Jorge Semprún - El Largo Viaje

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Corre el año 1943.En un angosto vagón de mercancías precintado, ciento veinte deportados cruzan las tierras francesas camino del campo de concentración. Es un viaje claustrofóbico, vejatorio: los cuerpos hacinados caen de agotamiento, han perdido la cuenta de los días que llevan allí, y la angustia crece porque nadie sabe cuándo acabará ese viaje hacia el horror.

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Así pues, como decía, Le Cloarec se hizo cargo del problema. Todos estuvieron de acuerdo en colaborar con el proyecto del bretón. «Ouest-État», este gran grito druí-dico, era la señal de adhesión, la consigna aullada o susurrada de la acción preparada. Todos, excepto Pinel, claro está. Pinel era el buen alumno en toda su repulsión, siempre entre los tres primeros, en cualquier asignatura, como si se pudiera ser de los tres primeros en todo, sin hacer trampas consigo mismo, sin forzarse de manera estúpida a interesarse en materias que en verdad no tienen el más mínimo interés. Pinel había dicho que no contásemos con él, el proyecto le había escandalizado, nosotros le pusimos de vuelta y media y desde entonces le hicimos, en la medida de lo posible, la vida imposible. En la siguiente clase de matemáticas, así pues, cuando entró Rabión sin mirar a nadie (era de baja estatura y aguardaba a subir al estrado para lanzarnos su mirada fulminante), todos, excepto Pinel, habíamos cosido a nuestro pecho una estrella amarilla, con las cinco letras de «judío» veteando de negro el fondo amarillo de la estrella. Bloch estaba como fuera de sí, hay que decirlo, y murmuraba en voz baja que estábamos todos locos, que era una locura, y Pinel se mantenía muy tieso, inflando el pecho para que se viera que él no llevaba la estrella amarilla. Rabión, como siempre, una vez en el estrado, de pie, él, el matemático, fulminó con la mirada a esta clase de filosofastros y malas cabezas («Filo 2» era una clase tradicionalmente de buenos en redacción y malas cabezas mezclados, no sé si esta tradición se conserva todavía en el liceo Henri IV) y su mirada, de repente, se tornó fija, vidriosa, su boca se hundió, y yo no veía más que la nuez de su garganta subir y bajar en una especie de movimiento espasmódico, Rabión, atacado por sorpresa, desprevenido, por este gran puñetazo en sus cochinos morros, por esta marea de estrellas amarillas que rompía sobre él, extendiéndose como una oleada antes de estallar en lo alto, sobre los grádenos de la clase. Rabión abrió la boca, yo hubiera apostado que iba a vociferar, pero su boca permaneció abierta sin que ningún sonido saliera de ella, y su nuez, en su garganta, se desplazaba espasmódicamente de arriba abajo de su cuello esquelético. Se quedó así, durante un tiempo infinito, mientras en la clase reinaba un silencio absoluto, hasta que finalmente, Rabión tuvo una reacción inesperada, se volvió hacia Pinel, y con voz áspera, hiriente y desesperada comenzó a ponerle de vuelta y media, y Pinel se quedó viendo visiones: «Usted siempre quiere distinguirse, Pinel», le decía, «nunca hace usted como los demás», y cruzó sobre Pinel el fuego de todas sus baterías, de todas sus preguntas, le hizo recitar toda la cosmografía, todas las matemáticas aprendidas, si se puede decir (Pinel sí, las había aprendido), desde el principio del curso hasta ahora. Y se marchó, cuando dio la hora, sin decir una sola palabra, y fue el grito unánime de «Ouest-État» el que saludó la victoria de Le Cloarec, nuestra victoria, y añadimos algún que otro «Pinel al paredón» para que hiciera juego.

– Pero no -digo-, era alemán.

El granjero me mira, sin comprender. Su hijo, este muchacho que sobrevivió a la matanza del «Tabou», me mira también. La madre no está aquí, ha ido a buscar algo.

– ¿Cómo? -dice el granjero.

Había dicho, en uno de los momentos en que subrayaba el relato de su hijo con alguna consideración general sobre la vida y los hombres, que con franceses como aquél, como este Philippe amigo nuestro, nunca se hubiera perdido Francia.

– Era alemán -digo-, no era francés, sino alemán.

