Manuel Vicent - Balada De Caín
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Después de haber enterrado a la mona me incorporé al séquito del rey Shívoe y Jerusalén quedó atrás. Aquella ciudad parecía dormida en un humo de oro e incluso no daba señales de estar habitada, aunque sobre la arista sur de la muralla se elevaba un poderoso templo o palacio que según todas las noticias había sido o iba a ser morada de una nueva divinidad servida por un personaje de leyenda al que ya llamaban Salomón. El desierto de Judea continuaba, pero ahora sus colinas pardas comenzaban a caer hacia una profunda depresión del paisaje y el aire tenía una densidad casi sólida que aprisionaba las sienes. Faltaba sólo una jornada de pezuña para rendir viaje y la línea del horizonte se veía cada vez más baja, cortada a pico por un muro negro de montañas allá al fondo, íbamos descendiendo por lo que sin duda había sido antiguamente un mar, ahora agotado por la sequía, y una mano abrasadora nos había precedido, llevándose cualquier huella fértil. No obstante, en una loma de plomo en medio del solanar, una familia de beduinos que incluía hijos y cabras estaba sentada a la sombra de su tienda montada con pellejos. Al paso de la comitiva, aquellos seres cubiertos con sayas y turbantes negros se levantaron y doblaron la espalda ante el rey Shívoe, del cual eran tributarios o súbditos. Más adelante, algunas chatarras de carros de combate punteaban las colinas y alrededor de aquellos esqueletos de hierro revoloteaban los grajos. Eran residuos de una guerra reciente. Por una calzada vecina a nuestra senda pasaban a veces carruajes y camiones con soldados que lucían uniformes verdes con floreados cascos y fusiles cruzados en el pecho. No guardo de este camino otra sensación que no sea la soledad, el dolor por la muerte de una parte de mi alma y la mordedura venenosa de los celos. Abel cabalgaba parejo al rey y era honrado por servidores que atendían sus mínimos caprichos. Pero, en medio de tanta desolación, de pronto se presentó una visión de gloria que me forzó a olvidar la fatiga. Cuando mi pollino hubo doblado la colina inferior de la tierra apareció enfrente el oasis más extenso y feraz que jamás hubiera podido soñar. Era Jericó. Unos picos de roca segados lo protegían por un flanco y delante de las murallas las palmeras se extendían hasta perderse de vista y en medio de ellas se multiplicaba toda clase de fuentes, frutales, acequias, huertos amenos, árboles de sombra y perfumes que cada una de las flores expandía. En la raya del vergel, de modo abrupto, comenzaba el desierto y en él brillaba una charca densa e inmóvil de color estaño. La rodeaban playas de sal y los nativos del lugar llamaban a esa ciénaga putrefacta Mar Muerto o Agua Interior. Por fin me encontraba ante ese pozo oscuro de mis sueños que tantos augurios acerca de mi vida había creado.
El palacio de Shívoe estaba dentro de un recinto doblemente amurallado y se componía de sillares y maderas de cedro procedentes de Biblos. Desde sus almenas se dominaba gran parte del valle del Jordán: el país de los amoabitas al este, las resecas laderas de Qumrán por el sur y las rutas hacia Siquem y Megiddo al norte, siguiendo el cauce del río. Aquel inmenso jardín pertenecía a Shívoe, que no lo sometió por las armas sino gracias a su habilidad de diplomático y a un juego de alianzas. Colmenas, factorías de queso, telares, curtidores, batidores de cobre, fraguas y pasos de ganado, además del producto de la agricultura, florecían en aquel oasis situado en un punto estratégico de paso entre la civilización de Egipto y las ciudades de Mesopotamia. Allí reinaban los puñales que yo había acreditado con mi marca y eso siempre era un consuelo. Ya que no podía penetrar en el corazón de Abel al menos otros asesinos introducían mi nombre en las entrañas de los enemigos. En Jericó, mi hermano Abel vivía en las habitaciones íntimas de palacio, mientras yo habitaba con el cuerpo de guardia en un pabellón adosado a la muralla que controlaba la puerta. Ya en la primera noche que dormí en ese lugar, sobre un jergón de paja, tuve pesadillas de amor y a la vez trabé combates entre fieras e imaginé ciudades sumergidas. Sobre las aguas del Mar Muerto, implicándose en las emanaciones de asfalto, volaban