Jaime Bayly - El Huracán Lleva Tu Nombre

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El Huracán Lleva Tu Nombre: краткое содержание, описание и аннотация

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Gabriel ama a Sofía pero también le gustan los hombres. Gabriel tiene mucho éxito en televisión, pero lo que ansía de verdad es huir del Perú y dedicarse sólo a a escribir, lejos de la ambigüedad y de la hipocresía que lo envuelven y lo limitan. El huracán lleva tu nombre es una singular historia de amor, dolorosa y gozosa a la vez, con una heroína, Sofía, que fascina por su capacidad de amar, y con un original antihéroe, el narrador, Gabriel, que expone al lector su conflicto a través de una sinceridad a veces hilarante y a veces conmovedora. Una novela que no va a dejar a nadie indiferente.

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Es una vulgaridad discutir en estas calles tan apacibles y hermosas, en las que reina el silencio, que estamos envileciendo con nuestras pequeñas intrigas domésticas. Pero Sofía no cede, no se acobarda: Está bien, ándate cuando quieras, no te voy a rogar que te quedes conmigo, y coquetea con quien te dé la gana, para que te des cuenta de que no eres como dices y vengas después a llorarme como niñito arrepentido, pero eso sí, te prohíbo que coquetees con mi hermana, te prohíbo terminantemente que te acerques a ella y le hables todo melosito, ¿está claro? Ha gritado esa última pregunta, ¿está claro?, que es también una amenaza velada, y yo por eso levanto la voz y contesto: ¡Yo voy a coquetear con Isabel todo lo que me dé la gana y tú no tienes ningún derecho de prohibirme eso ni nada! Sofía vuelve a detenerse, como dando énfasis a sus palabras, y me sujeta fuertemente del brazo: ¡Claro que tengo derecho! ¡Es mi hermana! ¡Tú la conociste por mí, porque yo te la presenté! ¡No puedes ser tan degenerado y no respetar nada! Yo me enfurezco, me irrita que me llame degenerado, no es para tanto, sólo encuentro guapa y encantadora a su hermana, eso es todo.

Para provocarla, no mido mis palabras y digo: La verdad, me muero de ganas de acostarme con Isabel y me he tocado pensando en ella. Sofía no vacila en darme una bofetada que sacude mi rostro y me deja ardiendo la mejilla. ¡Eres un degenerado! -grita, llorando, histérica-. ¡Me voy a dormir a casa de Andrea, no me llames!, añade, y da vuelta y se marcha presurosa calle abajo, rumbo a la esquina de Prospect y Wisconsin, donde vive Andrea. Camino rápido, avergonzado por la escena, y al llegar al departamento me tiro en la cama a recuperar el aire. Suena el teléfono. No contesto. Prefiero que se ocupe la máquina. Es Bárbara, que deja un mensaje corto pidiéndole a Sofía que la llame. No me manda saludos. No existo para ella. Vieja malvada, yo sé que me detestas, el sentimiento es recíproco. Me gustaría llamar a Isabel y decirle sobre tomarnos una copa en la barra del Four Seasons. No tomo alcohol, pero ahora estoy descontrolado y un poco de champagne no me vendría mal.

Me levanto de la cama y reviso los papeles de Sofía hasta encontrar las cartas que le ha enviado Laurent todas las semanas desde París. Trato de leerlas y entender algo, pero no lo consigo, lo que me enardece más porque imagino que le ruega que me deje y se vaya con él, le recuerda los momentos de amor que compartieron y le promete días mejores si me abandona y se marcha a París a vivir con él. Encuentro los poemas que le escribí a Sofía en Lima cuando viajó a Washington a encontrarse con Laurent. Leo esas palabras inflamadas, aquellas promesas rotas, y siento vergüenza, rompo los poemas y los tiro a la basura. Estoy mal, descontrolado. Necesito una copa. Con qué ganas me fumaría un porro. Hace años dejé la marihuana, pero en momentos así, abrasado por la ira y el rencor, la echo de menos. Levanto el teléfono y marco el número que Laurent ha anotado en sus cartas a Sofía. Miro el reloj, deben de ser las seis de la mañana en París. Suena el timbre varias veces, luego contesta la voz somnolienta de un hombre. Sin pensarlo, digo con mi peor voz: Hey, fucking asshole, stop writing letters to Sofía, she’s my fiancee now, so go to hell and stick your letters up your ass! Cuelgo y me río de la estupidez que acabo de perpetrar. Si quiero vivir solo y acostarme con un hombre, ¿por qué me molesta tanto que Laurent siga enamorado de Sofía y trate de reconquistarla? No lo sé, pero me indigna. Si ella puede coquetear con él, pues sin duda le escribe de vuelta cartas amorosas que yo no he leído y tampoco entendería, ¿por qué yo no puedo coquetear con Isabel?