Michel me mira, con aire cansado, debe de pensar que voy otra vez a fastidiar a todo el mundo con mi costumbre de poner las cosas en su sitio, los puntos sobre las íes.

– Más aún -digo-, era judío, judío alemán.

Michel, con aire cansado, explica con mayor claridad que este Philippe era Hans, y por qué este Hans se convirtió en Philippe. Esto les deja pensativos, inclinan la cabeza, hay que decir que les impresiona. Era judío alemán, pienso, y no quería morir como un judío, pero precisamente nosotros no sabemos cómo murió. He visto morir a otros judíos, en cantidad, que morían como judíos, es decir, sólo porque eran judíos, como si pensaran que ser judíos era una razón suficiente para morir así, para dejarse matar así.

Pero sucedía que nosotros no sabíamos cómo había muerto Hans. Sencillamente, siempre llegaba un momento en esta historia, en este relato de la matanza del «Tabou», fuera quien fuese quien lo contaba, un momento en el que Hans desaparecía.

Pisoteábamos esa hierba, entre los altos árboles del bosque alrededor de lo que había sido el «Tabou», al día siguiente (quizás) y es aquí, exactamente, donde Hans desapareció. Michel camina delante, y golpea los tallos de las altas hierbas con el extremo de una varita flexible. Me detengo un instante a escuchar el bosque. Sería necesario tener más a menudo tiempo, u ocasión, de escuchar el bosque. He pasado siglos enteros de mi vida sin poder escuchar el bosque. Me detengo y escucho. Esta alegría sorda, paralizadora, arraiga en la certeza de la absoluta contingencia de mi presencia aquí, de mi inutilidad radical. No soy necesario para que este bosque exista, susurrante, y éste es el origen de esta sorda alegría. Michel se aleja entre los árboles y aquí es donde Hans desapareció. Para terminar, fue él quien cogió el fusil ametrallador, decía este muchacho ayer (quién sabe, quizás anteayer). Hans no tuvo tiempo para escuchar el bosque, en la noche invernal, sólo escuchaba los ruidos secos de los disparos, en desorden, a su alrededor, en esta noche de invierno en la que tuvo lugar la matanza del «Tabou». Se quedó solo al final, aferrado a su fusil ametrallador, y muy contento, pienso, de arrebatar a los de las SS una muerte amasada de resignación, y de imponerles esta muerte brutal y peligrosa para los asesinos mismos, imponerles esta muerte asesina, en la noche ciega y desordenada en que tuvo lugar la matanza del «Tabou». Michael vuelve hacia mí y grita.

– ¡Eh! -grita.

– Escucho -le contesto.

– ¿Y qué escuchas? -pregunta.

– Escucho, sencillamente.

Michel deja de segar los tallos altos de las hierbas y escucha, a su vez.

– ¿Y qué? -dice luego.

– Nada.

Camino hacia donde está él, de pie, con la varita flexible en la mano con la que segaba los tallos de las hierbas altas. Le ofrezco un cigarrillo. Fumamos en silencio.

– ¿Dónde estaba el campamento, lo recuerdas? -pregunta Michel.

– Por ahí -digo-, hacia la derecha.

Nos ponemos en marcha otra vez. Ahora el bosque está mudo. El ruido de nuestros pasos hace callar al bosque.

– ¿Eres tú quien me ha contado una historia de una marcha por el bosque, por la noche, una larga marcha por el bosque durante noches y noches? -pregunto a Michel.

Me mira, y mira después a su alrededor. Caminamos por el bosque pero es de día, en primavera.

– No sé de qué me hablas -dice Michel-, no, no recuerdo ninguna marcha nocturna por el bosque de la que te haya hablado.

Vuelve a segar las hierbas altas, con un gesto amplio y preciso. Creo que terminará poniéndome nervioso; creo que pronto voy a estar harto de verle hacer este gesto, mil veces repetido mecánicamente.

– ‹Y qué es esta historia de marcha? -pregunta.

– Desde que ese tipo nos ha contado su fuga a través del bosque, la noche del «Tabou», tengo la sensación de que voy a recordar otra marcha nocturna por el bosque. Es otra historia, y en otro lugar, pero no consigo acordarme.

– Eso sucede a veces -dice Michel. Y vuelve a segar las hierbas.

Pero desembocamos en el claro donde estaba el campamento, y no tengo ocasión de decirle que pronto me va a poner nervioso.

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