Jorge Semprún - El Largo Viaje

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Corre el año 1943.En un angosto vagón de mercancías precintado, ciento veinte deportados cruzan las tierras francesas camino del campo de concentración. Es un viaje claustrofóbico, vejatorio: los cuerpos hacinados caen de agotamiento, han perdido la cuenta de los días que llevan allí, y la angustia crece porque nadie sabe cuándo acabará ese viaje hacia el horror.

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– Nada.

– ¿Por qué haces estas preguntas?

– Para saber -le digo.

– ¿Para saber qué?

– Todo. Es demasiado fácil no saber -le digo.

Fuma y no dice nada.

– O hacer como que no se sabe.

Sigue sin decir nada.

– U olvidar, es demasiado fácil olvidar.

Sigue fumando.

– Podrías ser la hija del doctor Haas, por ejemplo -le digo.

Sacude la cabeza.

– No soy la hija del doctor Haas -dice.

– Pero podrías serlo.

– ¿Quién es el doctor Haas? -pregunta.

– Era, espero.

– ¿Quién era, pues, el doctor Haas?

– Un tipo de la Gestapo -digo.

Apaga su cigarrillo, a medio fumar, y me mira.

– ¿Por qué me tratas así? -dice.

– No te trato de manera alguna, sólo te pregunto.

– ¿Crees que puedes tratarme así? -dice.

– No creo nada, te pregunto.

Recoge su cigarrillo y lo vuelve a encender.

– Adelante -dice, y me mira a los ojos.

– ¿Tu padre no es el doctor Haas?

– No -responde.

– ¿No ha sido de la Gestapo?

– No -dice.

No desvía su mirada.

– Tal vez en las Waffen-SS -le digo.

– Tampoco.

Entonces me echo a reír, no puedo dejar de reírme.

– Nunca fue nazi, claro -le digo.

– No lo sé.

De repente, ya estoy harto.

– Es verdad -digo-, vosotros no sabéis nada. Nadie sabe ya nada. Nunca ha habido la Gestapo, ni las Waffen-SS, ni la división Totenkopf. He debido de soñar.

Esta noche ya no sé si he soñado todo esto, o bien si estoy soñando ahora, desde que todo esto ya no existe.

– Ne réveillez pas cette nuit les dormeurs [23]-digo.

– ¿Qué es eso? -pregunta Sigrid.

– Es un poema.

– Un poema muy corto, ¿no te parece? -dice ella.

Entonces le sonrío.

– Die deutsche Gründlichkeit, die deutsche Tatsachlichkeit. [24]** Y a la mierda las virtudes alemanas.

Ella se ruboriza levemente.

– Has bebido -dice.

– Estoy empezando.

– ¿Y por qué yo? -pregunta.

– ¿Tú?

– ¿Por qué contra mí? -precisa.

Bebo un trago del vaso que acaban de cambiarme.

– Porque tú eres el olvido, porque tu padre nunca fue nazi, porque nunca hubo nazis. Porque no mataron a Hans. Porque no hay que despertar esta noche a los que duermen.

Ella menea la cabeza.

– Vas a beber demasiado -dice.

– Nunca bebo bastante.

Acabo mi vaso y pido otro.

Hay gente que entra y sale, chicas que ríen a carcajadas, música, ruido de vasos, es un verdadero alboroto este sueño donde uno se encuentra cuando le despiertan. Habrá que hacer algo.

– ¿Por qué estás triste? -pregunta Sigrid.

Me encojo de hombros.

– Nunca estoy triste -digo-, ¿qué significa estar triste?

– Infeliz, entonces.

– ¿Y qué significa la felicidad?

– Infeliz, no he dicho feliz sino infeliz -dice ella.

– Es lo mismo, ¿no?

– En absoluto.

– Al revés, es lo mismo sólo que al revés, quiero decir.

– En absoluto -repite Sigrid.

– Me sorprendes, Sigrid. No eres la hija del doctor Haas y hay que ver cuántas cosas sabes.

Pero ella no se deja desviar de su propósito.

– No es el derecho y el revés -dice Sigrid-, la felicidad y la infelicidad están repletas de cosas distintas.

– ¿Y qué es la felicidad, Sigrid? -y me pregunto, al hacer esta pregunta, si yo sabría decir en verdad lo que es la felicidad.

Aspira el humo de su cigarrillo y reflexiona.

– Es cuando uno comprueba que existe de verdad -dice.

