Jorge Semprún - El Largo Viaje

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Corre el año 1943.En un angosto vagón de mercancías precintado, ciento veinte deportados cruzan las tierras francesas camino del campo de concentración. Es un viaje claustrofóbico, vejatorio: los cuerpos hacinados caen de agotamiento, han perdido la cuenta de los días que llevan allí, y la angustia crece porque nadie sabe cuándo acabará ese viaje hacia el horror.

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Una semana después, conseguimos encontrar a uno de los supervivientes del «Tabou». Fue en una granja, cerca de Laignes, mientras esperábamos en el patio de la granja el regreso de los hombres que estaban trabajando la tierra. Esperábamos con la granjera, pues era su hijo el superviviente de la matanza del «Tabou». Ella contaba con voz lenta, pero clara, la larga historia de aquellos largos años. Escuchábamos sin atención, pues ya conocíamos la historia. Y no era la historia lo que ahora nos interesaba, sino Hans, el rastro de Hans, el recuerdo de Hans. La granjera nos contaba aquella larga historia, y de vez en cuando se interrumpía para decirnos: «¿Tomarán un vasito de vino blanco?», nos miraba y añadía: «¿O una sidra?». Pero no nos daba tiempo a decirle que sí, que a gusto tomaríamos un vaso de vino blanco, pues ensartaba enseguida esta larga historia de los largos años que acababan de terminar.

Ayer, en una taberna cerca de Semur, donde estábamos comiendo jamón, pan y queso, acompañados de un vinillo que hay que ver lo bueno que era, Michel dijo, después de una larga pausa de silencio entre nosotros:

– Por cierto, aún no me has contado nada.

Ya sé de qué quiere hablar, pero no quiero saberlo. El pan, el jamón, el queso y el vino del país son cosas que hay que aprender a saborear de nuevo. Hay que concentrarse. No tengo ganas de contar nada, sea lo que fuere.

– ¿Contar? -contesto-. ¿Qué es lo que hay que contar?

Michel me mira.

– Precisamente -dice-, no lo sé.

Corto un cuadradito de pan, corto otro cuadradito de queso, pongo el pan debajo del queso y como. Luego, un trago de vino del país.

– Y yo ya no sé lo que habría que contar.

Michel come también. Luego, pregunta:

– ¿Demasiadas cosas, tal vez?

– O demasiado pocas, demasiado pocas en relación con lo que nunca se podrá contar.

Esta vez, Michel se asombra.

– ¿Estás seguro? -dice.

– No -debo reconocer-, quizá no era más que una frase.

– Eso me parece -dice Michel.

– De todas formas -añado-, necesitaré tiempo.

Michel reflexiona en esto.

– Tiempo para olvidar -dice-, es posible. Para contar después del olvido.

– Eso es, más o menos.

Y jamás hemos vuelto a tocar este tema, ni en los días que siguieron, mientras buscábamos el rastro de Hans, ni nunca jamás. Y ahora que ha llegado eí tiempo del olvido, es decir, ahora que aquel pasado vuelve con más fuerza que nunca a la memoria, ya no se lo puedo contar a Michel. Ya no sé dónde encontrar a Michel.

Al día siguiente, estábamos en este patio de granja y la madre de aquel muchacho que había sobrevivido a la matanza del «Tabou» nos contaba la larga historia de aquellos largos años. Luego vinieron los hombres. Los hombres nos hicieron entrar en la gran sala común de la granja, y al final bebimos aquel vaso de vino blanco.

