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Manuel Vicent: Balada De Caín

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Manuel Vicent Balada De Caín

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Desde el desierto del Génesis hasta el asfalto de Nueva York, la figura de Caín navega en el corazón de todos los mortales. Manuel Vicent nos recuerda cómo el perfil del fratricida se funde con nuestra memoria, transgrede el tiempo y vive errante por la tierra reencarnándose en sucesivas figuraciones.

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– Creo que sí, y no he vivido más que una sola vida multiplicada por los sueños. Soy Caín, ¿tú cómo te llamas?

– Blancanieves.

Algunos músicos rogaron que subiera al pequeño estrado para sumarme a la orquestina improvisada que amenizaba la esperanza de aquellos seres. Fue mi primera actuación en público. Puestos en pie, los nuevos compañeros me recibieron con un aplauso y el ciego del fagot volvió sus córneas de almeja hacia mí y en una mano tenía el instrumento y con la otra me tentó el rostro hasta que la yema del índice tropezó con el cero que llevo entre las cejas.

– Sin duda eres Caín.

– Sí.

– Amigos, vamos a celebrarlo -gritó el ciego.

Entonces comenzó a sonar la fanfarria, y yo me incorporé con el saxofón, y bajo la música una clientela de ardientes visionarios echaba cartas astrales, se leía las rayas de la palma, se escrutaba el iris de los ojos, hacia horóscopos, consultaba el loro disecado en la pared; enormes abuelas de rimel corrido, sujetos acicalados con capas, plumas de faisán, cascos o soperas de alpaca en la cabeza querían volar, y para eso no dejaban quietos los brazos. Se entrelazaban, se besaban, suspiraban y la orquestina tocaba una balada campestre mientras tanto. La madama quería prohijarme y tenía flores preparadas para mi pelo y un catre en su casa, pero Blancanieves fue una compañera extraña, casi transparente, de una dulzura exquisita. Con ella recorrí algunos paraísos de Nueva York y me inicié en la comida macrobiótica. Hubo un tiempo en que íbamos cogidos de la mano a buscar rayos de sol en el Central Park. Blancanieves me guiaba por ese camino. Comíamos zanahorias y vitaminas. Ella se movía alrededor de mí como una bailarina y me hablaba de los espíritus que iban a gobernar el futuro, de los cataclismos inminentes. Me recomendaba tomar minerales y baños de arcilla, que eran antídotos contra los virus del Pentágono. Blancanieves me decía:

– El fin del mundo se acerca. Cariño, cómprate unas zapatillas.

– ¿Para qué?

– Estamos en vísperas de una hecatombe nuclear, pero el emisario de Ganímedes ha llegado ya para rescatarnos. Mientras tanto, nosotros debemos caminar sin descanso. Ésta es la consigna. Antes de que caiga la bomba atómica hay que comer muchos vegetales, tomar minerales y vitaminas, cargarse de energía mediante algunas semillas portentosas que venden en un herbolario de Hudson Street.

Yo daba con Blancanieves insaciables caminatas por Manhattan a fondo perdido, sólo porque al final ella me lamía la oreja como una perra afgana y me hablaba de dioses modernos cuya luz era la clorofila y su poder la perfecta regulación del vientre. Andaba con Blancanieves cogido de la mano y ambos nos instalábamos bajo un rayo de sol en Central Park, y allí hacíamos el amor para provocar a los guardias y luego subíamos en aquel autobús que era conducido por un extraterrestre y visitábamos puntos magnéticos de la ciudad, la discoteca Área, criadero de mutantes, o íbamos a bailar a Paladium y allí, tumbados en una lona con los dedos de cristal entrelazados, guardábamos silencio o me contaba cosas de su amiga Helen, una mulata de piel muy oscura, o tal vez de color violeta, que al parecer había habitado en otra galaxia y aún tenía las cejas escarchadas de estrellas y también las pestañas y el vello del pubis. Ahora servía con ella hamburguesas en la misma cafetería restaurante. En la sala Paladium bailaban posmodernos de Nueva York, seres de cuello trasquilado, y en los lavabos había pesebres llenos de cocaína. Le pregunté a Blancanieves si conocía a aquel tipo de la radio que me había llevado al club de los psiconautas.

– Sé que se llama Dick Ryan -contestó.

– ¿Es extraterrestre?

– Nada de eso. Trabaja en una emisora de tercera clase. Tiene un programa nocturno y transmite nuestros mensajes para que sean recibidos por ellos.

– ¿Por ellos?

– Por la gente de otros planetas que vive entre nosotros. Son miles. Seguramente son decenas de miles.

