Jorge Semprún - El Largo Viaje
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– Que nadie toque esta letrina -dice el mismo de antes.
– ¡ Claro que sí la vamos a empujar! -grita el que ahora tenía la letrina en las narices.
Se oye el ruido de la letrina, que rasca la madera del suelo. Se oyen tacos, gritos confusos. Luego, el estrépito metálico de la tapa de la letrina, que ha debido caerse.
– ¡Ah, cabrones! -grita otra voz.
– ¿Qué ha pasado?
– Han volcado la letrina a fuerza de hacer el idiota -explica alguien.
– ¡Que no, hombre, que no! -dice el que pretende haber tenido la letrina hasta ahora en las narices-, sólo ha salpicado.
– Pues me ha salpicado en los pies -dice el de antes.
– Ya te lavarás los pies cuando llegues -dice el gracioso de hace un rato.
– ¿Te crees un gracioso? -dice el que ha sido salpicado en los pies.
– Pues si, soy un gracioso -dice el otro, tranquilo.
Se oyen risas, bromas de mal gusto y protestas apagadas. Pero la letrina, más o menos volcada, ha sido trasladada y podemos colocar el cuerpo del anciano.
– No lo pongas de espaldas -dice el chico de Semur, ocuparía demasiado espacio.
Arrinconamos el cadáver contra la pared del vagón, tumbado de costado. Además, es muy flaco este cadáver, no ocupa demasiado.
Nos incorporamos, el chico de Semur y yo, y el silencio vuelve a caer sobre nosotros.
Había dicho: «¿Os dais cuenta?», y se murió. ¿De qué quería que nos diéramos cuenta? Habría tenido dificultades para precisarlo, desde luego. Quería decir: «¿Os dais cuenta, qué vida ésta? ¿Os dais cuenta, qué mundo éste?». Sí que me doy cuenta. No hago otra cosa, darme cuenta y dar cuenta de ello. Eso es lo que deseo. A menudo, a lo largo de estos años, he encontrado esta misma mirada de extrañeza absoluta que ha tenido este anciano que iba a morir, justo antes de morir. Por otra parte, confieso que nunca he comprendido bien por qué tanta gente se extrañaba de esta manera. Tal vez porque he visto morir a muchos en las carreteras, he visto a grupos andando por los caminos con la muerte en los talones. Quizá ya no consiga extrañarme porque no veo otra cosa desde julio de 1936. A menudo me ponen nervioso todos esos que se extrañan. Vuelven del interrogatorio pasmados: «¿Os dais cuenta?, me han dado una paliza». «Pero ¿qué esperáis que hagan, Dios? ‹No sabíais que son nazis?» Bajaban la cabeza, no sabían muy bien qué les ocurría. «Pero, Dios, ¿no sabíais con quién nos las teníamos?» A veces me ponen nervioso estos pasmados. Tal vez porque he visto los cazas alemanes e italianos volando sobre las carreteras a baja altitud y ametrallar tranquilamente a la muchedumbre por las carreteras de mi país. Para mí, esta carreta con la mujer de negro y el niño que llora. Para mí, este borriquillo y la abuela sobre el borrico. Para ti, esta novia de fuego y nieve que camina como una princesa por la ardiente carretera. Tal vez el motivo de que me pongan nervioso todos esos pasmados esté en los pueblos enteros caminando por las carreteras de mi tierra, huyendo de estos mismos integrantes de las SS, o de sus semejantes, sus hermanos. De este modo, ante esta pregunta: «¿Os dais cuenta?», tengo una respuesta ya preparada, como diría el chico de Semur. Claro que me doy cuenta, no hago otra cosa. Me doy cuenta e intento dar cuenta de ello, ése es mi propósito.
Salíamos de la gran sala donde habíamos tenido que desnudarnos. Hacía un calor de horno, teníamos la garganta seca, trastabillábamos de cansancio. Habíamos corrido por un pasillo, y nuestros pies descalzos habían restallado sobre el cemento. Luego venía otra sala más pequeña, donde los hombres se apiñaban conforme iban llegando. Al fondo de la sala había una hilera de diez o doce tipos en bata blanca, con maquinillas eléctricas de cortar el pelo, cuyos largos hilos colgaban del techo. Estaban sentados en unos taburetes, parecían aburrirse soberanamente y nos afeitaban todas las partes del cuerpo donde hay pelo. Los hombres esperaban su turno, apiñados unos contra otros, sin saber qué hacer con sus manos desnudas en sus cuerpos desnudos. Los esquiladores trabajaban deprisa, ya se veía que tenían una maldita costumbre. Esquilaban a los hombres por todas partes en un santiamén, y al siguiente. Empujado y arrastrado de un lado a otro por el vaivén de la muchedumbre, al final me encontré en primera fila, justo frente a los esquiladores. El hombro y la cadera izquierdos me dolían a causa de los culatazos de hacía un rato. A mi lado había dos viejecitos bastante deformes. Precisamente tenían esa mirada desencajada por el asombro y la extrañeza. Miraban todo aquel circo con los ojos desorbitados por el asombro. Les había llegado el turno y empezaron a dar grititos cuando la rasuradora atacó sus partes sensibles. Se lanzaron una mirada, pero ya no fue tan sólo de asombro, sino también de santa indignación. «¿Se da usted cuenta, señor ministro, pero se da usted cuenta?», dijo uno de ellos. «Es increíble, señor senador, po-si-ti-va-men-te increíble», le respondió el otro. Dijo así, po-si-ti-va-men-te, marcando cada silaba. Tenían acento belga, eran grotescos y miserables. Me hubiera gustado escuchar las reflexiones del chico de Semur. Pero el chico de Semur había muerto, se había quedado en el vagón. Jamás volvería a oír las reflexiones del chico de Semur.