La larga sala común, o quizá era una cocina, era fresca y tibia, es decir, tibia y ¿quién sabe?, recorrida, por oleadas de frescura, o tal vez era un escalofrío lo que me recorría, oleadas de escalofríos a lo largo de mi columna vertebral, quizá la fatiga o tal vez los recuerdos de la matanza del «Tabou», que aquel muchacho iba recordando de una manera sosa, incapaz seguramente de destacar o de subrayar los episodios más señalados, pero de un modo que nos conmovía más, precisamente a causa de ello. A Michel también, me parece, o eso creí adivinar, aunque no lo llegamos a hablar después, al ponernos otra vez en camino. El desorden y la noche, el desorden y la muerte, y Hans se había quedado en el grupo que cubría la retirada, eso lo recordaba el muchacho perfectamente, es decir, no sólo se había quedado, sino que había decidido quedarse, lo había elegido así. Michel lo recordaba seguramente, era él quien me había hablado de ello, de aquella conversación con Hans, me había indicado el sitio, el lugar donde había ocurrido, cuando Hans le decía: «No quiero morir como un judío», y «¿Qué quieres decir?», le había preguntado Michel, es decir, «No quiero morir sólo porque soy judío», de hecho se negaba a tener su destino grabado en su propio cuerpo. Michel decía, a mí, me decía, que Hans había empleado términos más precisos, más crudos, y eso no me extrañaba, pues Hans solía ocultar bajo excesos verbales sus sentimientos más profundos, ya que es así como se califican los sentimientos auténticos, como si los sentimientos tuvieran distintas densidades, los unos flotando en no se sabe qué aguas, y los otros arrastrándose en el fondo, en no se sabe qué barro de las profundidades. El caso es que Hans no quería morir, en la medida en que tendría que morir, sólo por ser judío, pensaba, creo yo por lo que contó a Michel y que éste me contó a mí, que aquello no era una razón suficiente, quizá válida, lo suficientemente válida como para morir, pensaba, con toda seguridad, que necesitaba tener otras razones para morir, o sea, para que le mataran, porque, y de esto estoy seguro, no tenía ningunas ganas de morir, simplemente, h necesidad de dar a los alemanes otras razones para matarle, llegado el caso, que aquella de ser sencilla y tontamente un judío. Luego tomamos un segundo vaso de vino blanco, después un tercero, y al final nos sentamos a la mesa «porque ustedes se quedarán a comer con nosotros», y el muchacho siguió ensartando su soso relato, su alucinante, soso y desordenado relato de aquella matanza del «Tabou», que sí había sido algo deslucido y desordenado, no una acción brillante, sino algo soso y gris, en el invierno de las montañas, entre los árboles del invierno, de alguna manera una operación de policía, o una redada, cuadriculando aquel bosque de donde salían, cada noche, los golpes del maquis hacia todos los caminos y pueblos de la región. Yo había participado una vez, o dos, ya no lo recuerdo, tal vez lo confundo con otro maquis, pero no lo creo, en aquellos raids nocturnos en el Citroen «pato» que iba delante, y todos los caminos eran nuestros, hay que decirlo, toda la noche, los pueblos eran nuestros, todas las noches.

El hecho es que Hans se había quedado en el grupo de cobertura.

– Aquel tipo, alto, de gafas, compañero suyo -dice el muchacho de la granja-, Philippe, me parece que le llamaban así, pues fue él quien cogió el fusil ametrallador al final.

La granjera nos sirve la comida, se queda de pie, apoyada con las dos manos en el respaldo de una silla, mira a su hijo y su mirada es una lluvia de abril atravesada de sol, una alegría de gotitas brillantes, un chubasco que cae sobre el rostro inclinado, pensativo y mascullante de su hijo, que vuelve a anudar los hilos del recuerdo de aquella matanza de la que salió sano y salvo, oh, su hijo sano y salvo, al lado de ella, vivo, alegre o taciturno, murmurando: «tengo hambre, mamá; tengo sed, mamá; dame de beber, mamá».

– ¿No comes, madre? -pregunta el granjero.

Así, esta historia comenzaba a tomar un buen sesgo, pero siempre llegaba un momento en el que de repente Hans desaparecía. Aquel tipo en el tren, aquella voz anónima en la penumbra del vagón con la que todo había comenzado, también hablaba de Hans con cierta precisión hasta el momento en que empezó la desbandada. Y ahora este muchacho, el hijo de estos granjeros, cerca de Laígnes, tomaba el relevo dando otros detalles sobre los mismos hechos, otra visión de los hechos que prolongaba la historia, pues había permanecido cerca de Hans durante más tiempo, había formado parte de un grupo de jóvenes campesinos de la región que no se habían replegado, que no habían intentado liberarse de la ofensiva alemana refugiándose en las espesuras del bosque, sino que, por el contrario, sacando provecho de su conocimiento de todos los senderos, de los atajos, de los setos, bosquecillos, claros, pendientes, taludes, granjas y tierras de labranza o de pastos, habían franqueado las líneas alemanas, cuando cayó la noche, siempre hacia adelante, reptando en algún momento dado entre los centinelas de las SS, y algunos habían conseguido refugiarse en granjas amigas, más lejos, las puertas se abrían de noche para dejarles entrar, con toda la familia en pie, en medio de la oscuridad, los postigos cerrados, todos jadeantes, escuchando el ruido de las ametralladoras de las SS en la noche, en las montañas del «Tabou».

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