Jorge Semprún - El Largo Viaje
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La mujer de cabellos grises se apoya en la pared y me mira.
No tengo fuerzas para decirle que comprendo su dolor, que respeto su dolor. Comprendo que la muerte de sus dos hijos sea para ella lo más atroz, lo más injusto. No tengo fuerzas para decirle que comprendo su dolor pero que al mismo tiempo me alegro de que sus dos hijos hayan muerto, es decir, que me alegro de que el ejército alemán haya sido aniquilado. No tengo ya fuerzas para decirle todo esto.
Paso por delante de ella, bajo la escalera a todo correr, y sigo corriendo por el jardín y por la carretera, hacia el campo, hacia los compañeros.
– Que no -dice el chico de Semur-, nunca me has contado esta historia.
Estaba persuadido, sin embargo, de que ya se la había contado. Desde que el tren dejó esta estación alemana, vamos a gran velocidad. El chico de Semur y yo hemos empezado a contarnos nuestros recuerdos del maquis, en Semur precisamente.
– ¿No te he contado lo de la moto? -le pregunto.
– Que no, tío -dice.
Entonces se lo cuento, y recuerda muy bien, en efecto, aquella moto que se había quedado en la serrería, la noche en que les sorprendieron los alemanes.
– Estabais locos -dice cuando le explico cómo fuimos a buscar la moto aquélla, Julien y yo.
– ¿Qué querías que hiciéramos? A Julien le fastidiaba mucho que se perdiera la moto.
– Completamente locos -dice-, ¿y quién es ese Julien?
– Ya te he hablado de él.
– ¿El muchacho de Laignes? -me pregunta.
– Eso es, Julien. Y quería aquella moto.
– Qué tontería -dice el chico de Semur.
– Desde luego que sí -reconozco.
– Debieron de disparar sobre vosotros como en el tiro de pichón -dice.
– Pues sí. Pero Julien quería la moto.
– ¡Vaya ideal-dice-, no eran motos lo que faltaba.
– Pero quería precisamente aquélla -insisto.
– Con tonterías como ésa es como se lo cargan a uno -dice el chico de Semur.
Eso lo sé yo muy bien.
– ¿Y qué hicisteis con ella? -pregunta.
Le cuento cómo la llevamos hasta el maquis del «Tabou», en las montañas entre Laignes y Chátillon. A lo largo de los caminos, los árboles estaban dorados por el otoño. Después de Montbard, en una encrucijada, encontramos un coche de la Feld parado, y cuatro gendarmes alemanes orinando en la cuneta.
El chico de Semur rompe a reír.
– ¿Y qué hicieron? -pregunta.
Al oír el ruido de la moto, los cuatro volvieron la cabeza al mismo tiempo, como muñecas mecánicas. Julien dio un frenazo y ellos pudieron ver que íbamos armados.
– Tenías que haberles visto trotar por la cuneta, sin tiempo siquiera de abrocharse.
El chico de Semur ríe otra vez.
– ¿Disparasteis sobre ellos?
– Claro que no, no teníamos ningún interés en alborotar la zona. Nos largamos.
– Sin embargo, al final os cazaron -dice el chico de Semur.
– A Julien no.
– A ti te cazaron, pese a todo -insiste.
– Fue más tarde -le respondo-, mucho más tarde. Fue por casualidad, no se podía hacer nada.
Es decir, por casualidad es una fórmula inexacta. Era una de las consecuencias previsibles, razonables, obligatorias, de los actos que cometíamos. Lo que yo quería decir es que la manera cómo sucedió, las circunstancias mismas de la detención fueron, en parte, por casualidad. Todo hubiera podido suceder de otra manera, y hasta hubiera podido no suceder de ningún modo, ai menos aquella vez, eso es lo que quería decir. La casualidad consistió en que me detuviera en Joigny justo aquel día. Regresaba de La-roche-Migennes, donde había intentado ponerme otra vez en contacto con el grupo que había hecho saltar el tren de municiones de Pontigny. En realidad, hubiera debido reunirme directamente con Michel en París. La casualidad quiso que yo tuviera sueño, sueño atrasado de muchas noches en blanco. Entonces me detuve en Joigny, en casa de Irene, sólo para dormir durante unas horas. Sólo para que me cogiera la Gestapo. En Auxerre, al día siguiente, había rosas en el jardín del doctor Haas. Me mandaron salir al jardín y pude ver las rosas. El doctor Haas no nos acompañó, se quedó en su despacho. Sólo estaban el alto rubio, que parecía ir maquillado, y el gordo que estaba en Joigny, con Haas, y que jadeaba todo el rato. Me hicieron caminar por el jardín de la villa y vi las rosas. Eran muy bonitas. Tuve tiempo de pensar que resultaba divertido fijarme en las rosas y encontrarlas bonitas, pese a que sabía lo que iban a hacer conmigo. Desde el principio oculté cuidadosamente que entendía el alemán. Hablaban delante de mí, sin desconfiar, y tenía algunos segundos, justo al tiempo de la traducción, para prepararme a lo que iba a venir. Me llevaron a un árbol, en el jardín, al lado del macizo de rosas, y yo ya sabía que iban a colgarme de una rama, por medio de una cuerda pasada entre las esposas, y que luego soltarían el perro contra mí. El perro gruñía, sujeto por la correa, que mantenía el alto y rubio que parecía ir siempre maquillado. Después, mucho después, volví a mirar las rosas a través de la niebla que envolvía mi mirada. Intenté olvidarme de mi cuerpo y de los dolores de mi cuerpo, intenté volver irreales mi cuerpo y todas las trastornadas sensaciones de mi cuerpo, mirando las rosas, dejando que mi mirada se llenase de rosas. Y en el momento en que iba a conseguirlo, me desmayé.