– Nunca acabará esta noche -dice el chico de Semur.
Es la cuarta noche, no lo olviden, la cuarta noche de este viaje. Vuelve de nuevo la sensación de que tal vez estamos quietos. Quizás sea la noche la que se mueve, el mundo el que se despliega, en torno a nuestra jadeante inmovilidad. Esta sensación de irrealidad va creciendo, invade como una gangrena mi cuerpo destrozado por el cansancio. Antes, merced al frío y al hambre, conseguía fácilmente provocar en mí este estado de irrealidad. Bajaba por el bulevar Saint-Michel, hasta aquella panadería de la esquina con la calle de l'Écoíe de Médecine, donde vendían unos buñuelos de harina negra. Compraba cuatro, era mi comida del mediodía. A causa del hambre y el frío, era un juego de niños impulsar mi cerebro ardiente hasta los mismos límites de la alucinación. Un juego de niños que no llevaba a parte alguna, desde luego. Hoy es distinto. No soy yo quien provoca esta sensación de irrealidad, sino que se inscribe en los acontecimientos exteriores. Se inscribe en los acontecimientos de este viaje. Felizmente, hubo este intermedio del Mosela, esta dulce, umbría y tierna, nevada y ardiente certidumbre del Mosela. Ahí me he vuelto a encontrar, he vuelto a ser lo que soy, lo que es el hombre, un ser natural, el resultado de una larga y real historia de solidaridad y de violencias, de fracasos y de victorias humanas. Como las circunstancias no se han vuelto a reproducir, nunca he vuelto a encontrar la intensidad de aquel momento, aquella alegría salvaje y tranquila del valle del Mosela, aquel orgullo humano ante el paisaje de los hombres. A veces me invade su recuerdo ante la línea pura y quebrada de un paisaje urbano, ante un cielo gris sobre una llanura gris. Y sin embargo esta sensación de irrealidad a lo largo de la cuarta noche de este viaje no alcanzó la intensidad de la que experimenté al regreso de este viaje. Los meses de cárcel, seguramente, habían creado una especie de hábito. Lo absurdo y lo irreal resultaban familiares. Para sobrevivir, el organismo necesita ceñirse a la realidad, y la realidad era precisamente ese mundo totalmente antinatural de la prisión y la muerte. Pero el verdadero choque se produjo a la vuelta de este viaje.
Los dos coches se detuvieron ante nosotros y bajaron aquellas inverosímiles muchachas. Era el 13 de abril, dos días después del final de los campos. El bosque de hayas susurraba al soplo de la primavera. Los americanos nos habían desarmado, fue lo primero de que se ocuparon, todo hay que decirlo. Se hubiera dicho que tenían miedo de aquellos pocos centenares de esqueletos armados, rusos y alemanes, españoles y franceses, checos y polacos, por las carreteras en tomo a Weimar. A pesar de ello seguíamos ocupando los cuarteles de las SS, los depósitos de la división Totenkopf, cuyo inventario había que hacer. Un piquete de guardia, desarmado, estaba delante de cada uno de los edificios. Yo estaba ante el edificio de los oficiales de las SS y los compañeros cantaban y fumaban. Ya no teníamos armas, pero seguíamos viviendo bajo el impulso de aquella alegría de dos días antes, cuando caminábamos hacia Weimar disparando hacia los grupos de las SS aislados en los bosques. Yo estaba delante del edificio de los oficiales de las SS cuando aquellos dos automóviles se detuvieron frente a nosotros, y bajaron aquellas inverosímiles muchachas. Llevaban un uniforme azul, de corte impecable, con un escudo que decía: «Mission France». Se les veía la cabellera, el carmín en los labios, las medias de seda. Y piernas dentro de las medias de seda, labios vivos bajo el carmín de labios, rostros vivientes bajo las cabelleras, bajo sus verdaderas cabelleras. Reían, cotorreaban, era una auténtica romería. De repente, los compañeros recordaron que eran hombres, y comenzaron a revolotear en torno a las muchachas. Ellas hacían melindres, cotorreaban, estaban maduras para un buen par de tortazos. Pero querían visitar el campo aquellas pequeñas, les habían dicho que era algo horrible, absolutamente espantoso. Querían conocer aquel horror. Abusé de mi autoridad para dejar a los compañeros ante el pabellón de oficiales de las SS, y conduje a aquellas guapas a la entrada del campo.
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