Jorge Semprún - El Largo Viaje

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Corre el año 1943.En un angosto vagón de mercancías precintado, ciento veinte deportados cruzan las tierras francesas camino del campo de concentración. Es un viaje claustrofóbico, vejatorio: los cuerpos hacinados caen de agotamiento, han perdido la cuenta de los días que llevan allí, y la angustia crece porque nadie sabe cuándo acabará ese viaje hacia el horror.

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Fue al día siguiente, bajo un sol pálido. Por la mañana, el muchacho que estaba de servicio para distribuir el café nos dijo en un susurro: «Rene ha muerto como un hombre». En cierto modo, era una expresión aproximada, claro está, desprovista de sentido. Pues la muerte sólo para el hombre es personal, es decir, es para él, puede serlo para él, y para él solo, en la medida en que es aceptada y asumida. Era una expresión aproximada, pero decía muy bien lo que quería decir. Decía perfectamente que Rene Hortieux se había apoderado con ambas manos de esta posibilidad de morir de pie, de enfrentarse con esta muerte y hacerla suya. Yo no había visto morir a Rene Hortieux, pero no era difícil imaginar cómo había muerto. En aquel año 43 se tenía una experiencia lo bastante amplia de la muerte de los hombres para saber cómo había muerto Rene Hortieux.

Más adelante he visto morir a hombres en circunstancias análogas. Estábamos concentrados, treinta mil hombres inmóviles, en la plaza mayor donde pasaban lista, y los de las SS habían levantado en medio los andamios para la horca. Estaba prohibido mover la cabeza, bajar la vista. Era preciso que viéramos morir a aquel compañero. Le veíamos morir. Aun si hubiésemos podido volver la cabeza o bajar la vista, hubiéramos alzado los ojos para ver morir a aquel compañero. Hubiéramos clavado en él nuestras miradas arrasadas, le hubiésemos acompañado con la vista hasta el cadalso. Éramos treinta mil, formados impecablemente, a las SS les gusta el orden y la simetría. El altavoz aullaba: «Das Ganze, Stand!» y se escuchaban treinta mil pares de tacones que chocaban en un «firmes» impecable. A los de las SS les gustan los «firmes» impecables. El altavoz aullaba: «Mützen ab!», y treinta mil gorras de prisioneros, cogidas por treinta mil manos derechas, golpeaban contra treinta mil piernas derechas, en un perfecto movimiento de conjunto. Los de las SS adoran los perfectos movimientos de conjunto. Entonces traían al compañero, las manos atadas a la espalda, y le hacían subir a la horca. A los de las SS les gusta el orden y la simetría y los hermosos movimientos de conjunto de una multitud amaestrada, pero son unos pobres diablos. Creen dar un ejemplo, y no saben hasta qué punto es verdad, hasta qué punto es ejemplar la muerte de este camarada. Mirábamos subir a la plataforma a aquel ruso de veinte años, condenado a la horca por sabotaje en la «Mibau», donde se fabricaban las piezas más delicadas de los V-l. Los prisioneros de guerra soviéticos estaban fijos en un "firmes» doloroso, a fuerza de tal inmovilidad masiva, hombro con hombro, de tales miradas impenetrables. Contemplamos subir a la plataforma a aquel ruso de veinte años, y los de las SS imaginan que vamos a padecer su muerte, a sentirla fundirse sobre nosotros como una amenaza o una advertencia. Pero esta muerte, en realidad, estamos aceptándola para nosotros mismos, si llegara el caso, la estamos escogiendo para nosotros mismos. Estamos muriendo la muerte de este compañero, y por tanto la negamos, la anulamos, hacemos de la muerte de este compañero el sentido mismo de nuestra vida. Un proyecto de vivir perfectamente válido, el único válido en este preciso momento. Pero los de las SS son unos pobres diablos y nunca entienden estas cosas.

Hacía, pues, un sol pálido, era a finales de noviembre, y yo estaba solo, con Ramaillet, en el patinillo de los paseos. AI muchacho del bosque de Othe le habían llevado a un interrogatorio. Aquella misma mañana nos habíamos peleado con Ramaillet, que se mantenía apartado.

El centinela alemán estaba de pie contra la reja, y me aproximé.

– ¿Ayer por la tarde? -le pregunto.

Su cara se crispa y me mira fijamente.

– ¿Qué pasa? -dice.

– ¿Estaba usted de servicio, ayer por la tarde? -le preciso.

