Jaime Bayly - El Huracán Lleva Tu Nombre

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Gabriel ama a Sofía pero también le gustan los hombres. Gabriel tiene mucho éxito en televisión, pero lo que ansía de verdad es huir del Perú y dedicarse sólo a a escribir, lejos de la ambigüedad y de la hipocresía que lo envuelven y lo limitan. El huracán lleva tu nombre es una singular historia de amor, dolorosa y gozosa a la vez, con una heroína, Sofía, que fascina por su capacidad de amar, y con un original antihéroe, el narrador, Gabriel, que expone al lector su conflicto a través de una sinceridad a veces hilarante y a veces conmovedora. Una novela que no va a dejar a nadie indiferente.

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Pero ese chico no pasa ni pasará esta noche, sólo me acompañan un viento helado que me cala los huesos y las ardillas que se acercan en busca de comida. Me echo en la banca derrotado y lloro por el chico que no aparece.

Sofía ha viajado dos semanas a pasar la Navidad y el Año Nuevo en Lima, aprovechando un breve receso académico y la invitación de Peter, que le ha enviado billetes de avión en primera clase, lo mismo que a Isabel y Francisco, para que los tres hermanos se reúnan con Bárbara y con él a pasar las fiestas de fin de año. A mí, por suerte, Peter no me ha invitado, y mis padres menos, así que, aunque Sofía insistió mucho en que la acompañase a Lima, me he quedado en Georgetown, dispuesto a pasar a solas las fiestas navideñas en medio del frío. Ni siquiera la he acompañado al aeropuerto: he cargado sus maletas hasta el taxi, le he dado un abrazo y un beso en la mejilla y le he deseado buen viaje.

Ahora estoy solo en el departamento y es un placer. Hago lo que me da la gana, duermo hasta cualquier hora, escribo de madrugada en calzoncillos, engordo comiendo helados de chocolate y salgo poco, ni siquiera a correr, sólo al supermercado o a dar una vuelta a la manzana, porque hace un frío atroz. Nadie me saluda por teléfono, mis padres saben que sus llamadas no son bienvenidas y por eso han desaparecido de mi vida; mis hermanos prefieren no saber de mí tal vez porque me consideran una mancha en la familia, y Sebastián y Geoff al parecer me han olvidado como yo no he podido olvidarlos. Sólo llama Sofía todas las noches a contarme las novedades de Lima y muy rara vez la adorable Ximena, desde Austin, a contarme lo bien que está con su novio pobretón y animarme a que los vaya a visitar, pero yo no quiero interrumpir mi novela ni salir de casa, y me parece agradable pasar una Navidad a solas.

Las Navidades en Lima son deprimentes: la gente se atropella por comprar regalos, el tráfico enloquece aún más, la miseria de los que no pueden comprar nada se hace más visible y golpea los cristales del auto, mi madre entra en trance religioso y canta villancicos como una alucinada, mi padre se emborracha y anda paranoico pensando en que los ladrones se van a meter a su casa porque él afirma que se roba mucho más en Nochebuena, y yo tengo que correr comprando regalos para toda la familia, y si no voy a la misa de gallo con el cura marica que habla boberías, mi madre me mira mal y en represalia me sirve menos puré de manzana en la cena. No, esta Navidad no haré regalos, ni cantaré villancicos ni iré sumiso a la misa de gallo. Esta Navidad escribiré y seré más egoísta que nunca. No adoraré a ningún niño en el pesebre: me adoraré a mí mismo, nacerá el Niño Gabriel en Nochebuena y será un Niño Muy Gay, y le haré regalos y prenderé velas en su honor. Sofía, un amor, quiso comprarme un arbolito de Navidad en el mercado de pulgas de los domingos y dejarlo instalado en la sala antes de partir, pero yo le rogué que no lo hiciera y ella me dejó en paz.

Navidad es perdonar y amar: tengo que perdonarme por ser tan gay y amarme por ser tan gay; perdonarme por tener unos padres tan trastornados y amarme por vivir lejos de ellos; perdonarme por no querer estudiar en la universidad y amarme por escribir todos los días un fragmento más de la novela; perdonarme por haberme enamorado de Sofía y amarme por desear a su hermana Isabel; perdonarme por nacer en Lima y amarme por vivir en Georgetown; perdonarme por ser el loser total que me considera Bárbara y amarme por ser un loser totalmente feliz cuando me dejan solo en este departamento lleno de cucarachas; perdonarme por estar tan gordo y amarme por ser tan puto; en suma, esta Navidad me voy a amar y a perdonar como nunca lo hicieron mis padres. Sin embargo, algo debe de amarme mi madre todavía, aunque lamentando mi debilidad por los hombres y la alergia que siento por los curas, pues recibo un papel del correo, notificándome de que me ha llegado un envío certificado, y me apresuro en caminar bajo el frío inclemente hasta la pequeña oficina de correos enfrente de la universidad, y me doy con la sorpresa de que mamá me ha mandado un regalo navideño.

