha me vio partir a lo largo del corredor y probablemente la seduje de espaldas por mi forma de andar apanterada. De hecho, esa mañana fregué los retretes y urinarios del Juzgado Central, donde no había más hedor que el de costumbre, y realicé esta labor a conciencia, canturreando las primeras baladas neoyorquinas que había aprendido. Ante la puerta cerrada de los lavabos se agolpaban muchos hombres de leyes. Querían drenar el cuerpo y desde el interior yo les gritaba: calma, chicos, un poco de calma, vayan a impartir justicia mientras echo amoniaco a este estercolero, todavía pueden ustedes condenar a alguien durante cinco minutos. Cuando hube terminado el trabajo, abrí la cerradura y todo el mundo del Derecho entró en tromba a ocupar las tazas, y yo volví mis pasos por el mismo camino con la escobilla eléctrica y el tambor de detergente vacío, y al llegar a aquel punto del corredor la muchacha salió de nuevo de la estancia llena de legajos y me abordó con gran desparpajo.

– Hola, muñeco -me dijo-. ¿Te importaría darme fuego otra vez?

– Por favor -exclamé riendo.

– Gracias.

– Nada, hermosa.

– Perdona que insista. Gracias.

– Sólo es un cigarrillo.

– ¿Nunca te han dicho que caminas como una pantera de Somalia?

Esta secretaría de juzgado que olía a una mezcla de arroz con leche y papel timbrado fue mi primera novia en Nueva York. Estuve viviendo con ella unos meses en una buhardilla o carbonera de Tribeca, junto al barrio chino, y allí el corazón se me hizo a gozar de una mujer rubia y mi estómago se acostumbró a comer queso con apio y helados de sabores sintéticos. ¿Cómo se llamaba? En este instante no me acuerdo de su nombre, pero no he olvidado su carne de nácar, la peca en el glúteo izquierdo y aquellas manos tal vez demasiado blandas que de día cebaban un ordenador y de noche me acariciaban sin detenerse nunca. Se llamaba Dorothy. Eso es. Ahora acaba de llegar la paloma a mi memoria. Sin duda se llama Dorothy todavía, aunque hace tres años que ha desaparecido de mi vida. Cada mañana ella dejaba preparados dos platos de avena, uno para mí y otro para el gato. De pronto, al amanecer, parecía que en la carbonera sonaba un disparo y ella saltaba de la cama, enchufaba la televisión y comenzaba a hacer gimnasia siguiendo los movimientos que un galán le marcaba desde la pantalla. Luego aullaba bajo la ducha, abría puertas, golpeaba armarios, calentaba cacharros en la cocina, tragaba varias píldoras, se vestía compulsivamente, bebía un café, preparaba la avena para el gato y para mí, salía de casa y en el rellano se pasaba el último viaje de cepillo por la cabellera, acababa de pintarse la boca en el montacargas, se ajustaba las medias antes de transgredir el portal, taconeaba la acera con fiereza hasta la parada del autobús y éste la llevaba al pie de un enorme edificio gris, estilo hormigón felices años veinte, en la Cuarta Avenida, y allí ponía las dulces posaderas, que eran mías, ante una gran maquinaria electrónica. Su misión en este mundo consistía en alimentar desde aquella estancia de los sumarios un ordenador macho, que tragaba y luego escupía los antecedentes penales de cualquier ciudadano de Nueva York con sólo apretar un botón. Mientras ella hilaba este maldito embrollo con infinitos cables, yo me pasaba todo el día en su cama, tomaba la avena en compañía del gato, me rascaba los riñones bajo el pijama, bostezando, dormitaba otro rato, comía queso con apio, veía concursos por televisión y a las cinco de la tarde ella regresaba y yo la esperaba dentro de las sábanas. Dorothy se había enamorado por mi forma de andar, pero yo no recuerdo estar junto a ella sino tumbado siempre y machacándola con el hacha de la pelvis. Una noche, en medio de la brega, se lo dije:

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