Jorge Semprún - El Largo Viaje
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En cambio, este soldado alemán en el que ahora pienso era otra cosa. Porque él quería comprender. Nació en Hamburgo, allí vivió y trabajó y a menudo estuvo en paro. Y hace años que ya no entiende por qué es él lo que es. Hay montones de filósofos amables que nos cuentan que la vida no es un «ser» sino un «hacer», o más precisamente un «hacerse». Están contentos con su fórmula, se les llena la boca, han inventado la pólvora. Pero preguntad a ese soldado alemán que conocí en la cárcel de Auxerre. A ese soldado alemán de Hamburgo, que ha estado sin trabajo prácticamente toda su vida hasta el momento en que el nazismo volvió a poner en marcha la maquinaria industrial de la remilitarización. Preguntadle por qué no «ha hecho» su vida, por qué sólo pudo padecer el «ser» de su vida. Su vida siempre ha sido un «hecho» agobiante, un «ser» ajeno a él, del que nunca pudo apoderarse y hacerlo habitable.
Estamos cada uno de un lado de la reja y nunca he comprendido mejor que entonces por qué combatía. Era preciso hacer habitable el ser de este hombre, o mejor todavía, el ser de los hombres como este hombre, porque para este hombre, desde luego, ya era demasiado tarde. Era preciso hacer habitable el ser de los hijos de este hombre, tal vez tenían la edad de este chaval de Tréveris que nos ha tirado la piedra. No era más complicado que todo esto, es decir, es desde luego la cosa más complicada del mundo. Pues solamente se trata de instaurar la sociedad sin clases. Pero esto no lo verá ese soldado alemán, que iba a vivir y a morir en su ser inhabitable, opaco e incomprensible para su propia mirada.
Pero el tren rueda, se aleja de Tréveris y hay que continuar el viaje, y me alejo del recuerdo de ese soldado alemán en la prisión de Auxerre. A menudo me he dicho a mí mismo que terminaría escribiendo esta historia de la prisión de Auxerre. Una historia muy sencilla: ia hora del paseo, el sol de octubre y esta larga conversación, a base de frases sueltas, cada uno de un lado de la reja. Es decir, yo estaba de mi lado, él no sabía de qué lado estaba él mismo. Y he aquí que se presenta la ocasión de escribir esta historia y no puedo escribirla. No es el momento, mi propósito es este viaje, y bastante me he apartado ya de él.
Vi a este soldado hasta finales de noviembre. Con menos frecuencia, pues llovía sin cesar y habían suprimido el paseo. Le vi al final de noviembre, antes de su marcha. Yo ya no estaba incomunicado, compartía mi celda y el patinillo con Ramaillet y aquel joven guerrillero del bosque de Othe, que había estado en el grupo de los hermanos Hortieux. La víspera, precisamente, habían fusilado al mayor de los hermanos Hortieux. A la hora tranquila que precedía al paseo, «la Rata» subió a por el mayor de los hermanos Hortieux, que ya llevaba seis días en la celda de Sos condenados a muerte. Vimos subir a «la Rata» por la puerta entornada. Había en Auxerre un sistema de cerrojos muy práctico, que permitía cerrar las puertas dejándolas sólo entornadas. Durante el invierno las dejaban así, excepto los días de castigo colectivo, para que entrara en las celdas un poco del calor que ascendía de la gran estufa instalada en la planta baja. Vimos llegar a «la Rata», la escalera daba frente a nuestra puerta, y sus pasos se perdieron hacia la izquierda, sobre la galería. En el fondo de esta galería se encuentran las celdas de los condenados a muerte. Ramaillet estaba en su camastro. Leía, como de costumbre, uno de sus folletos de teosofía. El muchacho del bosque de Othe vino a pegarse a la puerta entornada, junto a mí. SÍ recuerdo bien -y no creo que este recuerdo haya sido reelaborado en mi memoria-, se hizo un gran silencio en la prisión. En el piso superior, el de las mujeres, se hizo también un gran silencio. Y en la galería de enfrente también. Incluso aquel tipo que cantaba sin cesar «mon bel amant, mon amour de Saint Jean» se calló también. Llevábamos días esperando que vinieran a por el mayor de los hermanos Hortieux, y he aquí a «la Rata» que se dirige hacia las celdas de los condenados a muerte. Se oye el ruido del cerrojo. El mayor de los hermanos Hortieux debe de estar sentado en su camastro, con las esposas puestas, descalzo, y escucha el ruido del cerrojo en esta hora insólita. De todas formas, la hora de morir es siempre insólita. Sólo queda el silencio, durante unos minutos, y luego se oye el ruido de las botas de «la Rata», que se acerca otra vez. El mayor de los hermanos Hortieux se detiene ante nuestra celda, camina sobre sus calcetines de lana, lleva las esposas puestas, los ojos brillantes. «Se acabó, muchachos», nos dice a través de la puerta entornada. Tendemos las manos por la abertura