Manuel Vicent - Balada De Caín
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- Название:Balada De Caín
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– Puesto que trabajas con una computadora de antecedentes penales, pincha mi nombre a ver qué sale.
– Ya lo he hecho -contestó la chica.
– ¿Y qué?
– He pulsado la palabra Caín en las teclas y no aparece nada. Estás limpio, cariño. No tienes ninguna historia.
– ¡Humm…!
– ¿Acaso hiere eso tu vanidad?
Dorothy, la de la peca en el glúteo izquierdo, me había retirado de la circulación, así que durante un tiempo experimenté increíbles placeres de chulo. En realidad, ella jugaba todos los días con dos máquinas: a una la cebaba con datos culpables y a la otra, que era yo, la alimentaba de amor o deseo, pero a veces también podía suceder al contrario. ¿No sería yo el recipiente donde aquella muñeca vertía sus traumas y mi alma los asumía para transformarlos en pecado? Por otra parte, el ordenador del Juzgado Central me parecía un ente matemático tan inocente como las propias leyes de la naturaleza, en cuyo reino había sido introducido por los últimos avances de la informática. En esa época comía a expensas de la chica, practicaba con el saxofón sentado en el borde de la cama deshecha y de noche la picaba. Ella me presentó a un tal Jeremías Cohen, el cual conocía a un tipo de la radio, y éste me llevó a la trastienda de un garito de música y allí me soltó. En ese sótano funcionaba un grupo de aficionados a la astrología y a hacer ruido con instrumentos variados. Había gente rara en aquel pozo. Unos formulaban consultas a los espíritus y otros tocaban el clarinete, y bajo el sonido de unos trombones varias pitonisas echaban las cartas. Aquellos tipos formaban una especie de secta esotérica y todos se reunían al atardecer porque tenían la percepción de que un emisario estaba a punto de llegar para llevárselos a Ganímedes. Realmente habían alquilado aquel antro como sala de espera, apeadero o pista de despegue. Creían que, de un momento a otro, un extraterrestre podía llegar por arriba o por abajo y transformarlos en felices psiconautas hacia un planeta donde funcionaba una floreada sociedad de ángeles nuevos. Este mundo es un melón cebado con dinamita que está a punto de estallar, pero el enviado de las esferas venía con el encargo de rescatar a los ciudadanos más dulces, arrebatarlos en un carro de fuego y conducirlos a un lugar incontaminado del universo para fundar allí un reino de peregrinos que sólo soñaran con ser olvidados. Cuando entré por primera vez en aquel recinto me pareció un andén lleno de pasajeros sentados, muchos de ellos con pinta de pirados, que mostraban una extraña esperanza en los ojos. Había un joven con levitón y peluca empolvada igual que la del juez del condado de Chester, un ciego que tocaba el fagot, un anciano de ojos azules, que aún no había perdido la pureza de la niñez, vestido con túnica romana y una sopera de metal en la cabeza, algunas mujeres maduras con el rimel corrido y la boca pintada en forma de corazón, un género varado cuya imaginación la incendia el horóscopo o el tarot. Apenas había bajado al sótano del brazo de aquel tipo de la radio, un ser que guardaba la puerta me dijo:
– Has llegado a tiempo, cofrade. El extraterrestre está a punto de acudir en nuestro auxilio con un colchón flotante. ¿Qué instrumento tocas?
– El saxofón -contesté.
– Siéntate en el suelo. Haz música y espera.
