Alberto Méndez - Los girasoles ciegos

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Los girasoles ciegos: краткое содержание, описание и аннотация

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Este libro es el regreso a las historias reales de la posguerra, que contaron en voz baja narradores que no querian contar cuentos sino hablar de sus amigos, de sus familiares desaparecidos, de ausencias irreparables. Son historias de los tiempos del silencio, cuando daba miedo que alguien supiera que sabias. Cuatro historias, sutilmente engarzadas entre si, contadas desde el mismo lenguaje pero con los estilos propios de narradores distintos que van perfilando la verdadera protagonista de esta narracion: la derrota. Todo lo que se narra aqui es verdad, pero nada de lo que se cuenta es cierto, porque la certidumbre necesita aquiescencia y la aquiescencia necesita estadisticas.

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Hacía mucho frío.

En parte el hambre, en parte el dolor, en parte el miedo, en parte su condición de vencido, mantuvieron a Juan Senra en un estado de semiinconsciencia en el que penetraban los movimientos, pero no las palabras. Dos hombres le arrastraban por los pies hasta un lugar húmedo y oscuro donde había otras personas inmóviles. La puerta se cerró con estruendo y, antes de perder completamente el sentido, alguien le pasó un brazo por la espalda, le levantó suavemente y le preguntó Juan, ¿qué te han hecho? Se sintió protegido cuando oyó que le llamaban por su nombre y se dejó rodar por la inconsciencia.

Cuando le trasladaron al anochecer junto con una reata de presos a la cárcel, no supo bien por qué todos fueron enviados a la cuarta galería y él, sin embargo, a la segunda. La cárcel tenía una jerarquía perfectamente establecida: en la segunda galería esperaban los que iban a ser condenados a muerte, en la cuarta contaban los minutos quienes ya habían sido condenados. De los casi trescientos hombres que se hacinaban en el corredor habilitado como celda colectiva, más de la mitad le rodearon al verle entrar acosándole con preguntas que pretendían explicar lo inexplicable. ¿Te han absuelto? ¿Qué te ha pasado? ¿Cómo te has librado? ¿Qué te han hecho…? Tenía que haber una razón muy poderosa para regresar a la segunda galería.

— No sé, me he desmayado y me han traído aquí otra vez.

— ¿Te han torturado?

— No, ha sido el miedo, me imagino.

Si hubiera tenido aliento suficiente, habría tratado de explicar lo sucedido, pero no superó el pudor y guardó silencio. Cuando algo es inexplicable, aventurar una razón plausible es lo mismo que mentir porque los que necesitan administrar verdades suelen llamar a la confusión mentira. Por eso guardó silencio, para que Eduardo López pudiera clasificar los hechos sin tener que comprenderlos.

Eduardo López era miembro del buró político del Partido Comunista y su trabajo como organizador de la resistencia de Madrid le había granjeado cierta popularidad durante los últimos meses de la guerra. Fue hecho prisionero en el frente Sur y no tenía la menor duda de cuál era su destino. Pese a ello, trataba denodadamente de organizar la vida entre los presos, de distribuir las tareas de asistencia a los más desesperados y, sobre todo, de dar una razón política a sus sufrimientos.

Para ello, mantenía cierta disciplina en las conversaciones colectivas que él mismo propiciaba, exigía a los más formados que dieran charlas sobre temas que pudieran entretener a los prisioneros y utilizaba como lenitivo de tanta desesperación la idea de que estaban allí por defender algo justo. A nadie le servía de consuelo, pero todos agradecían que hubiera alguien que quisiera mantener vivas aquellas almas muertas.

Como él dio por buenas sus respuestas, aquellos hombres pálidos, demacrados, ateridos de frío, dieron su curiosidad por satisfecha. El miedo explica casi todo.

Juan Senra fue a acurrucarse junto a sus compañeros conservando la escudilla de aluminio contra su pecho. Era la señal de que todavía comería otra vez y eso era algo muy parecido a estar vivo. El dolor del golpe que le propinó el albino se desvanecía entre un sinfín de dolores y, además, la memoria le acuciaba con otras penas tan estériles como la melancolía.

Había escrito a su hermano para decirle adiós sin despedirse y lamentaba haberlo hecho. Tenía muchas cosas que decirle y, sin embargo, se había limitado a enumerar recuerdos compartidos como si la complicidad estuviera sólo en la memoria. Ahora que había comparecido ante aquella parodia de tribunal, ahora que había visto la boca del infierno, supo que fue un error no hablar de los afectos.

Añoró a su hermano adolescente, ajeno a todo, capacitado ya para observar todos los horrores e inepto aún para incorporarlos a su vida.

