Jorge Semprún - El Largo Viaje
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Me ha fallado este instante único.
– Bueno, ¿venís? -grita Diego, cien metros más abajo.
Vamos allá.
Teníamos sed, y nos habíamos dicho que sin duda habría una fuente en la plaza de este pueblo. Siempre hay fuentes en las plazas de los pueblecitos campesinos. El agua se desliza, fresca, sobre la piedra pulida por los años. A grandes zancadas, alcanzamos a Diego y a Pierre, que nos esperan en el cruce con la carretera asfaltada que lleva hasta el pueblo.
– ¿Qué cono hacíais? -pregunta Diego.
– La primavera, que le hace reír. Se para y ríe como un bendito -responde Haroux.
– La primavera le altera -constata Pierre.
– No, hombre -digo-, todavía no. Pero resulta divertido caminar por una carretera. Ayer, eran los otros quienes caminaban por las carreteras.
– ¿Qué otros? -pregunta Diego.
– Todos los otros, los que no estaban dentro.
– Éramos muchos los que estábamos dentro -dice Pierre, guasón.
En efecto, éramos muchos.
– Bueno -dice Diego-, ¿vamos a ese puñetero pueblo?
Maquinalmente, miramos al fondo de la carretera, hacia ese puñetero pueblo. En realidad, no es la sed el motivo principal que nos lleva hacia ese pueblo. Hubiéramos podido beber el agua que los americanos trajeron en sus camiones cisterna. Es el pueblo lo que nos atrae. El pueblo es el exterior, el afuera, la vida de afuera que proseguía. Los domingos, en la linde de los árboles, más allá del campo de cuarentena, acechábamos la vida de afuera. Y ahora caminamos hacía la vida de afuera.
Ya no me río, estoy cantando.
Diego, vejado, se da media vuelta.
– ¿Qué crees que estás cantando? -dice.
– ¡Pues «La paloma»!
A la larga me fastidia. Creo que está bien claro, estoy cantando "La paloma».
– ¡Vaya, pues! -y se encoge de hombros.
Siempre que canto me dicen que me calle. Incluso cuando cantamos a coro, veo los gestos indignados de los compañeros que se tapan los oídos. Para terminar, cuando cantamos a coro, me limito a abrir la boca, sin emitir sonido alguno. Es la única manera de salir airoso. Pero aún hay más. Aun cuando no canto nada concreto, cuando improviso, me dicen que desafino. No entiendo cómo puede sonar desafinado lo que no es nada. Pero parece que lo afinado y lo desafinado, en música, son nociones absolutas. El resultado es que ni siquiera bajo la ducha puedo cantar a voz en cuello. Incluso entonces me mandan callar.
Caminamos por la carretera asfaltada y ya nadie dice nada. El campo es hermoso, alrededor, pero está vacío, es una sucesión de campos verdes y fértiles, donde no se ve a nadie trabajando, donde no aparece ninguna figura humana. Quizá no es el momento de trabajar la tierra, no sé, yo soy un hombre de ciudad. O será que el campo es siempre así, al día siguiente de la invasión. Tal vez los campos están siempre así, vacíos, en un silencio atento, al día siguiente de la llegada de los invasores. Para nosotros, vuelve a comenzar la vida de antes, la vida de antes de este viaje. Pero, para estos campesinos de Turingia, pues al fin y al cabo debe de haberlos, es la vida de después la que hoy empieza, la vida de después de la derrota, de después de la invasión. Talvez estén en sus casas esperando el sesgo que va a tomar esta vida de después de la derrota. Me pregunto qué cara pondrán en el pueblo cuando nos vean aparecer.
Llegamos ante las primeras casas del pueblo. Todavía no es una calle verdadera, sino la carretera que se prolonga y, a ambos lados, algunas casas. Son casas muy limpias, agradables de mirar. Tras una valla blanca se oyen ruidos de corral. No decimos nada, pasamos en silencio ante estos ruidos de corral. Un poco más allá está la plaza del pueblo. Ahí está, no la habíamos soñado. Hay una fuente en medio, y dos hayas que dan sombra a un rincón de la plaza, con bancos.
El agua se desliza sobre un pilón de piedra pulida por los años, sobre un terraplén circular al que se liega por dos escalones. El agua mana con un chorro regular, que a veces dispersa el viento de abril, y entonces ya no se oye el rumor del chorro al golpear la superficie del agua del pilón. Nosotros, aquí, miramos correr el agua.
Diego se acerca al chorro de agua y bebe largamente. Se endereza, y tiene la cara cubierta de gotitas brillantes.
– Está buena -dice.
Entonces, Fierre se acerca a su vez, y bebe.
Miro, a nuestro alrededor, las casas de la piaza desierta. Se diría que el pueblo está vacío, pero siento la presencia humana en este pueblo, detrás de las puertas y las ventanas cerradas.
