Manuel Vicent - Balada De Caín
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– ¿A Luzbel, Belcebú y Satanás?
– A aquellos colegas tuyos que se rebelaron.
– Los conocía muy bien. Éramos de la misma promoción. Habíamos hecho maniobras de vuelo juntos muchas veces hasta aquel día.
– ¿Qué sucedió? Mi madre me contaba una historia acerca de este asunto.
– Les perdió la hermosura. Eran guapos. Demasiado guapos. Amigo mío, tienes que saber que la belleza es un veneno. Mata a quien la posee y paraliza a quien la contempla.
– Entonces yo debo de estar envenenado.
– Aquellos ángeles fueron cegados por el propio resplandor. En cambio, yo fui condenado por no reír algunos chistes. Pero dejemos esto. Sé lo que esperas de mí. Ésta es la respuesta: Abel morirá a causa de su hermosura y tú sólo vivirás si logras olvidarlo. No pienses en la belleza. Todo cuanto puedas decir de ella es falso.
Estas cosas murmuraba el gorila con garganta que olía a aguardiente y mientras tanto me mostraba los costurones de las alas cercenadas y la capadura de los genitales. Olvidar la belleza para sobrevivir era la consigna, ya que el amor por ella sólo es el amor por uno mismo y este sentimiento, que no tiene fin, mata siempre sin remedio. Satanás, Luzbel y Belcebú eran unos pobres narcisos. Adán y Eva se reflejaron en una piel de manzana hasta la destrucción. El cuerpo de Abel se había convertido en mi espejo. Es la propia imagen vertida sobre un ser amado la que te aniquila. Hablando de estas cosas nos sorprendió el alba, y un vientecillo cálido, que arrastraba los últimos perfumes de los magnolios, hacía tintinear las jarcias de los barcos amarrados, y la débil claridad de la amanecida iluminó una extensión de cincuenta pollinos y doce camellos alineados en la explanada del puerto. El ajetreo del viaje comenzó apenas el sol hubo derramado una lámina escarlata sobre la mar. Los criados ensillaron el camello principal y lo adornaron con gualdrapas bordadas con el escudo del rey. A su lado, Abel cabalgó otro animal semejante en elasticidad aunque sin ornamentos especiales exceptuando su gracia natural. Palaciegos, dragomanes, favoritas envueltas en sedas dentro de las parihuelas, escoltas e intendentes formaban el cuerpo del séquito. Muchos servidores del monarca, entre los que yo me encontraba, ocuparon los pollinos y la reata de esclavos con enseres en la cabeza cerraba la marcha a pie. Después de haber sido despedido con honores y música junto a las murallas de Jaffa por los gerifaltes de la ciudad, la caravana se puso en movimiento y en seguida tomó el camino que marcaba una hilera de cipreses, y por la ruta del este, la comitiva, que levantaba una espesa polvareda, ganó las primeras estribaciones de un valle alto y generoso en sombras. El mar quedó pronto perdido a nuestra espalda y las gaviotas fueron sustituidas por los cuervos y auras tiñosas. El sol se impuso con dureza creciente a medida que cogía la vertical de los cráneos, pero la tierra era suave, con ondulaciones que iban tomando altitud hacia un cordón de montañas minerales que cerraba el horizonte. Aquélla era la región de Judea, un desierto lleno de fanáticos, víboras, piedras estalladas por la luz y alacranes, donde reinaba un solo dios verdadero. Sobre nosotros estaba el cielo, duro como un diamante, y tal vez era ya mediodía cuando sucedió la visión. Desde oriente llegó una escuadrilla de aviones de bombardeo que cruzaron la barrera del sonido muy cerca de la caravana, lo cual produjo un zambombazo estremecedor fuera de toda ley que espantó al ejército de pollinos y camellos y sembró el pánico entre las personas. Noté un estertor extraño en la mona cuando vino a refugiarse en mis brazos. Los aviones supersónicos volvieron a hacer varias pasadas a ras de la comitiva y luego desaparecieron por el oeste. La mona ya no logró reponerse de esta provocación y yo creo que enfermó de tristeza. Venía con el corazón herido. De hecho, ya no abrió nunca la boca ni mostró las encías cuando yo le hablaba del paraíso perdido, de Jehová, de Adán y Eva, sus amos primitivos, o de cualquier lance del pasado que pudiera despertarle la nostalgia. Reagrupada la caravana bajo la presidencia del gordito Shívoe, hicimos camino y durante la ruta aparecieron parapetos de alambradas, nidos de ametralladoras, esqueletos de hombre con harapos verdes pegados a las carnes podridas, cantimploras, fusiles y macutos que contenían biblias y cepillos de dientes. Pero el rey Shívoe, acostumbrado a esta clase de hallazgos, hacía caso omiso y ni siquiera volvía el rostro. Avanzaba impasible y sólo detenía la marcha en los puntos que los intendentes traían señalados en un mapa de papiro. Una reunión de higueras con manantial fue el primer alto de la jornada y allí acampó la expedición al atardecer para pasar la noche. Una vez instalado al amor del pollino, hice llamar a un sanador del rey valiéndome del favor de Varuk. Éste se acercó y yo le mostré a la mona, que daba señales de sufrimiento. El sanador le palpó el vientre, le escrutó el interior de los párpados y viendo que doblaba el cuello de una determinada forma exclamó:
– Morirá de melancolía.