Cuando Blancanieves hacía el amor, en el punto superior del orgasmo le sonaban todos los cartílagos y su garganta emitía palabras que no estaban en ningún diccionario terrestre. Blancanieves me llevó un día a la cafetería restaurante para que conociera a Helen, y ahora que ha pasado el tiempo, Helen se hallaba sentada con los amigos anoche en el local de jazz, en Soho, donde un famoso conjunto en el que yo intervenía de saxo tenor y pequeño rey interpretaba Tangerine de igual forma que lo tocan los artistas consagrados. Entre la niebla de los cigarrillos y el vaho de los brebajes, en la penumbra, yo distinguía en medio del público aquellas siluetas familiares: Helen, la del pubis escarchado, el joven del levitón y peluca del siglo XVIII, el ciego del fagot, la madama de las flores, el viejo de la túnica romana con el casco de metal en la cabeza. Policías, prestes, representantes de distintas sectas religiosas y el perro conductor que me guió en el laberinto de Nueva York como aquel coyote que me había llevado al centro neurálgico del paraíso, en el desierto, todos estaban allí, y yo tocaba el saxofón para ellos, pero mi corazón, en ese momento, tenía una bravura de juventud y volaba por un lejano horizonte. Se encontraba bajo una jaima, al atardecer, junto a las murallas de Jaffa, y hacía sonar la flauta para el cuerpo de Abel y regocijo de un rey, su pequeña corte ambulante, el séquito de servidores, un grupo de gente principal del lugar que le había recibido en el puerto, y la melodía se expandía por un paraje de palmeras, higueras, cipreses, olivos, viñedos y sicómoros que se reflejaban al borde de un farallón del Mediterráneo en tiempos del Génesis.

Sonaron a la vez los aplausos en Nueva York y en la jaima de Jaffa. Al amparo de los vítores de entusiasmo erótico, yo veía a Helen excitada cómo hacía palmas por mí y también vislumbraba en una imagen superpuesta al gordito y feliz soberano de Jericó, el rey Shívoe, aclamar enamorado el final de la danza de Abel, y me licuaba de celos, y las tormentas que mi alma soportaba eran furiosas, pero de una envenenada sutileza. Había en las bandejas esqueletos de lechales, teteras humeantes todavía y dulces de leche y miel. El sudoroso cuerpo de Abel, habiendo acabado de bailar, fue a tenderse de nuevo a los pies de su señor, el cual en acción de gracias lo acarició largamente e invitó a compartir esta lujuria a otros comensales de la cabecera del banquete. Todos lo amaban, le sonreían, lo ensalzaban y posaban sobre él las temblorosas manos del deseo. Sin duda, Abel no se acordaba de mí. Parecía embriagado de placer y desde el corro de gorilas donde yo volví a sentarme lo contemplaba desleído de amor, rodeado de pasteles, almohadones y miradas de fuego.

Cuando la recepción hubo terminado, el cortejo del rey Shívoe regresó al bajel al son de las trompetas que le rendían pleitesía en el muelle principal y allí pernoctó mientras los esclavos preparaban pertrechos, intendencia y bagajes para partir al día siguiente de madrugada en dirección al palacio de Jericó, junto al Mar Muerto. Aquella noche la pasé insomne y había luna, que ofrecía una emulsión de sombras lechosas a los aparejos del barco. Sentado en cubierta, contemplaba el temblor del agua en el puerto, donde se hundían las luces de las anforetas, y un ligero vientecillo del sur me traía perfumes de magnolio, jazmines y madreselvas que se unían con el de estiércol de pollino o de camello arraigados en el espacio. En la explanada del puerto, al socaire de grandes troncos de cedro almacenados y otras mercancías que se iban a estibar, dormían mendigos, buhoneros, saltimbanquis, narradores de cuentos y tragasables. Parecían víctimas de un ejército vencido después de un glorioso día de sol y ahora, mientras Abel gozaba de los renovados favores del gordito Shívoe en el aposento real cuyas maderas brillaban como espejos, yo no hacía sino pensar en mi propia desesperación dentro de la belleza singular de aquellas tinieblas. Tal vez el monarca enamorado quemaría incienso en honor de mi hermano antes de que éste le ofreciera la carne. Pensaba en estas cosas a oscuras y entonces el arcángel Varuk se acercó a consolarme. Ante la plantación de mástiles, gavias y puentes de otras naves, que crujían según las balanceaba una suave marea, se podían escuchar canciones entonadas por algunos marineros en las cercanas cantinas. Sus voces tenían una nostalgia que erizaba la piel y contaban historias indescifrables de amores perdidos, de amigos muertos en la mar, de palacios erigidos en islas flotantes que iban a la deriva por el Egeo, donde los dioses bebían hasta caer ebrios a los pies de las ninfas. Yo tenía la mona en brazos y a mi lado se sentó Varuk, y ambos, a contrapunto con el coro de los marineros, rumiábamos suspiros o blasfemias recordando aquella época en que uno estaba en el cielo y otro sobre la arena del desierto. ¿Habíamos sido felices entonces? El arcángel Varuk, también llamado Gabriel, hacía vuelos rasantes como un caza cuando daba escolta a Jehová, y todo el firmamento estaba a merced de sus alas. Le pregunté si había conocido a sus viejos compañeros condenados al fuego eterno.

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