Jorge Semprún - El Largo Viaje

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Corre el año 1943.En un angosto vagón de mercancías precintado, ciento veinte deportados cruzan las tierras francesas camino del campo de concentración. Es un viaje claustrofóbico, vejatorio: los cuerpos hacinados caen de agotamiento, han perdido la cuenta de los días que llevan allí, y la angustia crece porque nadie sabe cuándo acabará ese viaje hacia el horror.

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El chico de Semur había dicho: «Vamos, tío, reacciona», justo antes de que parase el tren en esta pequeña estación alemana, me acabo de acordar. He encendido un cigarrito y me he preguntado por qué aquel recuerdo volvía a surgir. No había ninguna razón para que emergiera,. pero quizá por ello surgió como un punzante recuerdo, en medio de este sol de Ascona, como una aguda llamada, de la densidad de aquel pasado, pues tai vez era precisamente la espesa densidad de aquel pasado lo que convertía en vacía y nebulosa esta felicidad de Ascona, y de ahora en adelante todas las felicidades posibles. El hecho es que el recuerdo de la pequeña estación, el recuerdo de mi amigo de Semur afloró a la superficie. Permanecía inmóvil, saboreando a pequeños sorbos mi café una vez más, y otra vez más herido de muerte por los recuerdos de-., aquel viaje. El chico de Semur había dicho: «Vamos, tío reacciona», y enseguida paramos en aquella estación alemana. Y en aquel momento se acercó a mi mesa una joven de linda boca pintada y ojos claros.

«¿No es usted el amigo de Bob?», me preguntó. Yo no era el amigo de Bob, desde luego, ¿cómo podría serlo? «No», le dije, «lo siento." «Lástima», dijo ella, lo que era bastante enigmático. «¿Ha perdido usted a Bob?», le pregunto. Entonces, ella se echó a reír. «A Bob, usted sabe, no hay manera de perderlo», dijo. Luego se sentó en el borde de una mesa y cogió uno de mis cigarrillos, el paquete estaba sobre la mesa. Era hermosa, susurrante, justo lo que necesitaba para olvidar a mi amigo de Semur. Lo que sucedía es que no tenia ganas de olvidar a mi compañero de Semur en aquel momento preciso. Sin embargo, le di lumbre y miré otra vez el horizonte azul del lago. El chico de Semur había dicho: «De todas formas, corremos», o algo así, y justo después el tren se detuvo a lo largo del andén desierto de aquella estación alemana. «¿Qué hace usted por aquí?», preguntó la muchacha. «Nada», te respondí. Ella me miró fijamente, sacudiendo la cabeza. «Entonces, ¿será Pat quien tendrá razón?» «Expliquese», le pido, y sin embargo no me apetece en absoluto iniciar una conversación con ella. «Pat dice que usted está aquí sin motivo alguno, pero nosotros pensamos que anda buscando algo.» La miro, sin decir nada. «Bueno», dice ella, «le dejo. Usted vive en esa casa redonda, encima de Solduno, en la colina de la Maggia.» «¿Es una pregunta?», inquiero. «No», dice ella, «lo sé.» «¿Y entonces?», digo. «Iré a verle un día de estos», me dice. «De acuerdo», le digo, «pero mejor al atardecer.» Ella asiente con la cabeza y se levanta. «Pero no le diga nada a Bob», añade. Me encojo de hombros, no conozco a Bob, pero ella ya se ha marchado. Pido otro café y sigo tomando el sol, en vez de subir a casa para trabajar en mi libro. De todas formas, voy a terminar el libro, es preciso que lo termine, pero ya sé que no vale nada. No es todavía el momento de contar aquel viaje, es preciso esperar aún, hay que olvidar en verdad aquel viaje y después, tal vez, pueda contarlo.

«De todas formas, corremos», había dicho el chico de Semur, y un momento después parábamos en aquella estación alemana, eso recordaba en Ascona. Luego transcurrió algún tiempo, horas o minutos, ya no recuerdo, pero el caso es que pasó un tiempo, mejor dicho, no pasó nada durante cierto tiempo, y estábamos allá, simplemente, a lo largo del andén desierto, y los centinelas hacían gestos con la mano hacia nosotros, posiblemente explicaban quiénes éramos a la gente que había acudido.

– Me pregunto qué pensarán esos boches de nosotros, cómo nos verán -ha dicho el chico de Semur.

