Jorge Semprún - El Largo Viaje

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Corre el año 1943.En un angosto vagón de mercancías precintado, ciento veinte deportados cruzan las tierras francesas camino del campo de concentración. Es un viaje claustrofóbico, vejatorio: los cuerpos hacinados caen de agotamiento, han perdido la cuenta de los días que llevan allí, y la angustia crece porque nadie sabe cuándo acabará ese viaje hacia el horror.

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Cuando el doctor Haas me pidió la documentación, en Epizy, es decir, cerca de Joigny, en casa de Irene, y claro está, yo no sabía aún que se trataba del doctor Haas, entré sencillamente en la cocina, todavía medio dormido, e Irene me dijo con una voz suave y tranquila: «Es la Gestapo, Gérard», sonriendo, y yo entreví vagamente las siluetas de dos hombres y una mujer rubia, la intérprete, eso lo supe después, y uno de los hombres ladró: «Su documentación», o algo parecido, algo en todo caso muy sencillo de entender, y entonces yo hice el gesto de sacar mi Smith and Wesson, pero no, ese día llevaba un revólver canadiense, cuyo tambor no giraba lateralmente, cuya culata y cámara de percusión se plegaban hacia atrás, sobre un eje fijo, para liberar el tambor, pero no pude acabar mi gesto, el revólver debió de engancharse en el cinturón de cuero por la parte abultada del tambor, no salía, y el segundo hombre me derribó de un golpe en la nuca, caí de rodillas, y sólo pensaba, obstinadamente, en sacar mi arma, en tener fuerzas para sacar mi arma y disparar sobre aquel tipo de sombrero flexible y dientes de oro en la parte delantera de la boca, era lo único importante que me quedaba por hacer, liberar el revólver y disparar sobre aquel tipo, lo único sobre lo que podía concentrar mí atención, mi vida; pero el tipo del sombrero flexible, a su vez, me golpeó con todas sus fuerzas en la coronilla con la culata de una pistola, su boca abierta en un rictus repleto de dientes dorados, la sangre brotó a raudales sobre mis ojos ya cubiertos de niebla por el sueño, la mujer rubia lanzaba gritos agudos, y jamás llegaré a sacar este jodido revólver canadiense. Tenía sangre sobre la cara, y esta insípida tibieza era el gusto mismo de la vida, pensaba yo en una especie de exaltación, sin imaginar que el tipo del sombrero flexible pudiera hacer otra cosa, en aquel momento, que dispararme a bocajarro, al ver la culata de mi revólver, que yo seguía intentando liberar inútilmente. Y sin embargo, ni siquiera en aquel momento conseguí tomar conciencia de esta muerte tan próxima, tan verosímil, como una realidad necesaria; incluso en este minuto en el que parecía caer sobre mí, en el que hubiera lógicamente debido caer sobre mí, la muerte seguía estando lejos, como algo, un suceso irrealizable, lo que es en realidad, irrealizable en el plano de la pura individualidad. Más tarde, cada vez que me he rozado con la muerte (como si la muerte fuese un accidente, o un obstáculo sólido, con el cual se tropieza, se topa, se choca y se golpea dentro), la única sensación real que ello provocó en mí fue una aceleración de todas las funciones vitales, como si la muerte fuese algo en lo que se puede pensar, con todas las variantes, formas y matices del pensamiento, pero de ninguna manera algo que puede llegar en realidad a uno mismo. Y así es, en efecto, morir es la única cosa que nunca me podrá suceder, de la que jamás tendré una experiencia personal. Mas la muerte de Hans, sin embargo, sí era algo que me había sucedido en realidad, que formaría parte de ahora en adelante de mi vida.

