Jorge Semprún - El Largo Viaje
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Estas señoritas de Passy tienen que marcharse.
Me vuelvo y ya se han ido. Han huido de este espectáculo. Por otra parte las comprendo, no debe de ser divertido llegar en un bonito coche, con un lindo uniforme azul ceñido a los muslos, y caer sobre este montón de cadáveres poco presentables.
Salgo a la plaza de formaciones y enciendo un pitillo.
Una de las chicas se ha quedado allí, esperándome. Una morena de ojos claros.
– ¿Por qué ha hecho usted esto? -dice.
– Era una tontería -reconozco.
– Pero ¿por qué? -insiste.
– Ustedes querían visitarlo -le contesto.
– Quisiera seguir -dice.
La miro. Tiene los ojos brillantes, le tiemblan los labios.
– Ya no tengo el valor -le digo.
Me mira en silencio.
Caminamos ¡untos hacia la entrada del campo. Una bandera negra ondea a media asta en la torre de control.
– «Es por los muertos? -pregunta con voz temblorosa.
– No. Es por Roosevelt Los muertos no necesitan banderas.
– ¿Y qué necesitan? -pregunta.
– Una mirada pura y fraternal -contesto-, y el recuerdo.
Me mira y no dice nada.
– Hasta la vista -dice.
– Adiós -le digo. Y me voy con los compañeros.
– Esta noche, Dios, esta noche no terminará ¡amas -dice el chico de Semur.
Volví a ver a esta chica morena en Eisenach, ocho días después. Ocho o quince días, ya no recuerdo. Porque fueron ocho o quince días que pasaron como en sueños, entre el fin de los campos y el principio de la vida anterior. Estaba sentado sobre el yerbín de un césped, fuera del recinto alambrado, entre los chalés de los SS. Fumaba, escuchando el rumor de la primavera. Miraba las briznas de hierba, los insectos en las briznas de hierba. Miraba moverse las hojas en los árboles de alrededor. De repente aparece Yves corriendo. «Aquí estás, por fin, estás aquí.» Llegaba de Eisenach, en una camioneta del ejército francés. Un convoy de tres camiones salía al día siguiente directamente hacia París, me había reservado un sitio y había venido desde Eisenach a por mí. Yo miro hacia el campo. Veo las torres de control, las alambradas, que ya no están electrificadas. Veo los edificios de la D.A.W., el zoológico donde los de las SS criaban ciervos, monos y osos pardos.
Ya está bien, me voy. No tengo nada que ir a buscar, puedo marcharme tal y como estoy. Tengo unas botas rusas de caña flexible, unos pantalones gruesos de teia rayada, una camisa de la Wehrmacht y un jersey de lana de madera gris, con adornos verdes en el cuello y las mangas, y unas letras grandes pintadas en negro a la espalda: KL BU. Ya está bien, me voy. Se acabó, me marcho. El chico de Semur murió, yo me voy. Los hermanos Hor-tieux han muerto, yo me voy. Espero que Hans y Michei estén vivos. Todavía no sé que Hans ha muerto. Espero que Julien esté vivo. No sé que Julien ha muerto. Tiro mi cigarrillo, lo aplasto con el tacón en la hierba del césped, voy a marcharme. Este viaje ha terminado y regreso. No regreso a mi casa, pero me acerco. El fin de los campos es el fin del nazismo, y será por lo tanto el final del franquismo, está claro, vamos, no hay ni la menor sombra de duda. Voy a poder dedicarme a cosas senas, como diría Piotr, ahora que la guerra ha terminado. Me pregunto qué clase de cosas serias haré. Piotr había dicho: «Reconstruir mi fábrica, ir al cine, tener hijos».
Corro junto a Yves hasta la camioneta, y nos largamos por la carretera de Weimar. Los tres estamos sentados en los asientos delanteros, el chófer, Yves y yo. Yves y yo pasamos el rato enseñándonos cosas. Mira, el barracón de la Politische Abteilung. Mira, el chalé de Use Koch. Mira, la estación, por ahí llegamos. Mira, las instalaciones de la «Mibau». Luego ya no quedó nada que mirar, sino la carretera y los árboles, los árboles y la carretera, e íbamos cantando. Es decir, Yves cantaba con el chófer. Yo lo fingía, porque desafino.