Y mira hacia esta estación alemana, hacia los centinelas alemanes y esos alemanes curiosos, con una mirada grave. En efecto, es una pregunta que no carece de interés. Nada cambiará para nosotros, desde luego, sea cual sea la imagen que tengan de nosotros todos esos alemanes apretujados tras los cristales de las salas de espera. Lo que somos, lo seremos sea cual fuere la mirada que nos lanzan todos esos alemanes mirones. Pero, en el fondo, también somos lo que ellos imaginan ver en nosotros. No podemos prescindir totalmente de su mirada, ella también nos revela y saca a relucir lo que quizá seamos. Miro esos rostros alemanes, borrosos tras los cristales de las salas de espera, y recuerdo la llegada a Bayona, hace siete años. El barco pesquero había atracado frente a la plaza mayor, con macizos de flores y vendedores de helados de vainilla. Una pequeña multitud de veraneantes se habían agolpado, detrás de los controles policiacos, para vernos desembarcar. Nos veían como rojos españoles, aquellos veraneantes, y eso nos sorprendía, en un primer momento, nos desbordaba, y sin embargo tenían razón, éramos rojos españoles, yo era ya un rojo español sin saberlo, y gracias a Dios, no está nada mal ser un rojo español. Gracias a Dios sigo siendo un rojo español y contemplo esta estación alemana entre la neblina de mi cansancio con una mirada de rojo español.

– Nos miran como a delincuentes, creo, o como a terroristas -digo al chico de Semur.

– En cierto sentido -dice-, no se equivocan del todo.

– Gracias a Dios -digo.

El chico de Semur sonríe.

– Gracias a Dios -dice-, ¿te imaginas si estuviéramos en su lugar?

Pienso que, de ser así, tal vez no llegaríamos a saber que estábamos en su lugar, es decir, que quizás estaríamos como ellos, engañados, convencidos de la razón de nuestra causa.

– Es decir -le pregunto-, ¿prefieres que estemos donde estamos?

– Bueno, yo preferiría estar en Semur, por si quieres saberlo. Pero entre ellos y nosotros, entre esos boches que nos miran y nosotros, prefiero estar en nuestro lugar.

También el soldado alemán de Auxerre, a veces, me daba la sensación de que hubiera preferido estar en mi lugar. En cambio, he conocido a otros que se sentían muy contentos de estar donde estaban, muy seguros de ocupar el buen lugar. Los dos centinelas que estaban en nuestro compartimento, por ejemplo, entre Dijon y Compiégne, hace una semana, no tenían ninguna duda a este respecto. Eran dos tipos en la plenitud de sus fuerzas, bien alimentados, y se divertían apretándonos las esposas lo más fuerte posible y dándonos patadas en las piernas. Se reían con ganas, pues estaban encantados de ser tan fuertes. Yo iba encadenado a un polaco, un hombre de unos cincuenta años que estaba completamente convencido de que nos matarían a todos durante el viaje. Por la noche, cada vez que el tren se detenía, se inclinaba hacia mí y murmuraba: «Ya está, esta vez es seguro, no quedaremos ni uno». Al principio había intentado que entrara en razón, pero era inútil, había perdido completamente la cabeza. Una vez, durante una larga parada, sentí su aliento jadeante y me dijo: «¿Oyes?». Yo no oía nada, claro está, es decir, nada más que la respiración de nuestros compañeros que dormitaban. «¿El qué?», le pregunto. «Los gritos», me dice. No, yo no oía los gritos, no había gritos. «¿Qué gritos?», le pregunto. «Los gritos de los que están matando, ahí, bajo el tren.» Ya no dije nada, ya no merecía la pena decir nada. «¿Oyes?», me dice otra vez, un poco después. Yo no reacciono. Entonces, tira de la cadena que nos une, muñeca contra muñeca. «La sangre», dice, «¿no oyes correr la sangre?» Tenía una voz ronca, ya casi inhumana. No, yo no oía correr la sangre, sólo oía su voz enloquecida, y sentía que mi propia sangre se iba helando. «Bajo el tren», dice, «ahí, bajo el tren, ríos de sangre, oigo correr la sangre.» Su voz subió un tono, y uno de los soldados alemanes rezongó: «Ruhe, Scheifikerl», y le pegó un culatazo en el pecho con su fusil. El polaco se acurrucó en su asiento y su respiración se hizo silbante, pero en este instante el tren se puso de nuevo en marcha y eso debió de calmarle un poco. Me adormecí, y en mi duermevela escuchaba sin cesar aquella voz ya casi inhumana que hablaba de sangre, de ríos de sangre. Todavía hoy, en ocasiones, sigo oyendo esta voz, este eco de los terrores ancestrales, esta voz que habla de la sangre de los muertos, aquella misma sangre viscosa que canta sordamente por las noches. Todavía hoy, en ocasiones, oigo esta voz, este rumor de sangre en la voz temblorosa bajo el viento de la locura. Más tarde, al amanecer, me desperté sobresaltado. El polaco estaba de pie, aullando no sé qué a los soldados alemanes, agitando rabiosamente el brazo derecho y el acero de las esposas me serraba literalmente la muñeca izquierda. Entonces, los alemanes se pusieron a golpearle hasta que se desplomó sin conocimiento. Tenía el rostro ensangrentado y su sangre me había salpicado. Y es verdad que entonces oía correr la sangre, largos ríos de sangre que corrían por sus ropas, por el asiento, por mi mano izquierda ligada a él por las esposas. Más tarde, le quitaron las esposas y le arrastraron por los pies al pasillo del vagón, y me pareció que ya había muerto.

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