murciélagos blancos del tamaño de un conejo y también otros animales todavía sin nombre, alados reptiles con cabeza de mujer y garras de león, basiliscos de mirada letal, dragones de alas puntiagudas que proyectaban una sombra en tierra, lentas e inmensas fieras de rabo articulado y el cuello tan largo que se perdía en el aire, gigantescas cabras con colas de pez, tortugas con picos de alcotán, cachalotes peludos y otros monstruos. Estos animales se elevaban relinchando en el espacio y se enzarzaban en un duelo mortal y yo, desde una ladera, contemplaba sus encarnizados combates. Con toda la majestad en las alas, unas serpientes de extraordinaria grandeza ascendían hasta quedar suspendidas en la copa del valle y de pronto comenzaban a atacarse mutuamente por parejas y emitían gritos compaginados con las heridas que se inferían y veía cómo se daban zarpazos y dentelladas mortales en el cielo bruñido del Génesis. Una bandada de buitres acuáticos esperaba abajo y cuando un combatiente caía derribado quedaba a disposición de estos degustadores y entonces se producía un gran banquete de vísceras. En sueños también adivinaba en el fondo del Mar Muerto dos ciudades sumergidas, y aunque sus habitantes estaban ahogados, vivían intensas pasiones. La inundación les había sorprendido en el éxtasis de una orgía multitudinaria, en el punto culminante del amor. Centenares de fiestas se celebraban bajo las aguas y en los atrios de los templos submarinos había adolescentes que practicaban la sodomía y algunos viejos pederastas impartían magisterio a los neófitos y también había mujeres que unían sus cabelleras y la floresta de los pubis al pie de ciertas diosas levantadas en pedestales de oro. Pero era un mundo paralizado. Sólo se agitaba el sonido de una música frenética. De todas las partes de aquel mundo subacuático salían melodías de jazz. Mi sueño sucedía en la vertical del Mar Muerto: arriba se entablaba una carnicería en el espacio, abajo se extasiaba una cultura de carne suave en las profundidades de la ciénaga. Le pregunté a Varuk el significado de esta alucinación: batallas en el aire con fieras de increíble crueldad y dulzura de placeres en el fondo del agua, que a la vez emanaba pútridos vapores de asfalto. El gorila Varuk me miró con la mansedumbre de un arcángel capado después de haber meditado semejante enigma.
– No se oye hablar sino de guerras. Todos los viajeros y navegantes coinciden en que estamos al final de una era. Se ha terminado el tiempo del amor. Tal vez tu sueño quiera decir eso.
– Yo amo. Soy Caín. Amo intensamente la vida.
– ¿Y qué?
– Mira este jardín de Jericó. Es superior en belleza al paraíso perdido. Una vez estuve allí. El edén sólo es una memoria de arena. En cambio, este vergel fluye en el interior de los sentidos. ¿Quién sería capaz de destruirlo?
– Algún día esta belleza se cubrirá de ceniza. Y después del llanto será olvidada.
Durante mucho tiempo fui feliz en Jericó. Mi hermano Abel no me amaba pero me protegía y mi corazón tenía un motivo para latir sólo por la esperanza de recobrar un día su amor. Mientras tanto, yo me aplicaba en el ejercicio de la flauta, en el grabado de puñales y en combinar pócimas de veneno de cobra con polvos de ámbar gris. Era una práctica que me enseñó un saludador, maestro en bebedizos amorosos y en combinados de resinas que doblegaban la voluntad de los amantes esquivos. Tomaba flores de melisa, que es bálsamo común, y las hervía con miel y jugo de terebinto; lo disolvía en agua de rosas y añadía siete gotas de veneno de áspid y con ello hacía un cocimiento con tres pizcas de un polvo de ámbar. Le di a probar a mi hermano Abel este brebaje sin resultado alguno, pero nunca perdí la ilusión de que todo volviera a ser como antes y que un día la pócima hiciera germinar en sus entrañas una renovada pasión. Por lo demás, el tiempo que pasé en Jericó es ya una sensación esfumada, que si bien duró varios años, se ha convertido en un punto de la memoria o del deseo. En ocasiones fui llamado al interior de palacio y vi que en él todo se constituía de maderas perfumadas y había reproducciones en oro de los animales del país, ya fueran aves, peces o cuadrúpedos. Abel reinaba en el gineceo servido por eunucos y en las fiestas señaladas él bailaba y yo tocaba