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Jorge Semprún: El Largo Viaje

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Jorge Semprún El Largo Viaje

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Corre el año 1943.En un angosto vagón de mercancías precintado, ciento veinte deportados cruzan las tierras francesas camino del campo de concentración. Es un viaje claustrofóbico, vejatorio: los cuerpos hacinados caen de agotamiento, han perdido la cuenta de los días que llevan allí, y la angustia crece porque nadie sabe cuándo acabará ese viaje hacia el horror.

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Resuena una orden breve, en algún lado, y brotan silbidos por todas partes. Los perros están otra vez erguidos y ladran. La fila de las SS, con un único y mecánico movimiento, se ha aproximado al vagón. Y los de las SS se ponen a vociferar también. Esto provoca un alboroto ensordecedor. Veo a los de las SS agarrar sus fusiles por el cañón, la culata en el aire. Entonces, las puertas del vagón se corren brutalmente, la luz nos golpea en el rostro, nos ciega. Como un ritornello gutural, estalla el grito que ya conocemos, y que sirve a los de las SS para formular prácticamente todas sus órdenes: «Los, los, los!». Los compañeros comienzan a saltar al andén, por grupos de cinco o seis cada vez, empujándose. A veces no calculan bien el impulso, o se estorban mutuamente, y caen de bruces sobre la nieve embarrada del andén. Otras veces tropiezan bajo los culatazos que los de las SS distribuyen al azar, resoplando ruidosamente, como leñadores en la faena. Los perros se abalanzan sobre los cuerpos, las fauces abiertas. Y siempre este grito, que domina todo el alboroto, restallando secamente por encima del desordenado remolino: «Los, los, ¿os!».

Se hace el vacío a mi alrededor, y sigo sosteniendo al chico de Semur por las axilas. Voy a tener que dejarle. Tengo que saltar al andén, en medio del barullo, pues si espero demasiado y salto solo todos los golpes serán para mí. Ya sé que a los de las SS no les gustan los rezagados. Se ha acabado, este viaje se ha acabado y voy a dejar a mi compañero de Semur. Es decir, es él quien me ha dejado, estoy solo. Tiendo su cadáver en el suelo del vagón, y es como si depositara mi propia vida pasada, todos los recuerdos que me unen todavía al mundo de antes. Todo lo que le había contado en el transcurso de estos días, de estas noches interminables, la historia de los hermanos Hortieux, la vida en la prisión de Auxerre, Michel y Hans, y el muchacho del bosque de Othe, todo eso que era mi vida va a desvanecerse, puesto que él ya no está aquí. El chico de Semur ha muerto y estoy solo. Pienso que había dicho; «No me dejes, tío», y ando hacia la puerta, para saltar al andén. Ya no me acuerdo si había dicho eso: «No me dejes, tío», o si me había llamado por mi nombre, es decir, por el nombre por el que me conocía.

Tal vez había dicho: «No me dejes, Gérard», y Gérard salta al andén, en medio de la luz cegadora.

II

Vuelve a caer de pie, por suerte, y se libera a codazos del barullo. Más lejos, los de las SS van aiineando a los deportados en columnas de a cinco. Corre hacia allá, intenta deslizarse en medio de la columna, sin conseguirlo. Un remolino del grupo le expulsa hacia la fila exterior. La columna se pone en marcha a paso ligero y un culatazo en la cadera izquierda le empuja hacia adelante. El aire helado de la noche le corta la respiración. Alarga el paso, para alejarse todo lo posible del miembro de las SS que corre a su lado y que resopla como un buey. Mira de reojo al de las SS, que tiene la cara deformada por un rictus. Quizá sea por el esfuerzo, quizá por eí hecho de que no para de vociferar. Felizmente, no es un SS con perro. De repente, un agudo dolor le atraviesa la pierna derecha, y comprueba que va descalzo. Ha debido de herirse con algún guijarro oculto en la nieve enfangada que recubre el andén. Pero no tiene tiempo de ocuparse de sus pies. Instintivamente, intenta controlar la respiración, adaptarla al ritmo de su paso. De pronto le entran ganas de reír, recuerda el estadio de La Faisanderie, la hermosa pista de hierba bien cortada entre los árboles de la primavera. Había que dar tres vueltas para hacer mil metros. Peiletoux le atacó en la curva de la segunda vuelta, y él cometió el error de resistir al ataque. Mejor hubiera sido dejarle pasar y adaptarse a su ritmo. Mejor hubiera sido conservar la reserva de velocidad para la recta final Hay que decir que era la primera vez que corría los mil metros. Luego había aprendido a controlar su carrera.

