Jaime Bayly - El Huracán Lleva Tu Nombre

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El Huracán Lleva Tu Nombre: краткое содержание, описание и аннотация

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Gabriel ama a Sofía pero también le gustan los hombres. Gabriel tiene mucho éxito en televisión, pero lo que ansía de verdad es huir del Perú y dedicarse sólo a a escribir, lejos de la ambigüedad y de la hipocresía que lo envuelven y lo limitan. El huracán lleva tu nombre es una singular historia de amor, dolorosa y gozosa a la vez, con una heroína, Sofía, que fascina por su capacidad de amar, y con un original antihéroe, el narrador, Gabriel, que expone al lector su conflicto a través de una sinceridad a veces hilarante y a veces conmovedora. Una novela que no va a dejar a nadie indiferente.

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Para fingir que no soy un ocioso, saldré a correr esta noche y bajaré no hasta la calle N, sino más allá, pasando Prospect, hasta la misma M y luego el Key Bridge, y entonces volveré trotando a prisa a ver si tengo la fortuna de cruzarme otra vez con el príncipe Felipe de Borbón, que está estudiando en Georgetown y el otro día pasó corriendo en ropa deportiva, seguido por sus guardaespaldas, que me miraron con una cierta hostilidad, seguramente advertidos de que estudié al príncipe con unos ojos inquietos, admirando su belleza. No fue aquélla la primera vez que lo vi en este barrio que tanto amo y que él embellece con su presencia. A poco de llegar huyendo del huracán, paseando una tarde por la librería de Georgetown Park, tropecé con él, que me sonrió amablemente, y yo quedé en tal estado de pasmo y estupor que tuve que correr a los servicios higiénicos para echarme agua en la cara y jurarme que era verdad lo que acababa de ver, al príncipe heredero del trono español sonriéndome al pasar, custodiado por sus agentes. Así estaba, mojándome la cara y recuperando el aliento cuando, en una coincidencia que podría parecer inverosímil, vi salir de los inodoros, levantándose los pantalones, a Bryant Gumbel, periodista negro de la televisión, estrella del noticiero matinal, que pasó sin mirarme y dejó un olor feroz en el baño, un olor indigno de una estrella de su calibre y su sueldo anual de siete dígitos. ¡Es demasiado encontrarme un mismo día con el príncipe de Borbón en una librería y luego con Bryant Gumbel cagando en los baños de Georgetown Park!, pensé. Luego reflexioné: ésos son los privilegios de comprar en unas tiendas tan exclusivas, codearse con la realeza y encontrarse en el lavabo con una estrella con diarrea.

Me dispongo ahora a salir a correr, animado por la esperanza de cruzarme con el príncipe tan apuesto, algo que no puedo decirle a Sofía porque me arrojaría en la cabeza la cacerola en la que me prepara amorosa un caldo de pollo. ¿Segura de que no quieres venir a correr?, insisto, entrando en la cocina. No, baby, anda tú solo, yo me quedo feliz cocinando, dice, con una sonrisa. Me detengo un momento a admirar su belleza: el rostro distinguido y anguloso, iluminado por esos ojos vivaces y una sonrisa tierna; su pelo largo, entre rubio y café, que dice estar perdiendo y cuida con cremas y vitaminas y huele tan rico cuando se lo seca después de darse un baño; sus manos finas y alargadas; la exacta voluptuosidad de esos pechos no muy abultados pero tampoco magros; la amplitud de sus nalgas, que esos pantalones ajustados remarcan bien; los movimientos rápidos, precisos, un poco atropellados, que me recuerdan a su padre. Me gusta amansarla, someter a esta mujer chucara, dominarla cuando hacemos el amor. Me gusta que interrumpa su ritmo febril, se rinda unos minutos, me entregue su orgullo y se mueva al ritmo que yo le marque, la cadencia de mi cuerpo agitándose entre sus piernas. Me excito mirándola y ella me dice ya, anda a correr, no seas flojo, pero yo no me voy a correr, me acerco a ella, la abrazo por detrás, haciéndole sentir mi erección, y la beso en el cuello.

