Jorge Semprún - El Largo Viaje

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Corre el año 1943.En un angosto vagón de mercancías precintado, ciento veinte deportados cruzan las tierras francesas camino del campo de concentración. Es un viaje claustrofóbico, vejatorio: los cuerpos hacinados caen de agotamiento, han perdido la cuenta de los días que llevan allí, y la angustia crece porque nadie sabe cuándo acabará ese viaje hacia el horror.

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Me he acordado de Émil, aquellos días, hace unas semanas. Estaba de pie, al sol, con los brazos caídos, en la esquina del bloque 34, la última vez que lo vi. Pasé a su lado y volví k cabeza, no hubiera tenido fuerzas para enfrentarme con su mirada muerta, con su desesperación, sí, sin duda, su desesperación para siempre, en aquel día de primavera que no era para él el principio de una vida nueva, sino el final, claro está, el final de toda una vida. Émil había aguantado, durante doce años había resistido, hasta que de repente, hace un mes, cuando la partida estaba ya decidida, cuando ya de verdad tocábamos con la mano la próxima libertad, pues toda la primavera estaba llena de los rumores de aquella libertad que se acercaba, de repente, hace un mes, había cedido. Cedió de la manera más tonta, más cobarde, podría decirse que había cedido gratuitamente. Cuando las SS, a la desesperada, acorraladas, pidieron voluntarios para el ejército alemán, hace un mes, sin recibir ni una sola petición, entre todos estos millares de presos políticos, amenazaron a los jefes de bloque. Entonces Émil inscribió en la lista, junto a algunos delincuentes comunes que eran voluntarios, a un deportado de su bloque, un alsaciano movilizado a la fuerza en la Wehrmacht, desertor y detenido por ello. Le había inscrito sin decirle nada, claro está, prevaliéndose de su autoridad de jefe de bloque. Había enviado a la muerte a este alsaciano, o a la desesperación tal vez, convirtió a este joven alsaciano en un hombre perdido para siempre, aun cuando saliera vivo, en un hombre que jamás volvería a tener confianza en nada, en un hombre perdido para cualquier esperanza humana. Yo vi llorar a este alsaciano el día en que las SS vinieron a buscarle, ya que estaba en la lista de voluntarios. Nosotros le rodeamos sin saber qué decirle, y él lloraba, privado de cualquier calor humano, sin comprender lo que se le venía encima, ya no comprendía nada, era un hombre perdido.

Émil era jefe de bloque y estábamos orgullosos de su tranquilidad, de su generosidad, nos alegrábamos de verle emerger de aquellos doce años de horror con una sonrisa tranquila en sus ojos azules, en su rostro hundido, demacrado por los horrores de aquellos doce años. Y he aquí que nos abandonaba bruscamente, se derrumbaba en la noche de aquellos doce años pasados, se convertía en una de las pruebas vivientes de aquel horror y de aquella interminable noche de doce años. He aquí que, en el momento en que las SS estaban vencidas, Emil se convertía en la prueba viviente de su victoria, es decir, de nuestra pasada derrota, agonizante ya, pero que arrastraba en su agonía el cadáver vivo de Emil.

Estaba allí, en la esquina del bloque 34, al sol, con los brazos caídos. Volví la cabeza. Ya no estaba de nuestro lado. Estaba como la buena mujer de hace un rato, como sus hijos muertos, los dos hijos muertos de esta mujer en su casa frente al crematorio, estaba del lado de la muerte pasada, todavía presente. En cuanto a nosotros, teníamos precisamente que aprender a vivir.

– Imagino -dice el chico de Sernur-, imagino que de todas formas nos harán trabajar de firme.

Estamos aquí, intentando adivinar qué clase de trabajo nos mandarán hacer las SS, en ese campo adonde vamos.

– Oye, tú -dice una voz, en alguna parte, detrás de nosotros.

El chico de Semur mira.

– ¿Nos habías a nosotros? -pregunta.

– Sí -dice la voz-, a tu compañero, quisiera decirle algo.

Pero estoy apresado por la masa de los cuerpos. No puedo volverme hacia la voz de ese tipo que quiere decirme algo.

– Adelante -le digo, volviendo la cabeza todo lo que puedo-. Adelante, te escucho.

Oigo la voz del tipo a mi espalda, y el chico de Semur le mira mientras habla.