– Están locos, estos tíos.

Reconoce esta voz, a su derecha. Es el muchacho que intentó hace un rato poner orden en el vagón. Gérard le lanza una ojeada. El tipo ha debido de reconocerle también, pues le hace una señal con la cabeza. Mira detrás de Gérard.

– ¿Y tu compañero? -dice.

– En el vagón -dice Gérard.

El tipo tropieza y se endereza ágilmente. Parece estar en forma.

– ¿Y cómo es eso? -pregunta.

– Muerto -dice Gérard.

El tipo le lanza una ojeada.

– Mierda, no he visto nada -dice.

– justo al final -dice Gérard.

– EÍ corazón -dice el tipo.

Un muchacho cae cuan largo es, ante ellos. Saltan por encima de su cuerpo y continúan. Detrás, se produce un barullo y las SS, sin duda, intervienen. Se oye ladrar a los perros.

– Hay que pegarse al grupo, chico -dice el tipo.

– Ya lo sé -dice Gérard.

De repente, el de las SS que corría a su izquierda se ha quedado atrás.

– No te ha tocado un buen sitio -dice el tipo.

– Ya lo sé -dice Gérard.

– Nunca en el exterior -dice el tipo.

– Ya lo sé -dice Gérard.

Decididamente, estos viajes están llenos de gente razonable.

Desembocan en una gran avenida, brillantemente iluminada. La velocidad de la marcha, de repente, se aminora. Marchan a paso lento, bajo la luz de los reflectores.

A cada lado de la avenida se yerguen altas columnas, coronadas de águilas con las alas plegadas.

– Mierda -dice el tipo.

Cae una especie de silencio. Los de las SS tienen que recobrar el aliento. Los perros también. Se oye el susurro de miles de pies descalzos en la nieve enfangada que recubre la avenida. Los árboles murmuran en la noche. Hace mucho frío, de repente. Los pies están rígidos e insensibles, como pedazos de madera.

– Mierda -susurra otra vez el tipo.

Es comprensible.

– Tienen pretensiones estos cerdos -dice el tipo. Y ríe socarronamente.

Gérard se pregunta qué quiere decir, exactamente. Pero no tiene ganas de preguntárselo, de preguntarle por qué dice que tienen pretensiones estos cerdos. La brusca aminoración de la marcha, el frío, cortante, que se percibe de repente, y la ausencia de su compañero de Semur, le abruman. La rodilla hinchada llena su pierna, y todo el cuerpo, de retortijones dolorosos. Pero, en el fondo, es evidente lo que quiere decir. Esta avenida, estas columnas de piedra, estas águilas altivas están construidas para perdurar. Este campo hacia el que marchamos no es una empresa provisional. Hace siglos, él marchó ya hacia un campo, en el bosque de Compiégne. Quizás el tipo de su derecha también formaba parte de esta marcha en el bosque de Compiégne. Estos viajes están llenos de coincidencias. De hecho, habría que hacer un esfuerzo y contar los días que le separan de esta marcha en el bosque de Compiégne, de la cual diría que le separan siglos. Habría que contar un día para el viaje de Auxerre a Díjon. Hubo el despertar, antes del amanecer, el rumor de toda la prisión, despierta de repente, para gritar su adiós a los que se iban. Le llegó la voz de Irene, desde la galería del último piso. El muchacho del bosque de Othe le estrechó entre sus brazos, en el umbral de la celda 44.

– Adiós, Gérard -había dicho-, quizá volvamos a encontramos.

– Alemania es muy grande -le respondió él.

– Quizá sí, a pesar de todo -había dicho el muchacho del bosque de Othe, obstinado.

Luego vino el tren de vía secundaria, hasta Laroche-Migennes. Habían tenido que esperar durante mucho tiempo el tren de Dijon, primero en un café convertido en Soldatenheim, «casa del soldado». Gérard pidió permiso para ir a los lavabos. Pero el tipo del Servicio de Segundad que mandaba el convoy no le había desatado del viejo campesino de Appoigny encadenado a la segunda esposa. Había tenido que arrastrar al viejo tras él para ir a mear, y para colmo no tenía verdaderas ganas de mear. En estas condiciones no se podía intentar nada. Luego, esperaron sobre el andén de la estación, rodeados de metralletas apuntándoles. Avanza con pasos acompasados por esta avenida brillantemente iluminada, en la nieve del invierno que comienza, y habrá todo un invierno después de este invierno que comienza. Mira las águilas y los emblemas que se suceden sobre las altas columnas de granito. El tipo de su derecha también mira.

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