(Un trazo firme, profundo, subraya esta última frase, desgarrando incluso el papel cuadriculado del cuaderno de hule negro.)
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Soy incapaz de seguir alimentando a la vaca y la vaca es incapaz de seguir alimentando al niño. Escarbo bajo la nieve buscando briznas de hierba, cada vez más escuálidas, cada vez más escasas. He encontrado un tubérculo en las raíces de los avellanos yertos y con ellos logro hacer una pasta que no sabe a nada pero que, hervida y aplastada, doy a la vaca y al niño. No sé si sirve como alimento, pero le estoy dando mi saliva y sobrevive. Aunque está muy débil ya trata de moverse, pero le faltan fuerzas. Se arquea, apoyándose sólo en la cabeza y en los pies. Pero inmediatamente se derrumba. Si pudiera descendería al valle para pedir comida, pero es imposible salir de estas montañas. Yo nací en un pueblo donde jamás nevaba y nadie me enseñó a desentrañar la nieve silenciosa. Cuando me alejo de la braña más de lo habitual me hundo hasta la cintura y tardo una eternidad en salir de la trampa blanca. Lo que han dejado los lobos de la vaca que murió está tan duro que ni siquiera con el hacha logro rebanar nada. Está cubierta de nieve, afortunadamente, porque ayer traté de desenterrarla para buscar algo de magro en sus despojos y
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descubrí un animal, mitad carne desgarrada, mitad esqueleto, que estiraba el cuello como si tratara de escapar inútilmente. Sus costillas, las pocas que aún le quedan, forman un recinto que parece reservado para el alma. Pero el alma también se la han comido los lobos. Y yo. Y el niño.
( Aquí hay un dibujo que quiere representar la cabeza estilizada de una vaca, alargada como una flecha, surcando el aire. Debajo una leyenda :
«¿Dónde estará el cielo de las vacas?»)
Mataría la otra vaca, ahora que todavía le queda alguna carne. Pero no podría conservarla. Si la dejo en los neveros, los lobos, que merodean continuamente, terminarían olfateándola. Dentro de la braña logro mantener una temperatura que pudriría rápidamente lo que queda de su cuerpo. ¿Pensará la vaca que yo le estoy salvando de los lobos o sabrá que los lobos la están salvando de mi hacha? Quizá sabe la verdad y por eso no da leche.
(Aquí hay una serie de hojas, nueve, arrancadas al mismo tiempo, porque el perfil rasgado es exactamente igual en todas. Es un corte cuidadoso, no hay desgarros. En la numeración de las páginas que viene a continuación no se han tenido en cuenta las hojas que faltan del cuaderno.)
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El niño está enfermo. Casi no se mueve. He matado la vaca y le estoy dando su sangre. Pero apenas logra tragar algo. He hervido trozos de carne y huesos hasta hacer un caldo espeso y oscuro. Se lo estoy dando disuelto en agua de nieve. Todo huele, otra vez, a muerte.
Está muy caliente. Ahora escribo con él en mi regazo y duerme. ¡Cuánto le quiero! Le he cantado una canción triste de Federico
Llanto de una calavera que
espera un beso de oro.
(Fuera viento sombrío
y estrellas turbias).
Ya no recuerdo los poemas que recitaba a los soldados. Con el hambre lo primero que se muere es la memoria. No logro escribir un solo verso y, sin embargo, en mi cabeza resuenan mil nanas para mi hijo. Todas tienen la misma letra: ¡Elena!
Hoy le he besado. Por primera vez le he besado. Se me habían olvidado mis labios de no usarlos. ¿Qué habrá sentido él ante el primer contacto con el frío? Es terrible, pero debe de tener ya tres o cuatro meses y nadie le había besado hasta hoy. Él y yo sabemos qué largo es el tiempo sin un beso y ahora, probablemente, no nos quede suficiente para resarcirnos. El miedo, el frío, el hambre, la rabia y la soledad desalojan la ternura. Sólo regresa como un cuervo cuando olisquea el amor y la muerte. Y ahora ha regresado confundida. Olfatea ambas cosas. ¿Hay ternuras blancas y ternuras negras? Elena, ¿de qué color era tu ternura? Ya no lo recuerdo, ni siquiera sé si lo.que siento es pena. Pero le he besado sin tratar de suplantarte.
