Jorge Semprún - El Largo Viaje

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Corre el año 1943.En un angosto vagón de mercancías precintado, ciento veinte deportados cruzan las tierras francesas camino del campo de concentración. Es un viaje claustrofóbico, vejatorio: los cuerpos hacinados caen de agotamiento, han perdido la cuenta de los días que llevan allí, y la angustia crece porque nadie sabe cuándo acabará ese viaje hacia el horror.

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Aquel día precisamente yo había intentado pensar en todo aquello, al volver de aquel pueblo alemán adonde habíamos ido a beber el agua clara de la fuente. Pues había comprobado de repente que aquel pueblo no era el afuera, el exterior, sino simplemente otra cara, pero una cara también interior a la misma sociedad que había dado a luz los campos alemanes.

Me encontraba delante de la entrada del campo, mirando la gran avenida asfaltada que conducía al cuartel de las SS, a las fábricas, a la carretera de Weimar. Por aquí salían los kommandos al trabajo, en la luz gris o dorada del amanecer o en invierno a la luz de los focos, al son alegre de las marchas que tocaba la orquesta del campo. Por ahí llegamos, en el corazón de la quinta noche de aquel viaje con el chico de Semur. Pero el chico de Semur se quedó en el vagón. Por aquí caminábamos, ayer, con nuestros rostros vacíos y nuestro odio a la muerte, siguiendo a los miembros de las SS que huían por la carretera de Weimar. Y por esta avenida me iré, cuando me marche. Por aquí vi también llegar la lenta columna vacilante de los judíos de Polonia, en medio de este invierno que acaba de terminar, aquel día en el que fui a hablar con el testigo de Jehová, cuando me pidieron que preparase la evasión de Pierroty otros dos compañeros.

Fue aquel día cuando vi morir a los niños judíos.

Han pasado los años, dieciséis años, y aquella muerte es ya adolescente, ha alcanzado esa edad grave que tienen los niños de la posguerra, los niños de después de aquellos viajes. Tienen dieciséis años, la edad de esta muerte antigua, adolescente. Y tal vez si puedo hablar de esta muerte de los niños judíos, nombrar esta muerte, con todos sus detalles, es con la esperanza, tal vez desmesurada, quizás irrealizable, de que la oigan todos esos adolescentes, o simplemente uno solo de ellos, siquiera uno solo, que alcanzan la gravedad de sus dieciséis años, el silencio y la exigencia de sus dieciséis años. La historia de los niños judíos, de su muerte en la gran avenida del campo, en el corazón del último invierno de aquella guerra, esta historia jamás contada, hundida como un tesoro mortal en el fondo de mi memoria, royéndola con un sufrimiento estéril, tal vez ha llegado ya el momento de contarla, con esa esperanza de la que estoy hablando. Quizás haya sido por orgullo por lo que nunca he contado a nadie la historia de los niños judíos, llegados de Polonia, en el frío del invierno más frío de aquella guerra, llegados para morir en la amplia avenida que conducía a la entrada del campo, bajo la mirada tétrica de las águilas hitlerianas. Tal vez por orgullo. Como si esta historia no incumbiera a todos, y sobre todo a esos adolescentes que hoy tienen dieciséis años, como sí yo tuviera el derecho, incluso la posibilidad, de guardármela para mí durante más tiempo. Es verdad que yo había decidido olvidar. En Eisenach, también, había decidido no ser jamás un ex combatiente. Está bien, ya lo había olvidado, ya había olvidado todo, a partir de ahora ya puedo recordarlo todo. Ya puedo contar la historia de los niños judíos de Polonia, no como una historia que me haya sucedido a mí particularmente, sino que les sucedió ante todo a aquellos niños judíos de Polonia. Es decir, que ahora, tras estos largos años de olvido voluntario, no sólo puedo ya contar esta historia, sino que debo contarla. Debo hablar en nombre de lo que sucedió, no en mi nombre personal. La historia de los niños judíos en nombre de los niños judíos. La historia de su muerte, en la amplia avenida que conducía a la entrada del campo, bajo la mirada de piedra de las águilas nazis y entre las risas de los de las SS, en nombre de esta misma muerte.

Los niños judíos no llegaron a medianoche, como nosotros, llegaron bajo la luz gris de la tarde.

