Jorge Semprún - El Largo Viaje
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La gran plaza donde formábamos estaba desierta, bajo el sol de primavera, y me detuve con el corazón palpitante. Hay que decir que nunca la había visto vacía, en realidad jamás la había visto de verdad. Lo que se dice ver, nunca la había visto de veras. De uno de los barracones de enfrente brotaba, dulcemente lejana, una melodía de acordeón. Había esta musiquilla de acordeón, infinitamente frágil, los altos árboles por encima de las alambradas, el viento en las hayas y el sol de abril por encima del viento y las hayas. Yo contemplaba este paisaje, que durante dos años había sido el decorado de mi vida, y lo veía realmente por vez primera. Lo veía desde el exterior, como si este paisaje que hasta anteayer había sido mi vida se encontrase ahora del otro lado del espejo. Sólo esta melodía de acordeón ligaba mi vida de hoy a lo que había sido mi vida durante dos años, hasta anteayer. Sólo aquella melodía de acordeón, tocada por un ruso en el barracón de enfrente, pues sólo un ruso puede arrancar de un acordeón esta musiquilla frágil y potente, como el estremecerse de los abedules en el viento, de los trigos en la llanura sín fin. Esta melodía de acordeón era el lazo que me unía a la vida de estos dos últimos años, era como un adiós a aquella vida, como un adiós a todos los compañeros que habían muerto a lo largo de aquella vida. Me detuve en la gran plaza desierta donde formábamos, con el viento en las hayas y el sol de abril por encima del viento y de las hayas. Y también, a la derecha, el edificio rechoncho del crematorio. Y, a la izquierda, el picadero donde ejecutaban a los oficiales, los comisarios y los comunistas del ejército rojo. Ayer, 12 de abril, visité el picadero. Era un picadero como otro cualquiera, allí venían los oficiales de las SS para montar a caballo. Las señoras de los oficiales de las SS venían también a montar a caballo. Pero había, en el pabellón de vestuarios, una sala de duchas especial. Introducían al oficial soviético, le daban un jabón y una toalla, y el oficial soviético esperaba a que saliera el agua de la ducha. Pero el agua no salía. A través de una aspillera, disimulada en un rincón, un miembro de las SS disparaba una bala a la cabeza del oficial soviético. El de las SS estaba en el cuarto de al lado, apuntaba sosegadamente a la cabeza del oficialsoviético, y le disparaba. Retiraban el cadáver, recogían el jabón y la toalla y hacían correr el agua de la ducha para borrar las huellas de sangre. Cuando comprendan el simulacro de la ducha y del jabón, entenderán la mentalidad de los de las SS.
Pero no tiene interés alguno entender a los de las SS. Basta con exterminarlos.
Yo estaba de pie en la gran plaza donde formábamos, ahora desierta, era el mes de abril, y ya no tenía ninguna gana de que aquellas muchachas vinieran a visitar mi campo, aquellas muchachas con las medias de seda bien estiradas, con las faldas azules bien ajustadas a las caderas apetitosas. Ya no tenía ninguna gana. No era para ellas aquella melodía de acordeón en la tibieza de abril. Tenía ganas de que se largaran, simplemente.
– Pues no parece que esté tan mal -dijo una de ellas en aquel momento.
El cigarrillo que yo estaba fumando adquirió un penoso sabor, y pensé que, pese a todo, iba a enseñarles algo.
– Síganme -les dije.
Y me encaminé hacia el edificio del crematorio.
– ¿Eso es la cocina? -preguntó otra muchacha.
– Ya verán -contesté.
Caminamos por la gran plaza, y la melodía de acordeón se esfumó en la lejanía.
– Nunca acabará esta noche -dice el chico de Semur.
Estamos de pie, destrozados, en la noche que no acabará jamás. Ya no podemos mover los pies en absoluto, a causa del anciano que murió diciendo: «¿Os dais cuenta?", no vayamos a pisarle. No voy a decir al chico de Semur que todas las noches acaban, pues terminará por pegarme. Por otra parte, no sería verdad. En este preciso instante, esta noche no acabará. En este preciso momento, esta cuarta noche de viaje no terminará.