Pierre se endereza a su vez y ríe.
– ¡Dios, esto sí que es agua!-dice.
En el campo, el agua era mala, era preciso tener cuidado y no beber demasiado. Lo recuerdo, la noche en que llegamos muchos enfermaron como perros por atracarse de aquel agua tibia y nauseabunda. El chico de Semur se había quedado en el vagón. Desde que murió le estuve aguantando en mis brazos, con su cadáver contra mí. Pero los de las SS abrieron las puertas correderas, subieron dando golpes y gritos, en medio de los ladridos de los perros policías. Saltamos al andén, descalzos en el barro del invierno, y dejé en el vagón a mi amigo de Semur. Tendí su cadáver al lado del viejecito que había muerto diciendo: «¿Os dais cuenta?». Yo ya empezaba a darme cuenta, desde luego.
Haroux también ha bebido de esta agua tan buena.
Me pregunto cuántos años debe de ¡levar vertiendo su agua viva esta fuente. Tal vez sean siglos, quién sabe. Tal vez esta fuente ha dado lugar a este pueblo, esta fuente de antaño que atrajo a su alrededor a los campesinos, a las casas de los campesinos. Pienso que, de todas formas, esta agua viva ya manaba aquí cuando el Ettersberg no estaba talado, cuando los ramajes de las hayas cubrían todavía toda la colina donde se construiría el campo. Las SS habían conservado, en la explanada, entre las cocinas y elEffeh-tenkammer -el almacén central-, aquel haya a cuya sombra dicen que Goethe venía a sentarse. Pienso en Goethe y Eckermann charlando bajo esta haya para la posteridad, entre las cocinas y el Effektenkammer. Pienso que ya no podrán volver más, pues el árbol está quemado por dentro y ya no es más que una cáscara podrida y vacía, pues una bomba de fósforo americana liquidó el haya de Goethe el mismo día en que bombardearon las fábricas del campo. Miro cómo Haroux se inunda ¡a cara con esta agua fresca y pura y me pregunto qué cara pondría si le dijera que está bebiendo el agua de Goethe, que seguramente Goethe venía hasta esta fuente campesina para saciar su sed, después de charlar con Eckermann para la posteridad. Seguro que me mandaría a la mierda.
Haroux ha bebido y me toca a mí.
El agua está buena, no se puede negar. No tan buena como el agua de Guadarrama, la de las fuentes del Paular o de Buitrago, pero es buena, a pesar de todo. Tiene un lejano sabor ferruginoso. También en Yerres el agua de la fuente que había al fondo del huerto tenía un regusto ferruginoso.
Acabamos de beber y estamos de pie, en medio de la plaza.
Miramos a nuestro alrededor, arrastramos nuestras botas por el empedrado de la plaza. Me pregunto si el pueblo tiene miedo, si nos temen los campesinos. Ellos han trabajado en estos campos, han tenido durante años ante sus ojos los edificios del campo cuando trabajaban su tierra. Los domingos, ¡es veíamos pasar por la carretera, con sus mujeres y sus hijos. Era primavera, como hoy, y se paseaban. Para nosotros eran hombres que se paseaban con sus familias después de una semana de duro trabajo. Su existencia nos resultaba inmediatamente accesible, su comportamiento era transparente para nosotros. Era la vida de antes. Nuestra mirada fascinada los descubría en su verdad genérica. Eran campesinos que se paseaban los domingos por la carretera con sus familias. Pero nosotros, ¿qué visión podían tener ellos de nosotros? Era preciso que hubiera una razón grave para que nos tuvieran encerrados en un campo, para que nos obligaran a trabajar desde antes del amanecer, tanto en verano como en invierno. Éramos unos criminales, cuyos delitos debían de ser particularmente graves. Así debían de vernos aquellos campesinos, si es. que en realidad nos veían, si es que verdaderamente se percataban de nuestra existencia. Pero nunca debieron de plantearse, en realidad, el problema de nuestra existencia, el problema que nuestra existencia a su vez les planteaba. Seguramente formábamos parte de esos acontecimientos del mundo que no se les planteaban como problema, pues carecían de los medios necesarios para planteárselos, y ni siquiera deseaban, además, planteárselos como problema, afrontarlos como un problema. La guerra, aquellos criminales en el Ettersberg (extranjeros además, eso ayuda a no plantearse problemas, a no complicarse la vida), los bombardeos, la derrota, y antes las victorias, todo eso eran acontecimientos que les desbordaban, literalmente. Trabajaban sus campos, se paseaban los domingos después de haber escuchado al pastor, lo demás se les escapaba. Por otra parte, en verdad, lo demás se les escapaba porque estaban decididos a dejarlo escapar.
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