Después, el vacío. Desde hace dieciséis años, intento evocar aquellas horas que transcurrieron entre la conversación con el muchacho del «Tabou» y la noche de locura que nos esperaba, intento penetrar en la niebla de aquellas pocas horas que debieron de transcurrir forzosamente, intento arrancar, brizna a brizna, la realidad de aquellas pocas horas, pero casi inútilmente. En ocasiones, como en un relámpago, me acuerdo, no de lo que sucedió, porque allí no sucedió nada, jamás sucedió nada en ningún momento de este viaje, sino de los recuerdos y los sueños que me han obsesionado o habitado a lo largo de aquellas horas que faltan a este viaje, donde por otra parte no falta nada, ni un repliegue del paisaje, ni una sola palabra de todo lo que se dijo, ni un segundo de estas interminables noches; memoria tan perfecta que si me consagrara a contar este viaje, con todos sus detalles y rodeos, podría ver a la gente a mi alrededor, a las personas que hubiesen querido, aunque sólo fuese por cortesía, comenzar a escucharme, podría verlas languidecer de disgusto y después morir, suavemente derrumbarse en sus sillas, hundiéndose en la muerte como en el agua apenas corriente de mi relato, o bien vería a estas personas desembocar en la locura, tal vez en una locura furiosa, al no soportar ya el apacible horror de todos los detalles y rodeos, las idas y venidas de este largo viaje de hace dieciséis años. Aquí, desde luego, resumo. Sin embargo me irrita, llegado a este punto, no poder aferrar completamente, no poder desenmascarar, segundo a segundo, estas escasas horas que me desafían y se hunden cada vez más lejos, conforme desalojo alguna nueva presa, mínima, es cierto, del recuerdo perdido de aquellas horas. De todo ello, no vuelvo a encontrar sino retazos. Así, fue en el curso de aquellas horas cuando tuvo lugar, forzosamente, pues por más que haya deshojado, minuto a minuto, todo el resto del viaje, no he encontrado otro lugar para colocarlo, aquel sueño, o aquel recuerdo, preciso en medio de su confusión, que se destaca claramente, como un punto violentamente luminoso, con la niebla alrededor, el sueño o el recuerdo de este lugar tranquilo, con olores a encerado (libros, estanterías repletas de libros) donde yo me refugiaba, donde escapaba de la maloliente humedad del vagón, este gran silencio perfumado de robles y cera, de roble encerado, donde me sumergía para huir del estrépito cada vez creciente del vagón, que muy pronto, cuando cayó la noche, alcanzaba el paroxismo. No creo haber identificado durante el viaje mismo este lugar tranquilo, este lugar de ensueño, con el ruido de las páginas rozadas, hojeadas, olor de papel, de tinta, mezclada con los aromas del barniz de cera, y esta vaga impresión de que este lugar mismo se hallaba rodeado de calma, de silencio amortiguado, de árboles despojados, pero todo ello de manera confusa, no como una certeza, sino como una vaga sospecha de toda esta calma incrustada en este lugar tranquilo. Más tarde, desde luego, fue un juego de niños identificar este sueño, o este recuerdo, esta nostalgia brumosa y clara, brillante y opaca a la vez, en medio de la excesivamente real pesadilla del vagón. Se trataba de la librería, mejor dicho del primer piso de la librería de Martinus Nijhoff, en La Haya. Hoy, veintitrés años después, podría todavía subir esta escalera con los ojos cerrados, sabría todavía orientarme en ella, entre las largas estanterías de libros del primer piso. Nijhoff, por lo general, permanecía en la planta baja, y me miraba pasar hacia la escalera con ojos chispeantes tras de las gafas de aro dorado. En el primer piso se encontraban los estantes de libros franceses, nuevos y de ocasión, y yo pasaba allí horas enteras leyendo los libros que no podía comprar. Una luz plácida bañaba la gran sala, esta luz hermosa, sin aristas cortantes, del invierno nórdico, una luminosidad esférica, que bañaba por igual los objetos más cercanos y los más alejados, tamizada, en la gran sala atiborrada de estanterías severas (y este aroma a encerado se convertía de alguna manera en el equivalente sensible del puritanismo un poco altivo, y en el fondo frágil, irrisorio en resumidas cuentas, de todo el conjunto), por las vidrieras con nervios de plomo cercando los fragmentos de vidrio