Pasé mi primera noche de este viaje reconstruyendo en mi memoria Por el camino ¡le Swann y era un excelente ejercicio de abstracción. Yo también, tengo que decir, he pasado mucho tiempo acostándome temprano. He imaginado el ruido herrumbroso de la campanilla en el jardín, las noches en que Swann venía a cenar. He vuelto a ver en la memoria los colores de la vidriera en la iglesia del pueblo. Y aquel seto de espinos, Dios mío, aquel seto de espinos era también mi infancia. Pasé la primera noche de este viaje reconstruyendo en mi memoria Por el camino de Swann y recordando mi niñez. Me pregunté si no había nada en mi niñez que pudiera compararse con la frase de la sonata de Vinteuil. Lo lamentaba, pero no encontré nada. Hoy, forzando un poco las cosas, pienso que habría algo comparable a la frase de la sonata de Vmteuii, o al desgarramiento de «Some of these days» para Antoine Roquentin. Hoy habría esa frase de «Summertime», de Sidney Bechet, justo al comienzo de «Summertime». Hoy habría también ese momento increíble de una vieja canción de mi tierra. Una canción cuyas palabras, más o menos, dicen así: «Paso ríos, paso puentes, siempre te encuentro lavando, los colores de tu cara, el agua los va llevando». Y es después de estas palabras cuando la frase musical de la que hablo emprende el vuelo, tan pura, tan desgarradora de pureza. Pero a lo largo de la primera noche de este viaje no encontré nada que pudiera compararse a la sonata de Vinteuil. Más tarde, muchos años más tarde, Juan me trajo de París los tres pequeños volúmenes de La Pléiade, encuadernados en piel de color tabaco. Debí de hablarle de la obra. «Te has arruinado», le dije. «De ninguna manera», dijo, «pero tienes gustos decadentes.» Nos reímos juntos y me burlé de su rigor de geómetra. Nos reímos e insistió: «Confiesa que son gustos decadentes». «¿Y Sartoris}-, le pregunté, pues sabía que le gustaba Faulkner. «¿Y Absalom, Absalom?» Zanjamos la cuestión decidiendo que no tenía nada de decisivo.
– Eh, viejo -dice el chico de Semur-, ¿no duermes?
– No.
– Empiezo a estar harto -me dice.
Yo también, desde luego. Me duele cada vez más la rodilla derecha, que se va hinchando a ojos vistas. Es decir, que advierto por el tacto que se está hinchando a ojos vistas.
– ¿Tienes una idea de cómo será el campo adonde vamos? -pregunta el chico de Semur.
– Pues no tengo la menor idea.
Nos quedamos en silencio intentando imaginar lo que puede ser, cómo podrá ser este campo adonde vamos.
Ya lo sé ahora. Entré una vez en él, he vivido en él dos años, y ahora entro otra vez en él con estas muchachas inverosímiles. Tengo que decir que son inverosímiles en la medida en que son reales, en que son tal cual son las muchachas en realidad. Pues es su misma realidad lo que me parece inverosímil. Pero el chico de Semur no sabrá jamás cómo es, exactamente, este campo adonde vamos y que intentamos imaginar, en medio de la cuarta noche de este viaje.
Hago pasar a las muchachas por la puertecüla del crematorio, la que conduce directamente al sótano. Acaban de comprender que no se trata de la cocina y se callan de repente. Les enseño los ganchos de donde suspendían a los compañeros, pues el sótano del crematorio servía también de cuarto de tortura. Les enseño los vergajos y las porras, que siguen en su sitio. Les explico para qué servían. Les enseño los montacargas que llevaban los cadáveres hasta el primer piso, justo frente a los hornos. Subimos al primer piso y les enseño los hornos. Las muchachas ya no tienen nada que decir. Me siguen, y les enseño la hilera de hornos eléctricos, y los restos de cadáveres semicalcinados que han quedado en los hornos. Apenas les hablo, les digo solamente: «Aquí está esto, ahí esto otro». Es necesario que miren, que intenten imaginar. Ya no dicen nada, tal vez ya están imaginando. Es posible que incluso estas señoritas de Passy y de «Mission France» sean capaces de imaginar. Las hago salir del crematorio al patio interior rodeado por una valla muy alta. Allí, ya no les digo nada en absoluto, les dejo que miren. Hay, en medio del patio, un hacinamiento de cadáveres que alcanzará tal vez los cuatro metros de altura. Un apiñamiento de esqueletos amarillentos, retorcidos, los rostros del espanto. El acordeón, ahora, toca un gopak endemoniado y su sonido llega hasta nosotros. La alegría del gopak liega hasta nosotros, baila en este apiñamiento de esqueletos que no han tenido tiempo de enterrar. Están excavando la fosa, en la que pondrán cal viva. El ritmo endemoniado del gopak danza por encima de estos muertos del último día, que han permanecido en el mismo sitio, pues los de las SS, al huir, dejaron que se apagara el crematorio. Pienso que en las barracas del campo de cuarentena, los viejos, los inválidos y los judíos siguen muriendo. Para ellos, el fin de los campos no significará el fin de la muerte. Al mirar los cuerpos entecos de huesos salientes y pechos hundidos, amontonados en medio del patio del crematorio hasta una altura de cuatro metros, pienso que ésos eran mis compañeros. Pienso también que hay que haber vivido su muerte, como nosotros, que hemos sobrevivido, lo hemos hecho, para fijar sobre ellos esta mirada pura y fraternal. Oigo a lo lejos el ritmo alegre del gopak y me digo que estas señoritas de Passy no tienen nada que hacer aquí. Resultaba ridículo intentar explicárselo. Tal vez más adelante, dentro de un mes, de quince años, pueda explicar todo esto a cualquiera. Pero hoy, en este día, bajo el sol abrileño y entre las hayas susurrantes, estos muertos terribles y fraternales no necesitan explicación. Necesitan una mirada pura y fraternal. Necesitan que nosotros sigamos viviendo, simplemente, que vivamos con todas nuestras fuerzas.
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