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Jorge Semprún: El Largo Viaje

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Jorge Semprún El Largo Viaje

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Corre el año 1943.En un angosto vagón de mercancías precintado, ciento veinte deportados cruzan las tierras francesas camino del campo de concentración. Es un viaje claustrofóbico, vejatorio: los cuerpos hacinados caen de agotamiento, han perdido la cuenta de los días que llevan allí, y la angustia crece porque nadie sabe cuándo acabará ese viaje hacia el horror.

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– Tenéis que encontrarme recipientes -dice el tipo con voz autoritaria-, latas de conserva vacías o algo parecido.

Miro a mi alrededor, maquinalmente, busco recipientes con la mirada, latas de conserva vacías o algo parecido, como dice el tipo.

– ¿Para qué? -pregunto.

No comprendo en absoluto lo que quiere hacer con los recipientes, las latas de conserva vacías o algo parecido, como él mismo dice.

Pero la voz autoritaria comienza a surtir efecto. Llaman al tipo, de aquí y de allá, unas manos le tienden, en la penumbra aullante y húmeda del vagón, cierto número de latas de conserva vacías.

Míro al tipo, a lo que va a hacer, como se mira en el circo a alguien que empieza a preparar su número, sin saber todavía si hará juegos malabares con estos platos y esos bolos, o los va a hacer desaparecer, o si va a convertirlos en conejos vivos, en palomas blancas, en mujeres barbudas, en hermosas muchachas dulces y ausentes, con aspecto ausente, vestidas con un maillot rosa punteado de brillante oropel. Le miro, como en el circo, sin conseguir todavía interesarme en lo que hace, me pregunto sencillamente si le saldrá bien el número.

El tipo escoge las ¡atas de conserva más grandes, y abandona las otras.

– Ahora -dice- hay que orinar en estas latas, muchachos, todos los que puedan, tenéis que llenarme estas latas.

AÍ chico de Semur el asombro le desencaja la mandíbula inferior, y menea todavía más la cabeza. Pero yo creo adivinar lo que quiere hacer este tipo, creo haber comprendido cuál es su número.

– No tenemos agua, muchachos -dice-, entonces vamos a empapar pañuelos en la orina, sacaremos los pañuelos mojados al aire nocturno y así tendremos compresas frías para reanimar a los que se desmayan.

Más o menos es lo que yo había creído adivinar.

Los muchachos, a mi alrededor, orinan en las latas de conserva. Cuando están llenas, el tipo las distribuye, reúne pañuelos, que empapa en la orina, pasándolos después a los que se encuentran cerca de la abertura, para que los agiten en el aire helado de la noche. Después, nos ponemos a trabajar, a las órdenes de este tipo. Recogemos a los que se han desmayado, les ponemos los pañuelos húmedos y helados en la frente, en la cara, y les acercamos todo lo posible al aire fresco de la noche, eso les reanima. Y el hecho de tener una actividad sostiene a los demás, a los que todavía no se habían desmayado, eso les da fuerzas y les calma. Desde nuestro rincón, de este modo, la calma se extiende, se propaga progresivamente hacia el resto del vagón en oleadas concéntricas.

– Cerrad la boca, cerrad los ojos -dice el tipo-, cuando tengáis los pañuelos en la cara.

El pánico cesa poco a poco. Sigue habiendo muchachos que se desploman, pero enseguida son recogidos, empujados hacia las aberturas, hacia los que tienen las latas de conserva llenas de orina. Se les reanima, a veces dándoles grandes sopapos, con pañuelos mojados y helados sobre los rostros inertes.

– Mi lata está vacía -dice alguien-, habría que llenarla.

– Pásamela por aquí -dice otro-, tengo para darte.

Comienzan a estallar algunas risas, incluso. Bromas cuartelarias.

