Jorge Semprún - El Largo Viaje

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Corre el año 1943.En un angosto vagón de mercancías precintado, ciento veinte deportados cruzan las tierras francesas camino del campo de concentración. Es un viaje claustrofóbico, vejatorio: los cuerpos hacinados caen de agotamiento, han perdido la cuenta de los días que llevan allí, y la angustia crece porque nadie sabe cuándo acabará ese viaje hacia el horror.

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Fuera, el soldado responde, pero no se entiende lo que dice, estamos demasiado lejos.

– ¿Qué dice? -pregunta alguien.

– Mierda, esperad, ya nos lo dirá después el muchacho.

– Desde luego -dice el muchacho-, ya no podemos más, aquí dentro.

La voz del alemán se alza de nuevo, fuera, pero sigue sin entenderse lo que dice.

– ¿Es verdad eso? -dice el muchacho que habla con el soldado alemán.

La voz del soldado alemán resuena de nuevo fuera, ininteligible.

– Bueno, gracias, muchas gracias, señor -dice el muchacho.

El ruido de botas se aleja de nuevo sobre el balasto.

– Mierda, anda que eres cortés, tío -dice el mismo tipo de antes.

– Bueno, ¿y qué ha dicho?

Las preguntas surgen de todas partes.

– Dejadle contar, Dios, en lugar de rebuznar -vocifera alguien.

El muchacho cuenta.

– Bueno, pues cuando le he preguntado si llegaríamos pronto, éí me ha respondido: «¿Tanta prisa tenéis por llegar?», y ha meneado la cabeza.

– ¿Ha meneado la cabeza? -pregunta alguien, a la derecha.

– Sí, ha meneado la cabeza -dice el muchacho que cuenta su conversación con el soldado alemán.

– ¿Y qué parecía decir? -pregunta el mismo tipo de ia derecha.

– Nos estás jodiendo, mierda, ¿qué más da que meneara la cabeza? -grita algún otro.

– Parecía que, en nuestro lugar, él no tendría tanta prisa por llegar -dice el que ha hablado con el soldado alemán.

– ¿Y por qué? -preguntan, desde el fondo.

– Oh, ya está bien, callaos de una vez, ¿llegaremos pronto sí o no? -grita una voz exasperada.

– Ha dicho que prácticamente ya hemos llegado, que ahora vamos a coger la vía que conduce a la estación del campo.

– ¿Vamos a un campo? ¿Qué tipo de campo? -dice una voz, asombrada.

Un concierto de imprecaciones se eleva en torno a esta voz asombrada.

– ¿Creías que íbamos de colonias escolares? Mierda, ¿de dónde sales, imbécil?

El tipo se calla, debe de rumiar el descubrimiento.

– Pero ¿por qué ha meneado la cabeza? Me gustaría saber por qué ha meneado la cabeza -dice el tipo de antes, obstinado.

Nadie le presta atención. Todo el mundo se abandona a la alegría de pensar que este viaje pronto habrá terminado.

– ¿Has oído? -digo al chico de Semur-. Prácticamente hemos llegado.

El chico de Semur sonríe débilmente y menea la cabeza, como acaba de hacer, hace un momento, este soldado alemán, según dice el tipo que habló con él. No parece entusiasmarle la idea de que prácticamente estemos al final del viaje.

– ¿Te pasa algo? -pregunto al chico de Semur.

No responde enseguida, y el tren arranca, con una brusca sacudida, en medio de un gran estrépito de ejes que chirrían. El chico de Semur se ha tambaleado hacia atrás, y le sujeto. Sus brazos se aferran a mis hombros y la luz de un proyector que barre el vagón ilumina un instante su rostro. Tiene una sonrisa crispada y una mirada de intensa sorpresa. La presión de sus brazos en mis hombros se hace convulsa, y grita, con una voz baja y ronca: «No me dejes, tío». Yo iba a decirle que no dijera tonterías, no digas tonterías, tío, cómo podría yo dejarle, pero de repente su cuerpo se vuelve rígido, se hace pesado, y he estado a punto de desplomarme en medio de la masa sombría y jadeante del vagón, con este peso repentino a mí cuello, de piedra pesada y muerta. Intento apoyarme en mi pierna útil, la que no tiene la rodilla hinchada y dolorida. Tntento incorporarme, sosteniendo al mismo tiempo este cuerpo pesado, infinitamente pesado, abandonado a su propio peso muerto, el peso de toda una vida, desaparecida de repente.

El tren corre a buena velocidad, y yo sostengo por las axilas el cadáver de mi compañero de Semur. Lo sostengo a pulso, el sudor me chorrea por la cara, pese al frío de la noche que se precipita por la abertura, donde ahora centellean las luces.