Era el último invierno de aquella guerra, el invierno más frío de esta guerra cuya suerte se decidió en medio del frío y de la nieve. Los alemanes habían sido expulsados de sus posiciones por una gran ofensiva soviética que se desplegaba a través de Polonia, y evacuaban, cuando tenían tiempo, a los deportados que habían reunido en los campos de Polonia. Nosotros, cerca de Weimar, en el bosque de hayas por encima de Weimar, veíamos llegar, durante días y semanas, aquellos convoyes de evacuados. Los árboles estaban cubiertos de nieve, cubiertas de nieve las carreteras, y en el campo de cuarentena nos hundíamos en la nieve hasta la rodilla. Los judíos de Polonia llegaban apiñados en vagones de mercancías, cerca de doscientos por vagón, y habían viajado durante días y días sin comer ni beber, en el frío de este invierno que fue el más frío de aquella guerra. En la estación del campo, cuando se abrían las puertas correderas, nada se movía, la mayoría de los judíos había muerto de pie, muertos de frío, muertos de hambre, y era preciso descargar los vagones como si hubiesen transportado leña, por ejemplo, y los cadáveres caían, rígidos, en el andén de la estación, donde los apilaban para llevarlos después, por camiones enteros, directamente al crematorio. Pese a todo, había supervivientes, había judíos todavía vivos, moribundos en medio de aquel amontonamiento de cadáveres helados en los vagones. Un día, en uno de aquellos vagones en que había supervivientes, al apartar el montón de cadáveres congelados, pegados a menudo unos a otros por sus ropas rígidas y heladas, se descubrió a un grupo entero de niños judíos. De repente, en el andén de la estación, sobre la nieve y entre los árboles cubiertos de nieve, apareció un grupo de niños judíos, unos quince más o menos, mirando a su alrededor con cara asombrada, mirando los cadáveres apilados como troncos de árboles ya podados y amontonados al borde de las carreteras, esperando ser transportados a otro lugar, mirando los árboles y la nieve sobre los árboles, mirando como sólo miran los niños. Y los de las SS al principio parecían molestos, como si no supieran qué hacer con aquellos niños de ocho a doce años, poco más o menos, aunque algunos, por su extrema delgadez y la expresión de su mirada, parecieran ancianos. Se hubiera dicho que, en primer lugar, los de las SS no supieron qué hacer con estos niños y los reunieron en un rincón, tal vez para tener tiempo de pedir instrucciones, mientras escoltaban por la gran avenida las escasas decenas de adultos supervivientes de aquel convoy. Y una parte de aquellos supervivientes todavía tendrá tiempo para morir, antes de llegar a la puerta de entrada del campo, pues recuerdo que se veía a algunos de estos supervivientes derrumbarse en el camino, como si su vida latente en medio del amontonamiento de los cadáveres helados de los vagones se apagara de repente, algunos caían de repente, muy rectos, como árboles fulminados, de bruces sobre la nieve sucia y en ocasiones fangosa de la avenida, en medio de la nieve inmaculada sobre las altas hayas estremecidas, otros cayendo de rodillas primero, haciendo esfuerzos para levantarse, para arrastrarse todavía unos metros más, quedando finalmente tendidos, con los brazos estirados hacia adelante, con las manos descarnadas arañando la nieve, se hubiera dicho como en una última tentativa de arrastrarse unos centímetros más hacia aquella puerta de allá abajo, como si aquella puerta estuviera al final de la nieve y del invierno y de la muerte. Pero al final, sólo quedó en el andén de la estación esta quincena de niños judíos. Las SS regresaron en tromba, entonces, como si hubieran recibido instrucciones precisas, o tal vez les hubieran dado carta blanca, quizá ya les habían permitido improvisar la manera en que iban a matar a aquellos niños. De todas formas volvieron en tromba, con perros, se reían estrepitosamente, se gritaban bromas que les hacían estallar en carcajadas. Se desplegaron en arco de círculo y empujaron ante ellos, por la gran avenida, a aquellos quince niños judíos. Lo recuerdo, los chavales miraban a su alrededor, miraban a los de las SS, debían de creer al principio que les escoltaban sencillamente hacia el campo, como habían visto hacer con sus mayores unos momentos antes. Pero los de las SS soltaron los perros y empezaron a golpear con las porras a los niños, para obligarles a correr, para hacer arrancar esta montería por la gran avenida, esta caza que habían inventado, o que les habían ordenado organizar, y los niños judíos, bajo los porrazos, maltratados por los perros que saltaban a su alrededor, mordiéndoles en las piernas, sin ladrar ni gruñir, pues eran perros amaestrados, los niños judíos echaron a correr por la gran avenida hacia la puerta del campo. Quizás, en aquel momento, no comprendieran todavía lo que les esperaba, quizá pensaran que se trataba solamente de una última vejación, antes de dejarles entrar en el campo. Y los niños corrían, con sus enormes gorras de larga visera hundidas hasta las orejas, y sus piernas se movían de manera torpe, a la vez lenta y sincopada, como cuando en el eme se proyectan viejas películas mudas, o como en las pesadillas en las que se corre con todas las fuerzas sin llegar a avanzar un solo paso, y lo que nos persigue está a punto de alcanzarnos, nos alcanza ya, y nos despertamos en medio de sudores fríos, y aquello, aquella jauría de perros y de miembros de las SS que corría detrás de los niños judíos bien pronto devoró a los más débiles de entre ellos, a los que sólo tenían ocho años, quizás, a los que pronto perdieron las fuerzas para moverse, y que eran derribados, pisoteados, apaleados por el suelo, y que quedaban tendidos a lo Sargo de la avenida, jalonando con sus cuerpos flacos, dislocados, la progresión de aquella montería, de esta jauría que se arrojaba sobre ellos. Pronto no quedaron más que dos, uno mayor y otro pequeño, que habían perdido sus gorras en la carrera desesperada, y cuyos ojos brillaban como reflejos de hielo en sus rostros grises, y el más pequeño comenzaba ya a perder terreno, los de las SS aullaban detrás de ellos, y los perros también comenzaron a aullar, pues el olor a sangre les volvía locos, y entonces el mayor de los niños aminoró la marcha para coger de la mano al más pequeño, que ya iba tropezando, y recorrieron juntos unos cuantos metros más, la mano derecha del mayor apretando la mano izquierda del pequeño, rectos, hasta que los porrazos íes derribaron juntos, con la cara sobre la tierra y las manos unidas ya para siempre. Los de las SS reunieron a los perros, que gruñían, y rehicieron el camino al revés, disparando a bocajarro una bala en la cabeza de cada uno de los niños, caídos en la gran avenida, bajo la mirada vacía de las águilas hiderianas.

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