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Manuel Vicent: Balada De Caín

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Manuel Vicent Balada De Caín

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Desde el desierto del Génesis hasta el asfalto de Nueva York, la figura de Caín navega en el corazón de todos los mortales. Manuel Vicent nos recuerda cómo el perfil del fratricida se funde con nuestra memoria, transgrede el tiempo y vive errante por la tierra reencarnándose en sucesivas figuraciones.

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– ¿Te gusta la pieza que he capturado? -me dijo.

– ¿Quién es?

– Te juré que lo conseguiría. ¿Recuerdas?

– No acierto a distinguir su rostro desde aquí. Parece un gigante. ¿Quién es? -pregunté.

– No puedo creer que lo hayas olvidado. ¿Has perdido la fe?

– ¡No!

– ¡Es Jehová, muchacho!

– No lo es.

– Lo cacé con una red. Apenas opuso resistencia.

– Reconocería a Jehová entre miles de dioses. Ese gigante no es el amo de las esferas. No es el todopoderoso. No es el creador del universo.

– Quienquiera que sea está ahí, en la jaula, para ser vendido como esclavo en pública subasta. Peso 120 kilos en canal, todo magro, sin una pizca de grasa, y puede servir de gladiador, estibador, levantador de troncos y de eunuco si se le capa.

El príncipe negro me dio otras noticias. Dijo que Eva había muerto. Había encontrado su esqueleto en aquel oasis y junto a él balaba una cabra conocida. La había visto viva en distintas ocasiones, cada vez más anciana, más hermética y siempre le daba el mismo mensaje: si un día ves a Caín, dile que fue mi hijo predilecto, el que ocupó por entero mi corazón; recuérdale que nunca vuelva el rostro hacia el pasado; la vida consiste en huir detrás de un sueño que no existe. Durante el último viaje, el príncipe negro encontró su esqueleto sentado al pie de un granado y de eso hacía ya un año.

– ¿Moriría feliz?

– Creo que sí.

– ¿Cómo es posible saber esas cosas?

– Cada vez se parecía más a la arena y llegó un momento en que se confundió con ella. Enterré sus huesos y puse una piedra sobre la sepultura. Las cabras fueron aventadas por el destino.

– Pasarán los siglos y aquella mujer será recordada por su afán de gloria. Por su desafío a los dioses.

Quise hacer partícipe a mi hermano de estas nuevas y pedí audiencia para entrevistarme con él en palacio y después de algunos días de espera me recibió recostado en almohadones bordados al fondo del gineceo, en una estancia privada cuya celosía daba a la plaza principal de Jericó. Antes de llegar a su presencia tuve que atravesar varias salas y en cada puerta había una pareja de guardias que se inclinaban a mi paso y luego me franqueaban la entrada. En el trayecto desde el pabellón encontré a Varuk. Estaba absorto mirando la plaza por una ventana sin apartar los ojos de aquel ser extraordinario que pendía en el aire dentro de una jaula a merced de los gritos del pueblo. No pude hablar con él, pero en su semblante vi el pánico dibujado. Yo seguía el laberinto que el introductor me descifraba y, de pronto, se abrió la última puerta y allí estaba el adorable narciso Abel, de carne recamada, con dos aguamarinas en la mirada. Me acogió con cierta ternura no exenta de un punto de cortesía. Me besó en la frente y yo le dije que Eva había muerto. Pero él no recordaba quién era Eva, ni tampoco había oído hablar de aquel príncipe negro. Entonces le supliqué que mirara por la celosía. Así lo hizo. Se levantó con estudiados ademanes de felino y se acercó a aquella trama de luz que se vertía en el suelo del recinto desde la plaza.

– Entiendo que van a subastar a un esclavo.

– Sí.

– Parece increíblemente fuerte.

– Hay quien asegura que es el propio Jehová.

– ¿Jehová? ¿Quién es Jehová? -preguntó mi hermano.

– El dios de nuestra infancia -le dije.

– No lo creo. Yo sólo veo un gigante. Como ése se crían muchos en el desierto. Voy a pedir que pujen por él. Me gustaría caparlo y tenerlo a mi servicio.