No seas travieso, anda a correr, sonríe ella, halagada. Necesito mis vitaminas para correr mejor, susurro en su oído, mientras acaricio sus pechos sobre la blusa y mordisqueo su nuca. No podemos ahorita, se me va a quemar la comida, protesta débilmente. Yo insisto: Déjate, por favor, me muero de ganas, mira lo dura que la tengo. Entonces ella apaga la hornilla, da vuelta y me besa con todo el amor que siente por mí y yo no merezco. Yo la beso, acaricio su cuerpo de atleta, deslizo una pierna entre las suyas y me erizo con sus jadeos cuando la beso, la mordisqueo y la acaricio sin tregua. La llevo entonces a la sala, muevo mi computadora y la siento sobre mi mesa de trabajo. Estoy muy excitado y al parecer ella también. Quítate el pantalón, le digo. Ella me obedece de prisa, mientras yo me bajo el buzo y muestro con orgullo la erección que, a sus ojos, prueba que no soy marica, que soy un macho y que muero por metérsela. Yo no sé si soy marica o macho, puedo ser ambas cosas, marica cuando veo pasar trotando al príncipe de Borbón y macho cuando quiero hacerle el amor a mi novia. Sofía abre las piernas, sentada sobre mi mesa, los brazos apoyados hacia atrás, y aguarda la arremetida. Espérame un toque, que voy aponerme un condón, digo, agitado, y camino hacia el baño con el pantalón abajo. No, no te preocupes, no tienes que ponerte un condón, estoy en un día seguro, dice ella. Me detengo. Dudo. ¿Seguro, seguro?, pregunto. Segurísimo, dice ella. Mucho mejor, digo. Detesto usar condones y ella lo sabe, pero a veces resulta inevitable porque no puede tomar pastillas anticonceptivas, le caen mal. Regreso donde mi chica, la beso con pasión, con más amor del que nunca sentí por nadie, ni siquiera por Sebastián, que fue su chico y el mío, y hundo mi sexo entre sus piernas, y nos movemos primero con ternura y luego con una cierta violencia, y siento que nos vamos a venir juntos, lo veo en sus ojos, y le digo espérame, no te vengas todavía, y ella me puedo venir cuando quieras, yo te espero, y yo me agito como un hombre, levantando sus piernas, dejando que me atenacen en la espalda, y le digo te amo, Sofía, y ella alcanza a decir yo también te amo , justo cuando nos venimos juntos con unos gritos que no podemos ahogar.

Luego quedamos abrazados, ella tendida sobre la mesa, yo recostado en sus pechos, besándolos, y se instala un silencio que sólo me atrevo a quebrar para decirle: Nunca te había amado tanto como esta vez, ha sido la mejor de todas. Ella sonríe, revuelve suavemente mi pelo y dice para mí también ha sido la mejor. En seguida nos incorporamos, me subo el pantalón y ella me da un beso fugaz, se arregla y se va al baño. Antes de irme a correr, le pregunto: ¿Segura de que era un día seguro? Detrás de la puerta, lavándose, ella dice: Tranquilo, no pasa nada, corre rico.

Me voy a correr. Salgo a la calle, me cubro el rostro para soportar la aspereza de este viento helado que me deja la nariz y las orejas lastimadas, estiro los músculos y empiezo a trotar por la calle 35, frente al Colegio de Artes Fillmore, en dirección a la universidad. Una sensación de orgullo me llena de energía y me hace correr más de prisa de lo habitual. Esjoy escribiendo una novela, vivo en un barrio hermoso y acabo de amar con una intensidad inolvidable a la mujer de mi vida. Ignoro, corriendo con tanto vigor, que una violenta tempestad, un huracán que lleva su nombre, está por azotarme.

Bárbara, la madre de Sofía, y Peter, su esposo, han llegado de visita a Washington y se han alojado en el departamento de Isabel. Sofía está contenta porque le han traído dinero y regalos, pero yo estoy inquieto porque temo que tendré que verlos. Peter es un hombre rico, dueño de una cadena de hoteles, y trata a Sofía como si fuera su hija, con ternura y generosidad, aunque sin perder su extraño aire circunspecto. Bárbara aprovecha estos días en Washington para renovar su vestuario en las tiendas lujosas de Georgetown Park y pelea con Isabel la primera noche, según me cuenta Sofía riéndose, porque la acusa de haberse apropiado de unos almohadones de plumas que eran de ella, riña que termina a gritos, insultos y golpes de almohadas, a pesar de los intentos de Peter por apaciguarlas. Bárbara y su hija Isabel se parecen en la fascinación que comparten por la moda, la ropa y la decoración. Sofía, por suerte, es bastante más relajada y se ríe de las costumbres de su madre, por ejemplo, comprar un conjunto muy caro, usarlo esa noche y devolverlo al día siguiente alegando que no le quedó bien, que le ajustó un poco o le raspó la piel. Sofía me pide que vayamos a cenar con ellos pero yo le doy pretextos y evasivas, porque sé que su madre me detesta y me acosará con preguntas impertinentes que no sabré responder. Le explico que estoy escribiendo y no quiero distraerme en una cena familiar que, estoy seguro, me hará pasar un mal rato, y la animo a que ella salga de compras con su madre, se paseen juntas y me disculpe diciéndole que me he impuesto una rutina estricta de escritor.

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