El silencio se impuso sobre el silencio y todas las conversaciones se diluyeron en una oscuridad llena de resonancias distantes. Hasta el alba no volvería a haber vida y la vida iniciaba siendo heraldo de la muerte. Sabían que a las cinco de la mañana comenzarían a oírse nombres y apellidos en el patio y que los nombrados subirían a unos camiones para ir al cementerio de la Almudena de donde nunca volverían. Pero esos nombres eran sólo para los de la cuarta galería, a ellos, los de la segunda, les quedaba un trámite: pasar ante el coronel Eymar para ser irremisiblemente condenados, lo cual significaba tiempo y el tiempo sólo transcurre para los que están vivos.

Sabían por el alférez capellán que no todos los condenados a muerte eran ya fusilados. Intervenciones de familiares, recomendaciones especiales, gestos arbitrarios de gracia, iban reduciendo el número de ejecutados a medida que pasaban los meses. Se sabía de muchos que iban de la cuarta galería a la Prisión de Dueso, o a Ocaña o a Burgos. Por eso sólo pensaban en que pasara el tiempo, que discurriera todo lo lenta y brutalmente que quisiera, pero que hubiera una semana más, un día más, incluso una hora más. Seguramente ésa era la razón por la que todos intentaban pasar desapercibidos, desleídos en el gris sucio de las paredes de la celda colectiva.

Los primeros meses, cuando todavía el frío estaba fuera de sus huesos, había siempre alguien que, encaramado a los barrotes de la ventana que daba al patio, gritaba ¡Viva la República! cuando los de la cuarta, al amanecer, iban subiendo a los camiones. Adiós, compañero, adiós, amigo. Te vengaremos. Sin embargo, poco a poco, esos gestos se fueron apagando, se hicieron oscuros como se fue oscureciendo el alba.

Al día siguiente Juan Senra no fue llamado a juicio. Fueron otros y ninguno regresó. Juan comió dos veces más aquel sopicaldo templado y ayudó a despiojar a un muchacho imberbe que se estaba llenando de pústulas la cabeza a fuerza de rascarse. Como sigas así te vas a quedar calvo, le dijo. El muchacho adujo algo sobre la calavera que Juan Senra no entendió, pero sonrió como si le hubiera hecho gracia. Alguien le dijo que el cabo Sánchez tenía una lendrera y se aplicó con esmero a rastrillar las liendres del muchacho, que, en agradecimiento, le enseñó la foto de su novia.

— Está buena, ¿eh? Es segoviana, pero vino a servir a Madrid y ya ves… — E hizo un gesto procaz y tierno al mismo tiempo.

No pudieron continuar la conversación porque alguien reclamó su presencia junto a la verja de entrada. Un cabo primero envejecido por el miedo y desdentado por el hambre le devolvía un sobre abierto con una dirección escrita a lápiz. Era la carta que Juan había escrito a su hermano antes de comparecer ante el coronel Eymar. Ahora se la devolvían abierta y tachada.

— Esta carta no se puede enviar. Tienes suerte si todavía puedes escribir otra.

— ¿Quién lo dice?

— El alférez capellán.

Menos «Querido hermano Luis» y «acuérdate siempre de mí, tu hermano Juan» todas las frases habían sido tajantemente tachadas, incluso aquellas que hablaban del frío y de la salud precaria, de la dulzura de su madre muerta o de los chopos en las alamedas de Miraflores. No había espacio para lo humano. Era como si no le dejaran despedirse.

Regresó junto al muchacho de las liendres, bromeó acerca de su caligrafía y continuó la tarea interrumpida.

Juan observó sus manos, incapaces de devastar aquella pelambrera llena de piojos. ¿Cómo pudieron alguna vez recorrer con precisión el glisando tras el que se ocultaba Bach? Ahora los sabañones habían eliminado cualquier destreza. Ya sólo eran hábiles para la lendrera. Aun así intentó un gesto de ternura sobre la coronilla del muchacho imberbe, que no hizo nada por eludirle. Charlaron.

Se llamaba Eugenio Paz, tenía dieciséis años y había nacido en Brunete. Su tío era el propietario del único bar del pueblo, donde servía su madre, que, aun siendo la hermana del propietario, recibía un trato humillante a pesar de su abnegada dedicación a la cocina y a la limpieza del local. Como el campo la nieve tenía que tenerlo. ¡En un pueblucho de mierda! Cuando estalló la guerra esperó a que su tío tomara partido para tomar él el contrario. Fue así como proclamó su fidelidad a la República.

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