Jorge Semprún - El Largo Viaje

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Corre el año 1943.En un angosto vagón de mercancías precintado, ciento veinte deportados cruzan las tierras francesas camino del campo de concentración. Es un viaje claustrofóbico, vejatorio: los cuerpos hacinados caen de agotamiento, han perdido la cuenta de los días que llevan allí, y la angustia crece porque nadie sabe cuándo acabará ese viaje hacia el horror.

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Miraba aquella estación alemana donde seguía sin pasar nada, y pensaba que ya hace ocho días que estoy en camino, con esta breve parada en Compiégne. En Auxerre nos sacaron de las celdas a las cuatro de la madrugada, pero ya estábamos avisados desde la víspera, por la noche. Huguet-te había venido a prevenirme, me había susurrado la noticia a través de la puerta, cuando subía a su celda después de su trabajo en las cocinas de la prisión. Huguette se había metido a «la Rata» en el bolsillo, circulaba a sus anchas por la prisión y llevaba las noticias de unos a otros. «Mañana, al amanecer, sale un convoy para Alemania, y tú vas en él», me había susurrado. Bueno, ya está, ahora vamos a saber cómo son esos famosos campos. El muchacho del bosque de Othe estaba triste. «Mierda», dijo, «me hubiera gustado seguir contigo, hacer juntos este viaje.» Pero no formaba parte del convoy, se quedaba con Ramaillet, y esta perspectiva no le llenaba de alegría. Nos sacaron de las celdas a las cuatro de la madrugada, a Raoul, a Olivier, a tres muchachos del grupo Hortieux y a mí. Se hubiera dicho que todas las galerías estaban al tanto, porque inmediatamente se organizó una gran batahola por toda la prisión, nos llamaban por nuestros nombres y se despedían de nosotros a gritos. Nos metieron en un tren correo, hasta Laroche-Migennes, encadenados de dos en dos. En Laroche aguardamos en el andén al tren de Dijon. Nos rodeaban seis Feldgendarmes, con la metralleta en la mano, uno para cada uno de nosotros, y había además dos suboficiales del Sicherheits-dienst, el Servicio de Seguridad. Estábamos agrupados en el andén y los viajeros pasaban y volvían a pasar en silencio ante nosotros. Hacía frío, yo tenía el brazo izquierdo totalmente entumecido, pues habían apretado fuertemente las esposas y la sangre circulaba con dificultad.

– Parece que esto se mueve -dice el chico de Semur.

Había pasado por la prisión de Dijon unas semanas antes que yo. Era ahí donde reunían a todos los deportados de la comarca, antes de llevarlos hacia Compiégne.

Miro, y, efectivamente, parece que esto se mueve.

– ¿Qué es lo que se oye? -preguntan detrás de nosotros.

El chico de Semur intenta mirar.

– Parece que están abriendo las puertas de los vagones, por allá -dice.

Yo también intento mirar.

– ¿Así que ya hemos llegado? -dice otra voz.

Miro y parece que sí, están haciendo bajar a los tíos de un vagón, al fondo del andén.

– ¿Consigues ver algo? -pregunto.

– Parece que los compañeros vuelven a subir al vagón, inmediatamente después -dice.

Observamos el movimiento en el andén, durante unos minutos.

– Sí, deben de estar distribuyendo café, o algo así.

– Bueno, ¿qué, hemos llegado? -preguntan desde detrás.

– No -dice el chico de Semur-, parece más bien que están distribuyendo café, o algo así.

– ¿Vuelven a subir a los vagones, los muchachos? -preguntan.

– Pues sí, precisamente -digo.

– ¡Ojalá nos den de beber, Dios! -dice algún otro.

Han comenzado por la cola del convoy y van subiendo hacia nosotros.

– Estamos demasiado lejos para ver lo que están distribuyendo -dice el chico de Semur.

– Ojalá sea agua -dice la misma voz de antes. Debe de ser alguien que ha comido salchichón durante todo el viaje, parece sediento.

– Estamos demasiado lejos, no se ve -dice el chico de Semur.

De repente se oye un ruido, justo a nuestro lado, y unos centinelas alemanes se colocan delante de nuestro vagón. Han debido de comenzar la operación por los dos extremos del convoy. Se acerca un grupo de rancheros llevando grandes latas, y una carretilla de equipajes llena de escudillas blancas, que parecen de loza. Se oye el ruido de los candados y las barras de hierro, y la puerta corrediza del vagón se abre de par en par. Los compañeros ya no dicen nada, están esperando. Entonces un hombre rechoncho de las SS ladra no sé qué y los que están junto a la puerta comienzan a saltar al andén.

– No debe de ser café lo que dan -dice el chico de Semur- en semejantes escudillas.

El movimiento nos arrastra hacia la puerta.