Le puse la mano en la cintura y no la rechazó. Le insinué temblando si deseaba iniciar de nuevo aquel juego de las joyas, y Abel, sonriendo de mala gana, me llevó a un lecho de flores y me obligó a ungir su cuerpo con un bálsamo y luego hizo que quemara incienso a sus pies. Con cierta displicencia puso la bolsa de cuero que contenía el tesoro de la familia junto a su sexo, bajo el peplo de lino, y recostado con pereza de puma me ofreció su carne como un camino secreto. Mientras jugaba al amor con Abel, fuera, en la plaza, comenzó la subasta del supremo esclavo y los gritos de los licitadores llegaban hasta nosotros y se unían a nuestras risas y gemidos. Había una fiesta de música en la calle y los buhoneros predicaban las mercancías y se oían yunques de herrero, voces de saltimbanquis y cantares de mendigos y juglares. Era una tarde de verano y en Jericó todos los perfumes del oasis acudían a la llamada de los sentidos. Yo estaba a punto de descubrir el tesoro en el vientre de Abel y en ese momento se oyó un ruido como de varios truenos superpuestos y primero pasaron en vuelo rasante tres escuadrillas de aviones y en seguida comenzaron a caer bombas sobre la ciudad y sus habitantes, sobre el ganado y los árboles. Por todas partes saltaban conos de fuego, heces de metralla, y las paredes se derrumbaban y los cimientos del infierno temblaban y escupían más fuego todavía y las columnas se partían en pedazos, dejando que las techumbres se desplomaran, y en medio de los cascotes se oían alaridos, se veían cabezas cercenadas, mármoles ensangrentados, brazos y piernas separadas del tronco. Abandoné el sexo de Abel palpitando y con un puñado de joyas en la mano, que iba perdiendo por el camino, huí del palacio, atravesé el oasis bajo las bombas y corrí a refugiarme en una cueva en las estribaciones de Qumrán, a orillas del Mar Muerto que hervía al resplandor de los incendios. Ignoraba la suerte que había correspondido a mi hermano, aunque sus gritos pidiendo auxilio aún sonaban en mi corazón. En la huida sólo vi desolación, pero sabía que Abel estaba vivo. Otras formaciones de aviones supersónicos en punta de lanza volaron de nuevo sobre Jericó y dejaron caer cargas de napalm, y desde la cueva de Qumrán contemplaba con horror aquella resina incendiaria que se pegaba a los cadáveres y les obligaba a arder por segunda vez. Se licuaban las estatuas, los jardines chamuscados albergaban animales muertos y las palmeras aún despedían llamaradas. Todo el horror se concentró en aquel paraíso y desde la ladera de Qumrán yo contemplaba el genocidio apretando con el puño una esmeralda y la dentadura áurea de Adán. Sólo quedaban hogueras, ruinas humeantes y alaridos que poco a poco fueron cesando hasta llegar al silencio. Entonces vi que un pelotón de soldados avanzaba por la orilla del Mar Muerto y se dispersaba luego por los torreones de barro petrificado en busca de refugio. Uno de aquellos guerreros llegó hasta la cueva donde yo me encontraba agazapado. Entró, me observó y no dijo nada. Se sentó ante el panorama del incendio y, permaneciendo callado, parecía pensar en cosas lejanas, en otras tierras, en otros mares. Se quitó el casco floreado, dejó el fusil a un lado, abrió el macuto y sacó un transistor para oír tal vez las últimas noticias de la matanza, pero de aquel aparato comenzó a salir la voz maravillosa de Yvie Anderson que cantaba una preciosa melodía de entreguerras Love is like a cigarrette. La letra de la canción cuyo sonido era esfumado venía a decir: el amor es como un cigarrillo, mi corazón se quema entre tus dedos y mi vida se abrasa cuando se acerca a tus labios y en tu boca se consume. El amor es como un cigarrillo. El soldado rompió a llorar llevado por la nostalgia de aquella voz. Le pregunté:

– ¿Dé dónde eres?

– De Nueva York -contestó.

– Es uno de los nombres más bellos que he oído.

– Nueva York es un reino que desbordaría tu imaginación si habitaras en él.

– ¿Me hablas de otro paraíso?

– Sí.

– He visto ya demasiados paraísos en la tierra. Me llamo Caín. Sólo busco un poco de amor.

– En Nueva York, el amor se consume en la punta de todos los cigarrillos.

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