de la puerta y estrechamos las manos del mayor de los hermanos Hortieux, presas en las esposas. «Adiós, muchachos», nos dice, No decimos nada, le estrechamos las manos, no tenemos nada que decir. «La Rata» está detrás del mayor de los hermanos Hortieux, vuelve la cabeza. No sabe qué hacer, agita las llaves, aparta la cabeza. Tiene cara bondadosa de buen padre de familia, su uniforme gris verdoso está arrugado, aparta su cara de buen padre de familia. No se puede decir nada a un compañero que va a morir, se le estrechan las manos, no hay nada que decir. «Rene, ¿dónde estás, Rene?» Es la voz de Philippe Hortieux, el más joven de los hermanos Hortieux, que está incomunicado en una celda de la galería de enfrente. Entonces, Rene Hortieux se vuelve y grita también: «¡Se acabó, Phüippe, me voy, Philippe, se acabó!». Philippe es el menor de los hermanos Hortieux. Philippe, el menor de los hermanos Hortieux, pudo escapar cuando las SS y la Feld cayeron sobre el grupo Hortieux, al amanecer, en el bosque de Othe. Les denunció un soplón, pues las SS y la Feld cayeron sobre ellos de improviso y apenas pudieron iniciar una resistencia desesperada. Pero Philippe Hortieux escapó al cerco. Se escondió durante dos días en el bosque. Luego salió, mató a un motorista alemán al borde de la carretera, y se largó a Montbard en el vehículo del muerto. Durante quince días, la moto de Philippe Hortieux aparecía de repente en los lugares más imprevistos. Durante quince días, los alemanes lo persiguieron por toda la comarca. Philippe Hortieux tenía un Smith and Wesson, de cañón largo, pintado de rojo, pues últimamente nos habían lanzado bastantes por paracaídas. Tenía también una metralleta Sten, granadas y plástico, en una mochila. Hubiera podido escapar Phüippe Hortieux, conocía los puntos de apoyo, hubiese podido abandonar la región. Pero se quedó. Escondido de granja en granja, libró la guerra de noche por su cuenta durante unos quince días. En pleno mediodía, bajo el sol de septiembre, fue al pueblo del soplón aquel que les había entregado. Aparcó la moto en la plaza de la iglesia, y salió en su busca con la metralleta en la mano. Se abrieron todas las ventanas de las casas, las puertas se abrieron también, y Philippe Hortieux caminó hacia la taberna del pueblo, en medio de una hilera de miradas secas y abrasadoras. El herrero salió de su fragua, la carnicera de su carnicería, el guarda rural se detuvo al borde de la acera.
Los campesinos se quitaban el cigarrillo de la boca, las mujeres cogían a sus hijos de la mano. Nadie decía nada, sólo un hombre dijo simplemente: «Los alemanes están en la carretera de Vüleneuve». Y Philippe Hortieux sonrió y continuó su camino hacia la taberna del pueblo. Sonreía, sabía perfectamente que iba a hacer algo que era preciso hacer, caminaba en medio de una hilera de miradas desesperadas y fraternales. Los campesinos sabían que el invierno iba a ser terrible para los muchachos del maquis, sabían muy bien que nos habían engañado, una vez más, con la historia del desembarco siempre anunciado y siempre aplazado. Miraban cómo andaba Philippe Hortieux, y eran ellos quienes andaban, con la metralleta en la mano, para tomarse la justicia por sus manos. El soplón debió de sentir de pronto la gravedad de aquel silencio sobre el pueblo. Tal vez recordara aquel ruido de moto, oído unos minutos antes. Salió a las escaleras de la tasca, con el vaso de tinto en la mano, se echó a temblar como una hoja, y cayó muerto. Se cerraron todas las ventanas, todas las puertas, el pueblo quedó sin vida y Philippe Hortieux se marchó. Durante quince días, disparó sobre las patrullas de la Feld, no se sabía bien desde dónde, y atacaba con granadas los coches alemanes. Hoy está incomunicado en su celda, con el cuerpo destrozado por las porras de la Gestapo y grita: «¡Rene, Rene!». Y toda la cárcel se ha puesto a gritar también, para despedir a Rene Hortieux. El piso de las mujeres gritaba, gritaban las cuatro galerías de resistentes, para despedir al mayor de los hermanos Hor-tíeux. Ya no sé lo que gritábamos, cosas ridículas, sin duda, en comparación con aquella muerte que se acercaba hacia el mayor de los Hortieux: «No te preocupes, Rene», «Aguanta, Rene», «Les venceremos, Rene». Y por encima de nuestras voces, la voz de Philippe Hortieux, que gritaba sin parar; «¡Rene, oh Rene!». Recuerdo que Ramaület tuvo un sobresalto, en su camastro, ante el estrépito. «¿Qué pasa?», preguntó, «¿qué pasa?» Le tratamos de imbécil, le dijimos que se ocupara de sus cosas, el majadero. Toda la cárcel gritaba y «la Rata» se puso nerviosísimo. No quería complicaciones «la Rata», dijo: «Los, los!» [10]* y empujó a Rene Hortieux hacia la escalera.
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