Menea la cabeza.

– No -dice-, no me tocaba.

Nos miramos sin decir nada.

– Pero ¿y si le hubieran designado?

No contesta. ¿Qué puede contestar?

– Si le hubieran designado -insisto-, ¿hubiera usted formado parte del pelotón de ejecución?

Tiene una mirada de animal acorralado, y traga la saliva con esfuerzo.

– Usted habría fusilado a mi compañero.

No dice nada. ¿Qué podría decir? Baja la cabeza, remueve la tierra húmeda con los pies, me mira.

– Me voy mañana -dice.

– ¿Adonde? -le pregunto.

– Al frente ruso -dice.

– ¡Ah! -le digo-. Va usted a ver lo que es una guerra de verdad.

Me mira, asiente con la cabeza y habla con voz neutra.

– Usted desea mi muerte -dice con su voz neutra.

¿Deseo su muerte? Wünsche ich seinen Tod? No creía desear su muerte. Pero tiene razón, en cierto modo deseo su muerte.

En la medida en que sigue siendo un soldado alemán, deseo su muerte. En la medida en que persevera en sus deseos de ser soldado alemán, anhelo que conozca la tormenta de fuego y hierro, los sufrimientos y las lágrimas. Deseo ver derramada su sangre de soldado alemán del ejército nazi, deseo su muerte.

– No me lo reproche.

– Ciaro que no -dice-, es natural.

– Me gustaría mucho poder desearle otra cosa -le digo.

Tiene una sonrisa abrumada.

– Es demasiado tarde -dice.

– Pero ¿por qué?

– Estoy solo -dice.

Nada puedo hacer para quebrar su soledad. Sólo él podría hacer algo, pero le falta la voluntad de hacerlo. Tiene cuarenta años, una vida ya hecha, mujer e hijos, nadie puede elegir por él.

– Me acordaré de nuestras conversaciones -dice.

Y sonríe otra vez.

– Quisiera desearle toda la dicha posible -le digo, y le miro.

– ¿La dicha? -pregunta, y se encoge de hombros.

Luego mira a su alrededor, y mete la mano en el bolsillo de su capote.

– Tome usted -dice-, como recuerdo.

Me tiende rápidamente, a través de la reja, dos paquetes de cigarrillos alemanes. Cojo los cigarrillos. Los escondo en mi chaqueta. Se aparta de la reja y vuelve a sonreír.

– Tal vez tenga suerte -dice-. A lo mejor salgo del apuro.

No sólo piensa en vivir. En realidad, piensa en salvarse.

– Se lo deseo.

– Claro que no -dice-, usted desea mi muerte.

– Deseo la aniquilación del ejército alemán. Y deseo que usted se salve.

Me mira, baja la cabeza, dice «gracias», tira de la correa de su fusil y se va.

– ¿Duermes? -pregunta el chico de Semur.

– No -le respondo.

– Vaya sed -dice el chico de Semur.

– Desde luego.

– Queda un poco de dentífrico -dice el chico de Semur.

– Adelante.

Es otra astucia del chico de Semur-en-Auxois. Ha debido de preparar su viaje como si fuera una expedición al polo norte. Ha pensado en todo. La mayoría de los prisioneros habían escondido en sus bolsillos pedazos de salchichón, pan, galletas. Era una locura, decía el chico de Semur. Lo peor no iba a ser el hambre, decía, sino la sed. Y el salchichón, las galletas secas, todos esos aumentos sólidos y consistentes que los otros habían escondido no harían sino aguzar su sed. Bien podríamos permanecer unos días sin comer, ya que de todos modos íbamos a estar inmóviles. Lo peor era la sed. Por lo tanto, había escondido en sus bolsillos algunas manzanitas crujientes y jugosas y un tubo de dentífrico. Lo de las manzanas era sencillo, a cualquiera se le hubiera ocurrido, a partir del dato básico de la sed como principal enemigo. Pero lo del dentífrico era un rasgo genial. Se extendía sobre los labios una capa fina de dentífrico y al respirar, la boca se llenaba de una frescura mentolada muy agradable.

Hace mucho que se acabaron las manzanas, pues las compartió conmigo. Me tiende el tubo de dentífrico y me pongo un poco en los Sabios resecos. Se lo devuelvo.

Ahora el tren va más deprisa, casi tan deprisa como un verdadero tren que fuera verdaderamente a alguna parte.

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