Bebo un trago de alcohol y la miro.

– Es cuando la certeza de existir se hace tan aguda que uno siente ganas de gritar -dice.

– Quizá -digo- de dolor.

Sus ojos verdes me miran llenos de asombro. Como si no consiguiera imaginar que la certeza de existir, en toda su plenitud, pueda tener cualquier relación, del tipo que sea, con el dolor de existir.

– Los domingos, por ejemplo -le digo.

Espera una continuación que no llega.

– Warum ant Sonntag? -insiste.

Quizá sea verdad que ella no sabe nada, quizá sea verdad que ni siquiera sospecha la realidad de los domingos, en la linde del bosquecillo, frente a las alambradas electrificadas, el pueblo bajo sus tranquilas humaredas, la carretera que hace una curva y la llanura de Turingia, verde y fértil.

– Ven a bailar, luego te explicaré lo que es la felicidad.

Entonces ella se levanta y sonríe, meneando la cabeza.

– Tú no lo debes de saber -dice.

– ¿El qué?

– La felicidad -dice-, qué es.

– ¿Por qué?

– No debes de saberlo, eso es todo -dice.

– Claro que sí, es el valle del Mosela.

– ¿Ves? -dice Sigrid-, estás todo el rato recordando.

– No siempre. Más bien, estoy siempre olvidando.

– No importa -dice-, recuerdas, olvidas, siempre es el pasado lo que importa.

– ¿Y qué?

Andamos hacia la parte de la sala donde se baila.

– La felicidad, ya te lo he dicho, es siempre el presente, el instante mismo.

Está en mis brazos, bailamos y tengo ganas de reír.

– Eres reconfortante.

Está en mis brazos y es el presente, y pienso que debe de haber abandonado su país y su familia seguramente por el peso de este pasado del que no quiere asumir nada, ni la más mínima parcela, ni para bien ni para mal, ni como desquite ni como ejemplo, y que intenta sencillamente abolir, mediante una infinita sucesión de gestos sin mañana, de días sin raíces en mantillo alguno nutrido de hechos antiguos, únicamente días y noches, unos tras otros, y aquí, claro, en estos bares, entre esta gente fútilmente desarraigada, nadie le pide cuentas, nadie exige la verdad de su pasado, del pasado de su familia y de su país, pues podría ser inocentemente la hija del doctor Haas, la que trabaja de modelo en las revistas de modas, baila de noche y vive en la felicidad, en la aguda certeza, es decir, de existir.

– ¿Conoces Arosa?

Menea la cabeza, negativamente.

– Está en Suiza -le digo-, en la montaña.

– En Suiza todo está en la montaña -dice ella con una mueca desengañada.

Tengo que reconocer que es verdad.

– Sigue -dice ella.

– Hay un chalé, en Arosa, en la montaña, con una hermosa inscripción en letras góticas sobre la fachada.

Pero Sigrid no parece interesarse particularmente por la inscripción multicolor, en letras góticas, bajo el sol de las montañas, en Arosa.

– Glück und Unglück, beides trag in UnRuh' / alles geht vorü-ber und auch Du [25]*

– ¿Ésa es tu inscripción? -pregunta.

– Sí.

– No me gusta.

Ha parado la música, y esperamos que pongan otro disco en el tocadiscos.

– La felicidad -dice Sigrid-, quizás haya que tomarla con calma, y aun eso no es muy seguro. Más bien hay que aferrarse a ella, y eso no es mucha calma. Pero ¿la infelicidad? ¿Cómo se podría soportar con calma la infelicidad?

– No lo sé -digo-, ésa es la inscripción.

– Es una tontería. Y decir que todo pasa, ¿no te parece que es como no decir nada en absoluto?

– Por lo visto, no te gusta este noble pensamiento.

– No, lo que pasa es que tu historia es falsa.

– No es mi historia; es una hermosa inscripción gótica, en Arosa, bajo el sol de las montañas.

Bailamos de nuevo.

– En verdad, es más bien todo lo contrario.

– Se puede intentar -digo.

– ¿Intentar qué?

– Intentar darle la vuelta a este noble pensamiento, a ver lo que pasa.

Bailamos lentamente, y ella sonríe.

– De acuerdo -dice.

– Glück und Unglück, beides trag in Unruh' / alies bleibt in Ewigkeit, nicht Du [26]* Esto es lo que resultaría.

Reflexiona y frunce el ceño.

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