– Esta moto de la que hablabas -dice la voz-, ¿fue al maquis del «Tabou» donde la llevasteis?

– Sí -respondo-, ¿lo conoces?

– ¿Al «Tabou» -dice la voz-, encima de Larrey?

– Exactamente, ¿por qué, lo conoces?

– Yo estaba allí -dice la voz.

– Ah, bueno, ¿y cuándo?

– Pero si vengo de allí -dice la voz-, prácticamente. Hace un mes que las SS «limpiaron» la región. Ya no hay «Tabou».

Es un golpe duro para mí, lo confieso. Claro que sé que la guerra continúa, que las cosas no van a seguir como siempre, inmutables, tal y como las conocía en el momento de mi detención. Pero es un duro golpe para mí saber que las SS han liquidado el «Tabou».

– Mierda -digo. Y eso es exactamente lo que pienso.

– Me acuerdo de aquella moto -dice la voz-, la usamos mucho, después de que os marchasteis.

– Era una buena moto, casi nueva.

Me acuerdo de aquella excursión, por las carreteras de otoño, y en verdad me revienta que hayan liquidado el «Tabou».

– Si de veras eres tú el de la moto… -empieza la voz.

– Que sí, hombre, que soy yo -le interrumpo.

– Desde luego -dice la voz-, era un modo de hablar. Quiero decir, ya que eres tú, entonces viniste una segunda vez al «Tabou».

– Sí -digo-, con un Citroen «pato». Llevábamos armas para vosotros.

– Eso es -dice la voz-. También me acuerdo de esa vez. Llevabas un revólver de cañón largo, pintado de rojo, y todos queríamos uno igual.

Me río.

– Aquella vez -dice la voz-, ibas con otro tío. Uno alto, de gafas.

El alto de gafas era Hans.

– Desde luego -digo.

– Estaba con nosotros -dice la voz- cuando comenzó la pelea.

– ¿Qué pelea? -digo repentinamente inquieto.

– Las SS -dice la voz-, cuando desencadenaron la operación, el alto de gafas estaba con nosotros.

– ¿Por qué? ¿Por qué había vuelto?

– No lo sé, hombre -dice la voz del tipo que estaba en el «Tabou»-, había vuelto, eso es todo.

– ¿Y después? -pregunto.

– No lo sé -dice la voz-, combatimos durante medio día, al atardecer y parte de la noche, en el mismo sirio, alrededor de la carretera. Después, comenzamos a retirarnos hacia el interior, para la dispersión.

– ¿Y mi compañero?

– Tu compañero, no lo sé, debió de quedarse en el grupo de cobertura -dice la voz.

Hans se había quedado con el grupo de cobertura.

– ¿No le has vuelto a ver? -pregunto.

– No -dice la voz-, me atraparon en un control, er Chátillon, después de la dispersión. No volvimos a ver a los muchachos del grupo de cobertura.

Hans se había quedado a cubrir a los demás, era previsible.

Más tarde, en la segunda quincena de mayo, aquel año de mi regreso, dentro de dos años, Michel y yo estuvimos buscando las huellas de Hans, de Laignes a Chátiílon, de Semur a Larrey, por todas las granjas de la comarca. Michel estaba en el Primer Ejército y había conseguido un permiso, justo después de la capitulación alemana. Estuvimos buscando el rastro de Hans, pero ya no había ni rastro de Hans. Era primavera, y circulamos hasta Joigny, pues Michel se las había apañado para conseguir un coche y una orden de misión. En Joigny, Irene no había regresado. Murió en Bergen-Belsen, de tifus, pocos días después de la llegada de las tropas inglesas. Su madre nos dio de comer, en una cocina como las de antes, y en la bodega seguía flotando el olor pertinaz a plástico. Nos enseñó un recorte del periódico local, que relataba la muerte de Irene en Bergen-Belsen. Albert había sido fusilado. OIÍ-vier había muerto en Dora. Julien también había muerto, le sorprendieron en Laroche, se defendió como un diablo y la última bala la había guardado para sí mismo. Recuerdo que decía: «La tortura, ni hablar, no es para mí, si puedo me pego un tiro». Y se mató. Michel y yo escuchábamos a la madre de Irene, oíamos su voz cascada. Comimos conejo a la mostaza, en silencio, con todas las sombras de los compañeros muertos a nuestro alrededor.

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