Aquí está la curva donde nos enfrentamos, el 11 de abril a mediodía, 2 un grupo de las SS que se replegaba. Avanzábamos por el eje de la carretera los españoles, con un grupo de Panzerfaust [14]* y otro de armas automáticas. Los franceses a la izquierda y los rusos a la derecha. Las SS tenían una pequeña tanqueta y estaban adentrándose en lo más profundo del bosque por un sendero forestal. Oímos hacia la derecha unos gritos de mando, y luego, tres veces seguidas, un largo «hurra». Los rusos cargaban contra las SS con granadas y arma blanca. Nosotros, franceses y españoles, iniciamos un movimiento para rodear a las SS y desbordarlas. Siguió esa cosa confusa a la que llaman un combate. La tanqueta ardía, y de repente siguió un profundo silencio. Se había acabado, esa cosa confusa que llaman un combate había terminado. Estábamos reagrupándonos en la carretera cuando vi llegar a dos jóvenes franceses con un miembro de ¡as SS herido. Les conocía un poco, eran unos FTP [15]* de mí bloque.
– Gérard, escucha, Gérard -me gritaron al aproximarse. En aquellos tiempos me llamaban Gérard.
El de las SS estaba herido, en un hombro o en el brazo. Sostenía su brazo herido y tenía una mirada aterrorizada.
– Tenemos este prisionero, Gérard. ¿Qué hacemos con él? -dijo uno de los muchachos.
Miro al de las SS, lo conozco. Es un Blockfuhrer que no dejaba de vociferar y maltratar a quien caía bajo su férula. Miro a los dos muchachos, iba a decirles: «Fusiladlo aquí mismo y reagrupaos, que seguimos», pero las palabras no me salen de la garganta. Pues acabo de comprender que no lo harán jamás. Acabo de leer en sus ojos que nunca lo harán. Tienen veinte años, les fastidia este prisionero, pero no lo fusilarán. Ya sé que históricamente es un error. Ya sé que el diálogo con uno de las SS sólo es posible cuando el de las SS está muerto. Ya sé que el problema consiste en cambiar las estructuras históricas que permiten la aparición del de las SS. Pero una vez que está aquí, es preciso exterminar al de las SS cada vez que se presente la oportunidad durante el combate. Ya sé que estos dos jóvenes van a hacer una idiotez, pero no haré nada para evitarlo.
– ¿Qué os parece? -les pregunto.
Se miran y bajan la cabeza.
– Está herido, este cabrón -dice uno de ellos.
– Eso es -dice el otro-, está herido, primero hay que cuidarle.
– ¿Entonces? -les pregunto.
Se miran. Saben también que van a hacer una idiotez, pero van a hacer esa idiotez. Se acuerdan de sus compañeros fusilados y torturados. Se acuerdan de los carteles de la Kommandantur, de las ejecuciones de rehenes. Tal vez fue en su región donde los de las SS le cortaron las manos a hachazos a un niño de tres años, para obligar a su madre a hablar, para obligarla a que denunciara a un grupo de guerrilleros. La madre vio cómo le cortaban las manos a su hijo y no habló, se volvió loca. Saben perfectamente que van a hacer una tontería. Pero no han hecho esta guerra voluntariamente a los diecisiete años para ejecutar a un prisionero herido. Han hecho esta guerra contra el fascismo para que ya no se ejecute a los prisioneros heridos. Saben que van a hacer una idiotez, pero la van a hacer conscientemente. Y voy a dejarles que hagan esta idiotez.
– Vamos a llevarle hasta el campo -dice uno de ellos-, que cuiden a este cabrón.
Insiste en la palabra «cabrón» para que yo comprenda bien que no ceden, que no es por debilidad por lo que van a hacer esta idiotez.
– Bien -les digo-. Pero me vais a dejar vuestros fusiles, aquí faltan.
– Oye tú, exageras -dice uno de ellos.
– Os doy una parabellum a cambio, para llevar a este tío. Pero me vais a dejar vuestros fusiles, los necesito.
– Pero nos los devolverás, ¿verdad?
– Claro, hombre, cuando volváis a encontrar la columna os los devolveré.
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