– ¡Maldita sea! ¿Por qué? -grité yo-. Ayer saltaba entre los palos del bajel. Estaba radiante. Su rabo era una fiesta, se colgaba con él desde la cofa y se balanceaba sobre el Mediterráneo.
– Estos animales son así. De pronto ven el futuro, no les gusta, y se niegan a vivir.
– ¿Qué debo hacer para que sea feliz?
– Nada. Morirá antes de llegar a Jerusalén.
– ¿Jerusalén?
– ¿Acaso no has oído hablar nunca de ese lugar?
– No.
– Es una ciudad sagrada. La verás de lejos al pasar.
A partir de ese momento, la mona, que había crecido conmigo desde la infancia, estaba sentenciada a muerte en un plazo de tres días y yo me dediqué a rodearla de mimos. Esa noche durmió a mi lado bajo las mismas pieles de cabra y yo la acaricié hasta el amanecer y ella permanecía quieta y las hogueras que alumbraban el campamento le encendían las córneas y la dentadura y esto me hacía recordar las historias que nos contaba mi madre en los oasis del desierto cuando la mona formaba parte de mi alma. Ahora ella se plegaba contra mi vientre y levantaba hacia mí los ojos con expresión de lástima. Cada vez, sus movimientos eran menores y la concentración íntima de su semblante daba a entender que ya se había despedido del mundo. Durante dos jornadas de camino tuve que llevarla en brazos sin otro cuidado que el amor y las lágrimas puesto que ella se había negado a comer. Fueron aquellos días de ruta por las estribaciones de los montes de Judea extremadamente duros. Este desierto lo formaba un infinito pedregal y allí el sol parecía brotar desde abajo y todas las colas de los alacranes estaban erectas, rebosantes de veneno que la fulgurante luz traspasaba. Doce camellos enjaezados de modo regio, cincuenta pollinos en fila y un tropel de esclavos ascendían por collados de desolación donde no se avistaba un pájaro, una nube o una hierba. Los estertores que daba la mona en mi pecho crecían en número e intensidad. Yo le hablaba en silencio con el corazón compungido. No te mueras, bonita, no te mueras. ¿Recuerdas cuando de niño jugábamos a la sombra de los sicómoros y tú subías gritando a las palmeras y al atardecer la tierra olía a humo y el sol era dulce como nuestra carne y tú me enseñabas a no pensar en nada? No te mueras, bonita. Un día volveremos a aquella región y seremos felices de nuevo. Jehová bajará de los cielos vestido de bailarín de claque o adornado con arreos de domador y tú treparás hasta su hombro y juntos echaremos pulsos y después celebraremos un festín vegetal en el oasis. Vi que se moría y entonces quise acompañar sus últimos instantes en este mundo con una melodía que no fuera demasiado triste y que nos recordara a ambos un pasado de gloria. Iba cabalgando en el pollino y llevaba a la mona apoyada en mi regazo. Saqué la flauta del zurrón y mientras ella estaba expirando y me miraba de la forma más lastimera comencé a tocar la flauta con un son antiguo que me llevaba a la adolescencia, a aquel mar de dunas en el que ambos nos habíamos criado. Hacía sonar una música muy dulce y hubo un momento en que la mona puso en mí los ojos totalmente desvalidos y, de repente, dejó de temblar. Quedó yerta con las pupilas paralizadas. Recuerdo que la caravana atravesaba a esa hora el valle de Hebrón y al coronar el monte más alto se fue mi compañera y entonces la ciudad de Jerusalén apareció de repente sobre una colina y sus murallas bordeaban una hoya ofuscada que llaman de Josafat. No traté de avisar a nadie, ni siquiera a mi hermano. Cubrí a la mona con un tejido bordado y muerta avanzó conmigo hasta el torrente Cedrón. La hoya de Josafat estaba aún sin estrenar. No había una sola tumba, pero al pasar la comitiva por allí me apeé con la mayor discreción y dejé que la caravana siguiera. En una ladera orientada hacia la puerta dorada de Jerusalén excavé una pequeña sepultura y con todo el amor y en una ceremonia solitaria deposité el cuerpo de la mona, que tal vez era la parte inocente de mi alma, en esa cavidad descarnada, repleta de luz. Puse el hocico de mi compañera de fatigas en dirección a la salida del sol y luego eché tierra caliente sobre su memoria. Ella quedó para siempre sepultada en el valle de Josafat, fue la primera en ocupar ese lugar de privilegio donde los mortales hoy esperan la resurrección de la carne. Creo que la mona también resucitará un día bajo el sonido de las trompetas de plata y si allí se celebra el juicio final ella no sólo quedará absuelta sino que volverá a encaramarse en el hombro del supremo juez Jehová y desde esa atalaya, al verme entre la multitud, vendrá a mi encuentro saltando por las cabezas de los reos con gritos de alegría.
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