coloreado, dispuestos aquí y allá según un orden antiguo y tal vez un poco monótono. Pero todo esto, desde luego, no forma parte de aquel sueño en el curso de este viaje. Aquel sueño no era más que la nostalgia de este lugar tranquilo y cerrado, no identificado con claridad, que no conducía más que al confuso sentimiento de una pérdida irreparable, de una ausencia imposible de colmar, en medio de la humedad maloliente del vagón, pronto traspasada por gritos desaforados. Ni el aspecto sonriente y santurrón de Nijhoff, ni las avenidas a las que el invierno había desnudado, ni los canales helados, ni la larga carrera desde la salida del Tweede Gymnasium hasta este lugar tranquilo y apartado, no formarán parte de este sueño, o mejor dicho de este recuerdo intenso, aunque impreciso, que ha llegado a asaltarme en el curso de estas horas melancólicas, entre la conversación con el muchacho del «Tabou» y la noche de Walpurgis que nos esperaba. Este lugar tranquilo y apartado no era sino uno de los puntos en torno a los cuales se organizaba mi universo infantil, torpedeado por todas partes por los rumores bramantes del mundo, por los aullidos de la radio, durante el Anschluss de Viena, y el triste y estúpido estupor de septiembre de 1938, que confirmaba la derrota de mi país, vencido en todas partes, batido como los diques de Scheveningcn, al fondo de los árboles y las dunas, sobre los que rompían las mareas equinocciales, este mar al que era preciso alzar la mirada, al que era preciso subir, en la desembocadura de los árboles y las dunas, y que parecía a punto, cada minuto, de precipitarse hacia abajo, hacia la tierra firme. Estas largas sesiones de lectura en la librería de Martinus Nijhoff sólo eran un alto, una parada, y este presentimiento me atormentaba ya, en el largo camino del exilio, comenzado en Bayona, pero no, comenzado en realidad mucho antes, en esa noche de sobresaltado despertar, en la casa de las últimas vacaciones, al pie de los pinares, cuando todo el pueblo se puso en marcha, en el silencio anhelante, cuando el brusco incendio de las colinas y la llegada de los refugiados del pueblo más cercano, hacia el este, anunciaron que las tropas italianas de Gambara se acercaban pisoteando el País Vasco. (Algunos hombres, a la entrada del puente, levantaban una barricada con sacos de arena, llevaban escopetas de caza, latas de conservas llenas de dinamita, y yo conocía a alguno de ellos, pescadores encontrados en el puerto, durante estos veranos, jugadores de pelota que subían a Mendeja, al frontón adosado a la vieja iglesia, para reanudar eternamente la sempiterna partida entre equipos rivales, la pelota de cuero restallando en las manos desnudas, o golpeando, con un ruido desgarrador, el ribete de hierro que marcaba en el muro de enfrente el límite inferior de la superficie de juego; miraban las colinas arrasadas por el incendio, apretaban contra su corazón las escopetas de caza y fumaban en silencio; apartarse de ellos, dejarles detrás de esta barricada inútil, frente a los tanques de Gambara, era romper los lazos más esenciales, comprometerse en el camino del exilio, hubiéramos querido crecer unos años de repente para seguir con ellos, y nos prometimos, de manera confusa, en nuestra terrible desesperación infantil, reparar algún dia este retraso, recuperar a toda costa este tiempo perdido; pero ya nos alelábamos, partíamos a la deriva en la oleada nocturna de esta muchedumbre deslizándose en medio del ruido rugoso de las alpargatas sobre el asfalto de la carretera en cornisa sobre el mar y los rumores de la resaca; nos alejábamos, ya está, nos habíamos marchado, y sería necesaria una espera de años, una larga noche de años perforados de incendios, y de disparos, antes de recuperar un puesto, de poder ocupar un puesto, al lado de otros hombres, de los mismos hombres, detrás de otras barricadas, de las mismas barricadas, el mismo combate sin terminar todavía.) La librería de Nijhoff, los olores a encerado, el crujido de las páginas arrugadas, el calor adormecedor tras la larga carrera flanqueando los canales helados, entre los fantasmas de árboles despojados por el invierno, no era más que un alto, una parada relativamente breve, en este interminable viaje del exilio.

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