la flauta, aunque muy pronto mi vida derivó hacia el cultivo de los idiomas gracias al trasiego de caravanas que cruzaba aquel oasis en todas direcciones. Florecía el esplendor del comercio y la libertad era el bien más preciado. Yo mismo me convertí en guía de traficantes durante una época y me hice dragomán. A causa de este trabajo conocí nuevas tierras, siempre al servicio del rey Shívoe, y realicé viajes fructíferos para el espíritu, puesto que trabé conocimiento de otras costumbres y entré en contacto con riquezas que se multiplicaban en apartados confines. Cuánta variedad de dioses, vulvas, falos, cuchillos y joyas no había en las tierras que visité cabalgando un dromedario. Llegué hasta Ofir, puerto situado en el golfo; recorrí innumerables veces la ruta del Jordán, jalonada de ciudades levíticas; coroné los montes del Líbano para alcanzar por detrás de nuevo Biblos y Jaffa. Desde allí navegué por las islas del Egeo y en Delfos quemé incienso a los pies de Apolo. En Creta presencié las acrobacias de los atletas que saltaban con una pértiga por encima de la embestida de un toro salvaje, me extasié ante los delicados frescos con delfines azules del palacio de Cnosos. Había en Creta noventa ciudades y ninguna tenía murallas, tal era la dicha y fortaleza de esta civilización cuya paz duró mil años. En ella no había héroes, pero en esa isla nació Zeus en una gruta y por primera vez se uncieron bueyes con arado y sus habitantes se alimentaban de sensaciones solares y vivían la plenitud de los instantes y se adornaban la cabellera con guirnaldas para hacer el amor junto a las ánforas de mosto. En las gradas de Cnosos bailaban vírgenes en celo y contra las columnas de color vino eran fecundadas por el minotauro. También asistí a los ritos de iniciación en Eleusis, valle de mieses y olivos de Ática, donde se veneraba a Deméter, y en Delfos ya estaban levantando el templo para que el oráculo guiara el destino de los mortales. Luego tuve que embarcarme rumbo a Egipto y en una mastaba del desierto, bajo la luz de mediodía, me miré en los ojos de un búho y de esta forma experimenté una noción de inmortalidad. En Menfis había compraventa de momias, escarabajos de alabastro y cobras amaestradas para guardar sepulturas. Los dioses hacían el amor con los animales y éstos a su vez se apareaban con hembras humanas. El culto del sol no era más que la evidencia de las cosas y las tinieblas estaban formadas por una acumulación de almas. Muchas enseñanzas saqué de estas correrías como guía de expediciones y representante de puñales. Al final de cada periplo regresaba a Jericó y encontraba en el oasis un esplendor creciente. Los festines se repetían y en ellos las muchachas se daban en público a los mancebos y la felicidad se había hecho causa común. Pero un día sucedió algo extraordinario. De vuelta de un viaje hallé un gran tumulto en la plaza principal y sobre las cabezas de la multitud vi una jaula elevada con cuerdas que contenía un prisionero de magnífica presencia. Una caravana acababa de llegar a la ciudad después de haber recorrido la Media Luna Fértil y había sido conducida por un príncipe negro al que reconocí en seguida. Tenía fama de gran cazador de tesoros y esclavos, y ahora los mercaderes, mendigos y buhoneros de Jericó lo rodeaban. Era Elfi. Cuando me acerqué también él me reconoció al instante. Estaba algo envejecido pero todavía conservaba la apostura de aquellos tiempos de mi adolescencia, cuando habiéndome rescatado de la arena me condujo a Biblos. En medio del gentío de la plaza, a la sombra de un camello, nos miramos largamente y fue él quien primero sonrió. Me puso la mano en el hombro y me preguntó por mis cosas y yo le interrogué de cuanto había visto en estos años de ausencia. El príncipe negro también traía noticias de cataclismos inminentes. No se hablaba de nada más en el espacio de la Media Luna Fértil. Un viento de exterminio se acercaba, aunque él había notado que en todas las ciudades, a pesar de tales presagios, el desenfreno y el amor a los placeres eran indecibles. Luego, el príncipe Elfi, cuya fama de cazador pasaba las fronteras, señaló el prisionero elevado en una jaula sobre el bullicio del público y echó un amago de carcajada.
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