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Huele a podrido. Sin embargo yo sólo recuerdo el olor del hinojo.
(En letras grandes, muy grandes, el resto de la página está cubierto por un AH, SIN TI NO HAY NADA trazado con rasgos imprecisos.)
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No encontraba mi lápiz (lo poco que queda de él) y he estado muchos días sin poder escribir nada. También eso es silencio, también eso es mordaza. Pero hoy, cuando lo he encontrado bajo un montón de leña, he tenido la sensación de que recobraba el don de la palabra. No sé lo que siento hasta que lo formulo, debe de ser mi educación campesina. Hoy he estado encaramado mucho tiempo en un tronco deshojado tratando de buscar huellas de algún animal que pueda servirnos de alimento. He visto un paisaje blanco y sin aristas, extenso, interminable, acunado por un viento pertinaz y frío cuyo zumbido sólo sirve para reafirmar el silencio. Y mientras estaba allí, observando, sentía algo que no lograba identificar, algo que ni siquiera sabía si era bueno o malo. Ahora que ya he encontrado mi lápiz, sé lo que era: soledad.
Tengo la sensación de que todo terminará cuando se me termine el cuaderno. Por eso escribo sólo de tarde en tarde. Mi lápiz también debió de perder la guerra y probablemente la última palabra que escribirá será «melancolía».
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El niño ha muerto y le llamaré Rafael, como mi padre. No he tenido calor suficiente para mantenerle vivo. Aprendió de su madre a morir sin aspavientos y esta mañana no ha querido escuchar mis palabras de aliento.
(El resto de la página, con una caligrafía mucho más cuidada que lo escrito hasta el momento, casi primorosa, repite «Rafael», «Rafael», «Rafael» hasta sesenta y tres veces. La R de Rafael es siempre una floritura vertical a la que envuelve un trazo panzudo que comienza en la izquierda, asciende por encima y se hincha en la derecha describiendo una curva que se junta al trazo vertical más o menos a media altura para volver a separarse de él como una falda almidonada y desvanecerse hacia abajo en un rasgo que se pierde. Es una R inglesa y gótica al mismo tiempo.)
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(Vuelve a repetir «Rafael», «Rafael» hasta sesenta y dos veces.)
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(Repite «Rafael», con el mismo tipo de letra, pero mucho más pequeño ciento diecinueve veces.)
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(Ya no está escrita con el mismo lápiz, pues es muy probable que se terminara, sino con un tizón apagado o algo parecido. Cuesta leerlo porque, después de escribirlo, el autor pasó la mano por encima como si hubiera intentado borrarlo. Creemos, pues, que hemos leído correctamente lo escrito, que transcribimos hechas estas salvedades.
«Infame turba de nocturnas aves.»
(NOTA DEL EDITOR: El año 1954 fui a una aldea de la provincia de Santander llamada Caviedes. Efectivamente está colgada de la montaña y huele al mar próximo aunque desde él no puede divisarse porque se asoma hacia el interior de un valle. Pregunté aquí y allá y supe que el maestro, al que llamaban don Servando, fue ajusticiado por republicano en 1937y que su mejor alumno, que tenía una afición desmedida por la poesía, había huido con dieciséis años, en 1937, a zona republicana para unirse al ejército que perdió la guerra. Ni sus padres, que se llamaban Rafael y Felisa y murieron al terminar la contienda, ni nadie del pueblo volvieron a saber de él. Tenía fama de loco porque escribía y recitaba poesías. Se llamaba Eulalio Ceballos Suárez. Si fue él el autor de este cuaderno, lo escribió cuando tenía dieciocho años y creo que ésa no es edad para tanto sufrimiento.)
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