Jorge Semprún - El Largo Viaje

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Corre el año 1943.En un angosto vagón de mercancías precintado, ciento veinte deportados cruzan las tierras francesas camino del campo de concentración. Es un viaje claustrofóbico, vejatorio: los cuerpos hacinados caen de agotamiento, han perdido la cuenta de los días que llevan allí, y la angustia crece porque nadie sabe cuándo acabará ese viaje hacia el horror.

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– Algún compañero se las habrá escrito -digo-, siempre hay compañeros que saben alemán y que ayudan a quienes no lo saben. Es lo menos que se puede hacer.

El granjero sacude la cabeza y nos sirve otra ronda.

– ¿En qué campo estaba su hijo? -pregunta Michel.

– En Buckenval [33]-dice el granjero.

Me pregunto por qué lo pronuncia de este modo, pero el hecho es que la mayoría lo pronuncia así.

Siento que Michel esboza un gesto hacia mí, y dejo que mi mirada se vacíe de toda expresión, rígidos los músculos de mi rostro, me vuelvo apagado, esponjoso, incomprensible. No quiero hablar del campo con este granjero cuyo hijo no ha vuelto todavía. Mi presencia aquí, si se entera que yo vuelvo del mismo campo, sería un duro golpe para su esperanza de ver todavía volver a su hijo. Cada deportado que vuelve, y que no es su hijo, atenta contra las posibilidades de supervivencia de su hijo, contra las posibilidades de verle regresar vivo. Mi vida, la mía, que ha vuelto de allí, aumenta las posibilidades de muerte de su hijo. Espero que Michel lo comprenda, espero que no insista.

Pero una puerta se abre, al fondo, y entra Jeanine.

– Sí -dice Jeanine-, me acuerdo muy bien de su compañero.

Caminamos otra vez por el bosque, hacia el claro del «Tabou».

– ¿Qué edad tenía usted entonces? -pregunto.

– Dieciséis años -dice Jeanine.

Hemos comido en la granja, hemos escuchado una vez más el relato de la matanza de) «Tabou», otro relato diferente, desde otra perspectiva, pero idéntico, sin embargo, a causa del desorden y la noche, los ruidos confusos de la batalla, y el silencio final, el gran silencio invernal sobre las montañas del «Tabou». La granjera, es evidente, consumida por la espera, no vive más que para esperar a su hijo.

Michel se ha quedado en la granja, según ha dicho, para arreglar el motor del Citroen. Yo camino de nuevo hacia el claro del «Tabou», en medio de las hierbas altas, con Jeanine, que tenía dieciséis años en aquellos días, y que recuerda muy bien a mi compañero.

– A veces venía hasta la granja, los últimos días, antes de la batalla -dice Jeanine.

En realidad, todo se resolvió en algunas horas, pero para eila, con toda seguridad, esas pocas horas de ruidos confusos, de disparos, de gritos de los de las SS invadiendo la granja, todo eso condensa y representa al fin y al cabo la realidad de aquellos cinco largos años de guerra, toda su adolescencia. Es una batalla que simboliza todas las batallas de esta larga guerra, cuyos ecos llegaban, como en sordina, hasta esta granja borgoñona.

Estamos sentados, en el claro del «Tobou», y estrujo las hierbas que crecen sobre los restos de esta guerra que acaba de terminar, desvanecida ya.

– Toda la noche -dice ella-, cuando cesaron los disparos, esperé que llegara, acechando los ruidos en torno a la granja.

Estrujo las hierbas, algunas son cortantes.

– No sé por qué -dice ella-, pero pensaba que aparecería durante la noche por la parte de atrás de la granja, tal vez.

Mastico una hierba, ácida y fresca corno esta primavera de la posguerra que comienza.

– Me decía a mí misma que tal vez estuviera herido, y

había preparado agua caliente -dice ella-, y paños limpios, para vendarle.

Recuerdo que tenía dieciséis años y mastico la hierba ácida y fresca.

– La madre lloraba, en un cuarto de arriba, lloraba sin cesar -dice ella.

Imagino esa noche, el silencio que había vuelto a caer sobre las colinas del «Tabou», la huella de Hans, desaparecida para siempre.

– Al amanecer, creí oír un roce en la puerta de atrás. Era el viento -dice ella.

El viento de invierno, sobre las colinas calcinadas del «Tabou».

– Y esperé todavía, esperé durante muchos días, sin esperanza -dice ella.

Me dejo caer hacia atrás, con la cabeza hundida en las altas hierbas.

– MÍ madre fue hasta Dijon, pues allí habían encerrado a los hombres -dice ella.

Miro los árboles, el cielo entre los árboles; intento no acordarme de todo esto.