– Habrá que apurarse -dice el chico-, si queremos recuperar nuestros sitios cerca de la ventana.

Saltamos al andén y corremos hacia una de las grandes latas ante las que se amontonan los compañeros en desorden. El de las SS que dirige la operación no parece contento. No deben de gustarle este desorden y estos gritos. Debe de pensar que los franceses, en verdad, no son gente disciplinada. Aulla órdenes, y golpea un poco al azar en las costillas de los prisioneros, con una larga porra de goma.

Cogemos rápidamente una escudilla blanca, que es efectivamente de loza, y la tendemos al ranchero que hace el reparto. No es café, y tampoco es agua, sino una especie de caldo marrón. El chico de Semur se lleva la escudilla a la boca.

– ¡Cabrones! -dice-, ¡está más salado que el agua de mar!

Lo pruebo a mi vez, y es verdad. Es un caldo espeso y salado.

– ¿Sabes? -dice el chico de Semur-, será mejor no tragarnos esta mierda.

Estoy de acuerdo con él, y vamos a dejar nuestras escudillas llenas. Un soldado alemán nos mira con los ojos muy abiertos.

– Was ist denn los? [21]" -dice.

Le muestro las escudillas y digo:

– Viel zu viel Salz. [22]**

Nos mira alejarnos, completamente pasmado, y menea la cabeza. Debe de pensar que somos muy maniáticos.

En el momento en que íbamos a trepar otra vez a nuestro vagón, oímos un alboroto de toques de silbato, risas agudas y exclamaciones. Me doy la vuelta, y el chico de Semur también. Un grupo de paisanos alemanes ha entrado en el andén. Hombres y mujeres. Deben de ser las personalidades locales, a las que han permitido venir a ver de cerca el espectáculo. Lloran de risa, con grandes gestos, y las mujeres cacarean de histeria. Nos preguntamos el motivo de su agitación.

– ¡Ah, mierda!-dice el chico de Semur.

Resulta que los tipos del segundo vagón después del nuestro están completamente desnudos. Saltan rápidamente al andén, intentando taparse con las manos, desnudos como gusanos.

– ¿Qué significa todo este circo? -pregunto.

Los alemanes se divierten de lo lindo. Sobre todo los paisanos. Las mujeres se acercan al espectáculo de todos estos hombres desnudos, corriendo de modo grotesco por el andén de la estación, y cacarean de lo lindo.

– Debe de ser el vagón donde ha habido una evasión -dice el chico de Semur-, en lugar de quitarles sólo los zapatos les han dejado en cueros.

Eso será, sin duda.

– Las muy cerdas se lo están pasando en grande -dice, asqueado, el chico de Semur.

Después subimos al vagón. Pero ha habido bastantes que han pensado como nosotros, pues ya están ocupados todos los sitios cerca de las ventanas. Empujamos hasta colocarnos lo más cerca posible.

– Si serán desgraciados -dice-, dar el espectáculo de ese modo.

Si he comprendido bien, está resentido contra los tipos que saltaron en cueros al andén. Y en el fondo tiene razón.

– ¿Te das cuenta? -dice-. Sabiendo que les iba a divertir a esos cabrones, tenían que haberse quedado en el vagón, ¡rediós!

Sacude la cabeza, no está contento en absoluto.

– Hay gente que no sabe comportarse -concluye.

Tiene razón, una vez más. Cuando se va en un viaje como éste hay que saber comportarse, y saber a qué atenerse. No se trata solamente de una cuestión de dignidad, sino también de una cuestión práctica. Cuando se sabe comportarse y a qué atenerse, se aguanta mejor. No cabe la menor duda, se resiste mejor. Más tarde pude darme cuenta de hasta qué punto tenía razón mi compañero de Semur. Cuando dijo esto, en aquella estación alemana, pensé que, en general, tenía razón, pensé que efectivamente había que saber comportarse en un viaje semejante. Pero sólo más tarde comprobé toda la importancia práctica de esta cuestión. Pensé muy a menudo en el chico de Semur, más tarde, en el campo de cuarentena, mientras contemplaba vivir al coronel. El coronel era una personalidad de la resistencia gaullista, por lo visto, y a fe mía que debía de ser verdad, pues hizo carrera después, llegó a general, y he leído su nombre a menudo en la prensa, y cada vez que lo leía sonreía para mis adentros. Pues el coronel, en el campo de cuarentena, se había convertido en un vagabundo. Ya no sabía comportarse en absoluto, ya no se lavaba y estaba dispuesto a cualquier bajeza con tal de repetir del hediondo rancho. Después, cuando veía la foto del coronel, convertido en general, publicada con motivo de cualquier ceremonia oficial, no podía dejar de pensar en el chico de Semur, en la verdad que encerraban sus sencillas palabras. Ciertamente, hay gente que no sabe comportarse.

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