– Siempre se dice lo mismo -dice el chico de Semur.
– ¿El qué? -le pregunto.
– Que fue una casualidad, que no se podía hacer nada -dice el chico de Semur.
– A veces es verdad.
– Tal vez -dice-, pero siempre acaban por cogerte.
– Los que están detenidos suelen pensar que siempre acaban por cogerte.
El chico de Semur medita un momento esta verdad tan evidente.
– En esto tienes razón -dice-, por una vez tienes razón. Habría que interrogar a los que no se dejan coger.
– Así es como hay que razonar.
Se encoge de hombros.
– Es muy bonito -dice- eso de razonar, pero mientras tanto aquí estamos como ratas.
– Y ese campo adonde nos llevan -le pregunto-, ya que estás tan bien informado, ¿sabes lo que se hace allí?
– Se trabaja -dice, muy seguro de sí.
– ¿Se trabaja en qué? -quiero saber.
– Preguntas demasiado -dice-, sé que se trabaja, eso es todo.
Intento imaginar en qué se puede trabajar en un campo de concentración. Pero no consigo imaginar la realidad, tal como la conocí después. En el fondo, no por falta de imaginación, sino sencillamente porque no supe extraer todas las consecuencias de los datos que ya poseía. El dato esencial es que somos mano de obra. En la medida en que no hemos sido fusilados, inmediatamente después de nuestra detención, y en la medida también en que no entramos en la categoría de gente por exterminar, pase lo que pase y sea como sea, como sucede con los judíos, nos hemos convertido en mano de obra. Una especie particular de mano de obra, claro está, ya que no tenemos libertad para vender nuestra fuerza de trabajo, ya que no estamos obligados a vender libremente nuestra fuerza de trabajo. Las SS no compran nuestra fuerza de trabajo, nos la arrebatan, sencillamente, por los medios de coacción más desprovistos de cualquier justificación, por la violencia pura y simple. Porque lo esencial es que somos mano de obra. Sólo que, como nuestra fuerza de trabajo no se compra, no es necesario, económicamente, asegurar su reproducción. Cuando se haya agotado nuestra fuerza de trabajo, las SS irán a buscar más.
Hoy, diecisiete años después de aquel viaje, cuando recuerdo aquel día, en el transcurso de aquel viaje de hace diecisiete años, en que trataba de imaginar qué clase de vida podía hacerse en un campo de concentración, se superponen imágenes diversas, capas sucesivas de imágenes. Del mismo modo que, cuando un avión pica hacia tierra, hacia la pista de aterrizaje, atraviesa varias capas de formaciones nubosas, a veces pesadas y espesas y otras algodonosas y lateralmente iluminadas por los rayos de un sol invisible, o encuentra, entre dos capas de nubes, una franja de cielo libre y azul, por encima del aborregamiento algodonoso en el que se va a hundir después, en su vuelo hacía tierra firme. Cuando pienso hoy en todo aquello, se superponen varias capas de imágenes que provienen de lugares diferentes y de distintas épocas de mi vida. Primero están las imágenes que se fijaron en mi memoria durante los quince primeros días que siguieron a la liberación del campo, aquellos quince días en los que pude ver el campo desde fuera, desde el exterior, con una mirada completamente nueva, aun cuando seguía viviendo dentro de él, estando en su interior. Luego, por ejemplo, vienen las imágenes de Come back, África, aquella película de Rogosin sobre África del Sur, tras las cuales veía, en transparencia, el campo de cuarentena, cuando aparecían en la pantalla los barracones de los suburbios negros de Johannesburgo. Viene después aquel paisaje de chozas, en Madrid, aquel vallecito polvoriento y hediondo de La Elipa, a trescientos metros de los edificios de lujo, en donde se amontonan los trabajadores agrícolas expulsados de sus tierras, aquel repliegue del terreno donde se arremolinan las moscas y los gritos infantiles. Se trata de universos análogos, y más aún, en el campo teníamos agua corriente, pues ya se sabe lo aficionadas que son las SS a la higiene, a los perros de raza y a la música de Wagner.
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