– Recorrí el bosque en todos sentidos, no sé para qué, pero era preciso que lo hiciera -dice ella.

Era preciso volver a encontrar el rastro de Hans, pero ya no había ni rastro de Hans.

– Y aun ahora -dice ella-, en ocasiones vengo aquí, y espero.

Miro el cielo entre los árboles, y los árboles, e intento vaciarme de toda espera.

– Mi hermano tampoco ha vuelto, tampoco, y así estamos -dice ella.

Me doy media vuelta y la miro.

– ¿Usted sabía -dice ella- que era alemán?

Me incorporo, apoyándome en un codo, sorprendido, y la miro.

– Cantaba una canción -dice ella- que trataba del mes de mayo.

Entonces me dejo otra vez caer hacia atrás, con la cabeza hundida entre las altas hierbas. Siento mi corazón que late contra la tierra húmeda del claro, y estamos otra vez en el mes de mayo, «im wunckrschónen Monat Mai / wenn alie Knospen blühen [34]»! Siento latir mi corazón, y de repente recuerdo aquella marcha nocturna que obsesionaba mi memoria estos últimos días. La oigo moverse, cerca de mí, en un roce de hierbas y su mano viene a rozar mi pelo al rape. No se trata de una caricia, ni siquiera de un gesto amistoso, sino de un tantear ciego que intentara orientarse, como si explorase el sentido de estos cabellos rapados.

– Le han afeitado la cabeza -dice ella.

Me vuelvo hacia ella. Está tendida cerca de mí, con los ojos muy abiertos.

– ¿Usted cree que mi hermano volverá aún?

Entonces le susurro la historia de esta marcha nocturna a través de Europa, es una manera de responderle, la historia de la larga marcha de Piotr y sus muchachos, en medio de la noche de Europa. Ella escucha con una atención apasionada. Y otra vez es el mes de mayo en el claro del «Tabou».

– ¿Entiendes? -dice la voz a mis espaldas-, nos dispersamos en pequeños grupos, y no volvimos a ver a los muchachos que nos cubrieron la retirada.

El chico de Semur mira al tipo que habla, y se vuelve hacia mí cuando ha terminado de hablar.

– ¿Era un amigo tuyo -pregunta-, un buen amigo?

– Sí -digo.

El chico de Semur menea la cabeza, y vuelve de nuevo el silencio en la penumbra del vagón. Es un golpe duro, esta noticia del final del «Tabou», un golpe en plena boca del estómago, así, en medio de este viaje. No sabré lo que le ha ocurrido a Hans hasta el regreso de este viaje. Y si no regreso de este viaje, no sabré jamás lo que ha sido de Hans. Si se quedó en el grupo de cobertura, será preciso que me haga a la idea de que Hans ha muerto. Estos días que vienen, las semanas que se adelantan, estos meses que llegan hasta mí, será preciso que me haga a la idea de la muerte de Hans, es decir, será necesario que esta idea (si es que se puede llamar idea a esta realidad opaca y fugitiva de la muerte de alguien que os es querido), será preciso que esta idea se haga a mí, que esta muerte forme parte de mi vida. Tengo la sensación de que tardará algún tiempo. Pero tal vez ya no voy a tener tiempo de hacerme a la idea de esta muerte de Hans, tal vez mi propia muerte venga a liberarme de esta preocupación. En la bola esponjosa que se encuentra detrás de mi frente, entre mi nuca dolorida y mis sienes ardientes, donde resuenan todas las punzadas de mi cuerpo que se quiebra en mil pedazos de vidrio cortante, en esta bola esponjosa de la que quisiera extraer a manos llenas (o, mejor dicho, con pinzas delicadas, una vez levantada la placa ósea que la recubre) los filamentos algodonosos y tal vez estriados de sangre que deben de rellenar todas las cavidades y me impiden ver claro, y que cubren de niebla todo el interior, lo que llaman la conciencia, en esta bola esponjosa se abre camino la idea de que tal vez mi muerte no llegue a ser algo verdaderamente real, es decir, algo que forme parte de la vida de alguien, al menos de alguien. Tal vez la posibilidad de mi muerte como algo real me será negada, aun esta simple posibilidad, y busco desesperadamente quién me echará en falta, qué vida podré dejar vacía, obsesionar con mi ausencia, y no lo encuentro, en este preciso momento no lo encuentro, mi muerte no tiene una posibilidad real, tal vez ni siquiera podré morir, sino que sólo podré desaparecer, dejarme borrar suavemente de esta existencia, sería preciso que Hans viviera, que Michel viviera, para que yo pudiese tener una muerte real, que se aferré a lo real, para que no me desvanezca simplemente en la penumbra maloliente de este vagón.

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