Por supuesto, a algunos no ha habido forma de reanimarlos. Estaban muertos de verdad. Completamente muertos. Los hemos reunido cerca del primer cadáver de este viaje, el del pequeño anciano que dijo: «¿Os dais cuenta?», y que murió inmediatamente después. Los hemos reunido para que no los pisoteen, pero no fue un trabajo sencillo en la turbamulta húmeda del vagón. Lo más sencillo era entonces mantener los cadáveres en posición horizontal, y hacerlos avanzar así, de mano en mano, hasta el lugar en donde habíamos decidido reunirlos a todos. Sostenidos por brazos invisibles, los cadáveres de ojos fijos, abiertos sobre un mundo apagado, parecían avanzar por sí solos. La muerte estaba en marcha en el vagón, silenciosamente, una fuerza irresistible parecía empujar a estos cadáveres hacia su última acción. Así era, y esto lo supe después, como los compañeros alemanes hacían subir a la plaza de formaciones los cadáveres de los detenidos muertos durante la jornada. Era en los primeros tiempos, durante los tiempos heroicos, cuando los campos de concentración lo eran de verdad, verdaderos campos; ahora, según parece, no son más que sanatorios, esto es en todo caso lo que decían los veteranos despectivamente. Las SS pasaban revista a las filas impecables de detenidos, alineados en cuadrados, bloque tras bloque. En el centro del cuadrado, los muertos, de pie, sostenidos por manos invisibles, presentaban cierta compostura. Enseguida se ponían rígidos en el frío glacial del Ettersberg, bajo la lluvia del Ettersberg resbalando sobre sus ojos muertos. Las SS echaban la cuenta, y era la cifra establecida, controlada dos veces mejor que una, la que servía para fijar las relaciones del día siguiente. Con el pan de los muertos, con la porción de margarina de los muertos, o con su rancho, los compañeros formaban un fondo de alimentación para acudir en ayuda de los más débiles, de los enfermos. En la plaza de formaciones, con la lluvia del Ettersberg resbalando sobre sus ojos apagados, con la nieve adhiriéndose a sus pestañas y cabellos, los cadáveres de los compañeros muertos durante la jornada prestaban un magnífico servicio a los vivos. Ayudaban a vencer, provisionalmente, a la muerte que acechaba a todos los que sobrevivían.

Entonces fue cuando el tren se detuvo, una vez más.

Se hace el silencio en el vagón, pero un silencio muy particular, no el silencio producido por la ausencia momentánea, y debida sólo al azar, de los ruidos del ambiente, sino un silencio al acecho, de espera, de respiraciones contenidas. Y de nuevo, como en cada ocasión en que el tren se ha detenido, una voz pregunta si hemos llegado, muchachos.

– ¿Hemos llegado, muchachos? -pregunta la voz.

Una vez más, nadie responde. El tren silba en la noche, dos veces. Aguzamos el oído, atentos, tensos por la espera. Los chicos ni siquiera piensan en desmayarse.

– ¿Qué se ve? -pregunta alguien.

También es una pregunta habitual.

– Nada -dice uno de los que se encuentran cerca de una abertura.

– ¿No es una estación? -preguntan todavía.

– Nada, nada -es la respuesta.

De repente, se oye ruido de botas sobre el balasto de la vía.

– Vienen.

– Deben de hacer una ronda, cada vez que nos paramos hacen una ronda.

– Pregúntales dónde estamos.

– Eh, que alguien les pregunte si vamos a llegar pronto.

– ¿Y crees que van a contestar?

– Les trae sin cuidado saber que ya estamos hartos.

– ¿Tú crees? Desde luego, no les pagan para eso.

– A veces tropiezas con un tipo correcto y te contesta.

– A veces mi tía los tenía bien puestos, era mi tío.

– Calla, voceras, ya me ha pasado algunas veces.

– Eres la excepción que confirma la regla.

– En serio, una vez, en Fresnes…

– No nos cuentes tu vida, nos fastidias.

– Ya me ha sucedido, he dicho, eso es todo.

– ¡Callad, voceras, dejadnos escuchar!

– No hay nada que escuchar, hacen una ronda, eso es todo.

De nuevo se hace el silencio.

Se acercan los ruidos de botas, están ahí, al pie mismo del vagón.

– Es un soldado solo -murmura un tipo que está cerca de la abertura.

– Pregúntale, Dios, no arriesgamos nada.

– Señor -dice el tipo-. ¡Eh, señor!

– Mierda -dice alguien-, qué manera de dirigirse a un boche.

– Y qué -dice algún otro-, se pide una información, hay que ser cortés.

Rechinan risas desengañadas.

– Esta cortesía, tan francesa, nos perderá -dice una voz, sentenciosa.

– Diga, señor, ¿no sabe usted si llegaremos pronto?

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