Me ha dicho: «No me dejes, tío», y encuentro esto irrisorio, pues es él quien me deja, es él quien se ha marchado. Él no sabrá cómo acaba este viaje, el chico de Semur. Pero quizá sea verdad, quizá sea yo quien le he abandonado, quien le he dejado. Intento escudriñar en la penumbra su rostro, a partir de ahora, esta expresión de intensa sorpresa que ostentaba, en el mismo momento en que me pedía que no le dejara. Pero no lo consigo, mi compañero de Semur ya no es más que una sombra indescifrable y pesada de sostener, a pulso y crispadamente.

Nadie nos presta atención, a nosotros, muerto y vivo soldados uno a otro, y en medio de un enorme estrépito de frenos llegamos, viajeros inmóviles, a una zona de luz cruda y ladridos de perros.

(Más tarde, y siempre, en los repliegues de la memoria más secreta, mejor protegida, esta llegada a la estación del campo, entre los bosques de hayas y los grandes abetos, explotó de repente, como un enorme chisporroteo de luz fulgurante y de ladridos rabiosos. En mi recuerdo se produce siempre, todas las veces, una estridente equivalencia entre los ruidos y la luz, el rumor, hubiera apostado, de decenas de perros ladrando y la cegadora claridad de todos los focos y proyectores, inundando con sus luces heladas este paisaje de nieve. Si se piensa bien, saltan a la vista la voluntad teatral, la sabia orquestación de todos los detalles de esta llegada, este mecanismo muy ensayado, mil veces repetido, como un ritual. Por eso mismo hay que guardar las distancias, esta empresa puede hacer sonreír por su irrisorio salvajismo. Su aspecto wagneriano, falsificado. Sin embargo, al final de estos cuatro días, de estas cinco noches de viaje jadeante, al salir bruscamente de este túnel interminable, teníamos la respiración cortada, es comprensible. Tanta desmesura impresionaba la imaginación. Todavía hoy, de modo imprevisto, en los más banales momentos de la existencia, estalla este chisporroteo en la memoria. Está uno aliñando la ensalada, en el patio se oyen voces y una melodía tal vez desoladora de vulgaridad; está uno aliñando la ensalada, maquinalmente, se deja llevar por este ambiente espeso y soso del día que termina, con los ruidos del patio, todos esos minutos interminables que acabarán siendo una vida, y de repente, como un escalpelo que cortara limpiamente unas carnes tiernas, un poco blandas, estalla este recuerdo de manera tan desmesurada como desproporcionada. Y si le preguntan a uno: «¿En qué piensas?», porque se ha quedado petrificado, tiene que responder: «En nada», desde luego. En primer lugar es un recuerdo difícilmente comunicable, y además, hay que arreglárselas solo.)

– ¡Terminal, todo el mundo se apea!-ha gritado alguien, en el centro del vagón.

Pero nadie ríe. Nos baña una claridad violenta, y decenas de perros ladran rabiosamente.

– ¿Qué es todo este circo? -murmura a mi izquierda el tipo que hace un rato se hizo cargo de la situación.

Me vuelvo hacia la abertura para intentar ver algo. El chico de Semur pesa cada vez más.

Frente a nosotros, sobre un andén bastante amplio iluminado por los proyectores, a cinco o seis metros de los vagones, una larga fila de miembros de las SS espera. Están inmóviles como estatuas, con sus rostros escondidos por la sombra de los cascos que la luz eléctrica hace brillar. Están con las piernas abiertas, el fusil apoyado en la bota que calza su pie derecho, sostenido por el cañón con el brazo extendido. Algunos no tienen fusil, y llevan en su lugar una metralleta colgada con una correa sobre el pecho. Ésos mantienen los perros en trailla, perros lobo que ladran hacia nosotros, hacia el tren. Son perros que saben a qué atenerse, desde luego. Saben que sus dueños les van a permitir abalanzarse hacia estas sombras que van a salir de los vagones cerrados y silenciosos. Ladran rabiosamente hacia sus futuras presas. Pero los de las SS permanecen inmóviles, como estatuas. El tiempo pasa. Los perros dejan de ladrar y se echan, gruñendo, con el pelo erizado, al pie de los de las SS. Nada se desplaza, nada se mueve en la fila de las SS. Tras ellos, en la zona iluminada por los reflectores, unos árboles altos tiemblan bajo la nieve. El silencio vuelve a caer sobre toda esta escena inmóvil, y me pregunto cuánto tiempo va a durar. En el vagón, nadie se mueve, nadie dice nada.

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