Necesito tomar aire. Salgo a caminar. Está helado. Es medianoche. Me encantaría besar a un chico guapo. No estoy desesperado por besar a Isabel, como cree Sofía: lo que me desasosiega es el recuerdo de los hombres que dejé, Sebastián y Geoff, para entregarme a ella, posesiva hasta la locura. Necesito estar con un hombre. No conozco en todo Georgetown un lugar gay en el que pueda probar suerte. Sé que en Dupont Circle hay bares de hombres, pero la noche está helada y me da miedo ir hasta allá. Recuerdo entonces que hay un festival de cine gay en la calle M, casi frente al Four Seasons. Es tarde para ver una película, pero podría pararme en la puerta del cine y esperar a que salga algún chico lindo que me salve de esta noche en la que me siento una mentira, un hipócrita más, un marica asustado que tiene novia y cena con la familia de ella y sonríe cuando le dicen que su futuro está en la política y juega a coquetear a su cuñada cuando, en realidad, secretamente, es más gay de lo que todos saben, más gay incluso de lo que su orgullo le permite reconocer.

Camino de prisa por la 34, bordeando el parque y la piscina pública, y bajo por la calle P hasta Wisconsin, evitando las miradas de los negros con ropas fosforescentes que venden chucherías, baratijas y toda clase de drogas, y cruzo los dedos para que Sofía y Andrea no me encuentren en esta misión gay, rumbo al festival que me estoy perdiendo por comer pizzas con una señora que me llama perdedor y su esposo que me exhorta a dedicarme a la vida pública. Llego por fin al cine modesto en la calle M, pasando la librería Borders, y la señora lesbiana de la boletería -y digo que es lesbiana porque en ciertos casos las apariencias no mienten- me dice que están exhibiendo la última película y ya falta poco para que concluya, así que decido quedarme allí tranquilo, con mis viejos zapatos Clarks, mis pantalones Gap chorreados y el abrigo negro usado que compré en la feria de pulgas de los domingos. Me congelo pero no importa, estoy seguro de que pronto saldrán hombres guapos del cine y alguno de ellos me mirará intensamente y se quedará conmigo esta noche y me dará el amor que ni Sofía ni Isabel ni ninguna chica podría darme, el amor áspero de un hombre mordisqueándome el cuello y las tetillas.

Ahora salen los espectadores del cine, al parecer contentos con la película que acaban de presenciar, y yo los miro, las manos en los bolsillos, ofreciendo mi alma a quien desee atraparla esta noche, pero nadie se fija en mí, todos salen felices, distraídos, en medio de un gran barullo chismoso y alborotado, y casi todos enamorados, en pareja, tomados de la mano, o grupos de amigos más o menos chillones, y hay una que otra lesbiana por ahí, pero nadie, ninguno de esos chicos lindos se fija en mí, todos pasan a mi lado, me ignoran y me dejan solo, muy triste, cuando ya el cine se ha vaciado y no queda nadie sino la boletera lesbiana que me pregunta si espero a alguien, y yo le digo que no, porque no espero a nadie en particular, sólo al amor, que por lo visto no está aquí esta noche y habrá que buscarlo en otra parte. Camino entonces hasta la universidad, donde tiene que estar el chico que el destino me escamotea vilmente, y me siento en una banca frente a la rotonda principal, desde la cual me mira adusta la estatua de John Carroll, patriot, priest, prelate, y espero a mi chico mientras me pregunto qué tres palabras dirán de mí cuando muera, qué escribirán de mí, no ciertamente patriot, priest, prelate, sospecho que más bien puto, pusilánime, potón, tres palabras que describirían mejor las andanzas y las peripecias a que me entregué con la pasión que siento esta noche, sentado en una banca frente a los dos cañones vetustos del Healy Hall, en el corazón de la universidad que los jesuitas fundaron en Georgetown en 789, esperando a que pase un chico, corresponda mi sonrisa, se detenga y se siente conmigo, me deje abrazarlo y comprenda la urgencia que tengo de sentir sus labios con los míos, comerle la boca y rogarle que me lleve a su cama no para tener sexo, sino para acomodarme en su pecho y dejar caer un par de lágrimas.

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