El salón estaba abarrotado. Barría el espacio una linterna roja que daba vueltas en el techo a modo de faro y las ráfagas iluminaban diversos bancos y mesas donde las pitonisas sorteaban el pasaje hacia el más allá con el caballo de oros. Me acomodé al lado de una chica de cara pálida, lavada con lejía y estropajo, que le habían dejado el cuerpo astral en carne viva. Se hacía llamar Blancanieves y andaba ya medio colgada y veía el emisario en todas partes, descubría la señal convenida en cualquier gesto que no fuera rutinario. Según ella, un conductor de autobús de la línea 87, que pasa por Times Square, era extraterrestre; un dependiente de la tercera planta de los grandes almacenes Marston, situados en la Sexta Avenida, era extraterrestre; varios representantes del Congreso eran extraterrestres; una chica mulata llamada Helen, que trabajaba en una cafetería de la 53 con Madison, era extraterrestre. Ellos se encontraban ya entre nosotros y sólo esperaban una prueba de amor para cerrar el círculo. Mientras tanto, en aquel antro sonaban toda clase de instrumentos, se cuchicheaban noticias fabulosas y se interrogaba a los espíritus en voz alta. Daba la sensación de que alguien había reclutado a esta pandilla de alucinados en la calle con un detector magnético y la había rescatado para el juego de la percepción. Una madama se paseaba entre los grupos e iba colgando a su antojo una guirnalda de mirto en el cuello de los reunidos para que sirviera de contraseña; les adornaba con flores las orejas, la barba y la cabellera, y los preparaba así para un largo vuelo. A los más íntimos los tenía agrupados bajo un loro disecado en la pared y estos neófitos ponían la cabeza ladeada y los ojos desvariados por una felicidad de retablo bizantino. Les echaba las cartas y les hablaba del valle de los dinosaurios, de la telepatía, de las sociedades herméticas, de los cenotes herméticos de los mayas, de la pirámide de Cholula, del candelabro de los Andes, del niño gacela del Sahara, del misterio de la cobra de los sarcófagos egipcios, de la ciencia segregada por la anemia junto al templo del Mono en la India. Por un instante, la madama cesó de hablar y con manos anilladas y huesudas buscó las pastillas para los nervios en una cajita de plata, y entonces me echó encima una profunda mirada que no apartó hasta que sonreí. Ella quedó muy sorprendida y vi que entraba en una suerte de excitación convulsa cuando el chico de la radio se acercó a hacerle una confidencia al oído. La madama ingirió unas tabletas y luego levantó los brazos, y a gritos reclamó silencio, cosa que no consiguió, pero en medio del estruendo de la música que cada uno improvisaba y de las voces acerca del otro mundo que todos emitían ella comenzó a clamar buscando interlocutores:
– Eh, amigos, amigos, callad. Escuchadme. Voy a daros una noticia extraordinaria. ¿Sabéis quién está entre nosotros? No seríais capaces de adivinarlo nunca. Un personaje de excepción recién llegado del desierto acaba de hacerse socio de nuestro club.
– ¿De qué estás hablando, querida? -preguntaban algunos.
– Mirad, mirad a este magnífico muchacho de ojos verdes. ¿No descubrís la señal que lleva en la frente? ¿No os recuerda nada eso? ¡Es Caín!
– ¿Es el emisario que estábamos esperando?
– Ven, hermoso -exclamó la madama-. Levántate para que todos te veamos. ¿Cómo te llamas?
– Caín es mi nombre -respondí.
– ¿Habéis oído, hermanos?
Sin embargo, los trombones, clarinetes y trompetas no habían cesado y muchos viajeros de aquel andén abarrotado no estaban atentos a esta conversación, pero el joven de la peluca y el viejo de ojos azules, adornado con túnica y casco, se acercaron a felicitarme, algunos músicos de la orquestina me abrazaron y la chica de la cara lavada con lejía, que estaba a mi lado, me preguntó:
– ¿Eres tú el verdadero Caín?
– Me temo que sí -contesté.
– Todos hemos sido algo importante en alguna vida anterior. Yo fui hetaira en tiempos de Pericles, monja medieval en un convento de Siena, amante de un cardenal renacentista en Roma y cortesana en Versalles. También he sido bucanero en el Caribe.
– ¿Y ahora qué eres?
– Trabajo en una cafetería-restaurante. Sirvo huevos fritos con jamón y tai titas con sirope en el desayuno, pizzas y hamburguesas al mediodía y pasteles variados a la hora de la merienda. Y de noche vengo aquí. Estoy esperando que el emisario me lleve a Ganímedes. ¿Eres tú el verdadero Caín?
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