Nada más salir de la oficina, de vuelta al frío despiadado de diciembre, me siento en una banca y abro impaciente el regalo que ella ha envuelto cuidadosamente en un papel colorido en el que predominan el verde, el rojo y las repetidas figuritas de Papá Noel. Mamá, indesmayable en su fe, no deja de sorprenderme: al abrir la caja, encuentro una bolsa de fruta seca, otra de nueces y almendras, y una tercera de chocolates redondos envueltos en papelitos dorados como si fuesen monedas y, en medio, una biblia verde, de tapa dura, en cuyas páginas ha deslizado una tarjeta de saludo navideño que abro en seguida y leo con una sonrisa:

«Mi hijo querido: Que Dios, la Virgen y el Niño te enseñen el Camino de la Rectitud en esta Navidad y te lleven por la Senda de la Santificación del Trabajo Ordinario y la Oración al Altísimo. ¡Abre tu Corazón al Niño Jesusito y Pídele que Te Ilumine con Su Infinita Bondad! Te quiere y reza por ti, Tu Mamita Querida, que te conoce mejor que nadie y sabe lo triste que está tu Corazón de Oro.»

Suelto una risotada que interrumpe la quietud de la tarde y provoca una bocanada de aire helado que puedo ver como si fuera humo. Mamá es increíble. ¿Cómo se le ocurre mandarme una biblia de casi mil páginas y escribir este mensaje inverosímil? Pero ella es así y no cambiará, y no me queda sino reírme y probar los chocolates, que están deliciosos, y arrojarles a las ardillas un puñado de nueces y almendras. Regreso a casa y dejo la biblia en mi mesa de trabajo, pero su sola presencia me incomoda, me recuerda los dogmas lunáticos de mi madre y el aliento rancio del cura del Opus Dei que me manoseaba cuando era niño. No sé qué hacer con esta biblia voluminosa y tampoco si llamar a mamá para agradecerle el detalle o llamar a Sofía para leerle la tarjeta pintoresca y reírnos juntos. No voy a llamar a mamá. Terminaríamos discutiendo sobre religión y ella me rogaría que me confiese con un cura y vaya a misa, y yo me irritaría y le diría que soy agnóstico y que desconfío de todas las religiones, que son formas organizadas de lucrar con el miedo de la gente más débil, y que desconfío en especial de la católica, tan intolerante y cuya historia está plagada de atrocidades, y con seguridad le estropearía estos días prenavideños en los que ella suele andar de buen humor, canturreando villancicos, decorando la casa con motivos religiosos y balbuceando promesas y agradecimientos ante el pesebre del niño Jesusito que ha desplegado en la sala de su casa.

Tampoco voy a llamar a Sofía. No quiero que piense que la extraño y no puedo vivir sin ella. Éstos son días felices y quiero pasarlos en silencio, hablando con mis personajes ficticios, conmigo mismo y, en las noches, cuando me toco, con el recuerdo de Sebastián atizando el fuego de mis fantasías. Como no sé qué hacer con la biblia, trato de leerla pero me hundo en el aburrimiento, me tiro en la cama con ella y me caliento pensando en Sebastián. Lo llamo por teléfono pero me da el contestador y no dejo mensaje. Me toco pensando en él y cuando termino le encuentro una insospechada utilidad a los sagrados evangelios que mamá me ha regalado: arranco unas hojas delgadas, me limpio con ellas, las tiro al basurero del baño y sonrío pensando que mamá no tiene la más vaga idea de lo útil que me ha resultado la biblia de tapa dura con la que me ha recordado, en vísperas de la Navidad, que soy un pecador y que me espera el infierno, y que no podré viajar con ella en el vuelo chárter al cielo que ha fletado para toda su familia o al menos la parte de la familia que la obedece en la sumisión al Opus Dei.

Podríamos ser tan felices Sebastián y yo viviendo juntos en esta ciudad. Debería convencerlo para que deje a su novia de mentira y se venga un tiempo a Washington o a Nueva York a tentar suerte como actor. Pero Sebastián es orgulloso y no quiere saber nada de mí, no contesta mis llamadas y ya me cansé de dejarle mensajes en la grabadora. Aunque quisiera borrarlo de mi cabeza, no lo consigo, y las imágenes imprecisas que retengo de él son las que más placer me dan cuando me toco pensando en un hombre. Pienso todo eso, en llamarlo y rogarle una oportunidad para estar juntos, mientras corro por la calle 35, con toda la ropa que he podido echarme encima, y me doy luego una ducha tibia en el baño que, en ausencia de Sofía, luce sucio y descuidado. Más tarde, preparando la cena, suena el teléfono, espero a que atienda la máquina grabadora, escucho la voz de Sofía y no dudo en contestar. Me trata con cariño, pero la siento triste, acongojada. Le pregunto si ha tenido una pelea familiar y me asegura que no, que todo está bien, pero yo siento que algo está mal y por eso insisto te noto tristona, siento que no me estás diciendo algo, ¿qué te pasa? Ella demora la respuesta y me dice no te preocupes, estoy bien, y unos segundos después, ¿me extrañas?, y yo sí, claro, te extraño, pero lo digo en un tono frío y distante que revela lo contrario, que estoy contento solo, no la echo de menos y en una semana pienso alquilarme un estudio para que cuando ella regrese los primeros días de enero ya no sigamos viviendo juntos.

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