(Escrito todo en mayúsculas e imitando letra de imprenta, la siguiente frase: «SOY UN POETA SIN VERSOS».)
PÁGINA 11
Hoy ha nevado todo el día. Estas montañas deben de ser la residencia de todos los inviernos.
El niño sigue vivo y la nieve a nuestro alrededor parece una mortaja. Tenemos carne suficiente con la vaca muerta que en parte mantengo ahumada y en parte el invierno prematuro mantiene congelada. Afortunadamente disponemos de leche abundante gracias a la vaca viva, que ahora comparte con nosotros el refugio y nos da calor. Los boniatos que robamos al pasar por Perlunes se conservan perfectamente bajo la nieve y al niño parecen gustarle, a juzgar por la avidez con la que toma la sopa que logro hacerle. Es sorprendente cómo va ocupando lugar en el espacio. Recuerdo cuando era algo extraño dentro de la cabaña, algo que no debería estar allí. Ahora toda la cabaña gira alrededor a él, como si él fuera el centro. Los días de sol, que son pocos, nuestra cama refleja la luz como un espejo y todo el silencio se acumula en torno a los sonidos que constantemente emite el niño, ya sea porque llora, porque se sorprende de que exista un pie desnudo volando por el aire o una vaca mustia y resignada donde debiera haber un hogar alumbrando a una familia. Su respiración apacible y rítmica pone coto a la soledad que, de no ser por él, me vencería.
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He encontrado una cabra montes medio comida por los lobos. Todavía quedaban restos abundantes y hoy comeremos sus despojos. Con los huesos y las vísceras he logrado hacer una sopa muy suave que el niño acepta bien.
(Aquí se produce un significativo cambio de caligrafía. Aunque la pulcritud de la escritura se mantiene, los trazos son algo más apresurados. O, cuando menos, más indecisos. Probablemente ha transcurrido bastante tiempo.)
¿Me reconocerían mis padres si me vieran? No puedo verme pero me siento sucio y degradado porque, en realidad, ya soy también hijo de esa guerra que ellos pretendieron ignorar pero que inundó de miedo sus establos, sus vacas famélicas y sus sembrados. Recuerdo mi aldea silenciosa y pobre ajena a todo menos al miedo que cerró sus ojos cuando mataron a don Servando, mi maestro, quemaron todos sus libros y desterraron para siempre a todos los poetas que él conocía de memoria.
He perdido. Pero pudiera haber vencido. ¿Habría otro en mi lugar? Voy a contarle a mi hijo, que me mira como si me comprendiera, que yo no hubiera dejado que mis enemigos huyeran desvalidos, que yo no hubiera condenado a nadie por ser sólo un poeta. Con un lápiz y un papel me lancé al campo de batalla y de mi cuerpo surgieron palabras a borbotones que consolaron a los heridos y del consuelo que yo dibujaba salieron generales bestiales que justificaron los heridos. Heridos, generales, generales, heridos. Y yo, en medio, con mi poesía. Cómplice. Y, además, los muertos.
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(Hay una frase tachada y, por tanto, ilegible. El texto de esta página está sobre el contorno de una mano infantil. Probablemente la mano del niño le sirvió de plantilla. Aun así escribió encima:)
Ha pasado el tiempo y no sabría contar los días porque se parecen unos a otros de tal manera que me sorprende que el niño crezca. Releo mi cuaderno y veo que ya no estoy donde estaba. Y si pierdo la ira, ¿qué me queda? El invierno es una caja cerrada donde se atropellan las tormentas de nieve y estas montañas siguen pareciendo el lugar donde pasan el invierno los inviernos. También mi tristeza se ha solidificado con el frío. Sólo tengo el miedo que tanto miedo me daba. Tengo miedo de que el niño enferme, tengo miedo de que muera la vaca a la que apenas logro alimentar desenterrando raíces y la poca hierba que la nieve sorprendió aún viva. Tengo miedo de enfermar. Tengo miedo de que alguien descubra que estamos aquí arriba en la montaña. Tengo miedo de tanto miedo. Pero el niño no lo sabe. ¡Elena!
El viento por las noches grita entre estos montes con un alarido casi humano, como si estuviera enseñándonos al niño y a mí cómo debiera ser el lamento de los hombres. Afortunadamente, esta braña resiste bien todas las tormentas.
PÁGINA 14
¡Hoy he matado un lobo! Han llegado cuatro a merodear en torno a la cabana. Al principio me he asustado porque su necesidad de comer les confiere una fiereza casi humana, pero luego he pensado que podrían ser una fuente de alimento. Cuando el lobo más grande se ha puesto a rascar la puerta con las, patas, he abierto cuidadosamente una rendija suficientemente grande como para que metiera la cabeza y le he aprisionado el cuello con la puerta. Un solo hachazo ha sido suficiente. Con el hacha que utilizo de falleba le he asestado un golpe tal que su voracidad se ha derramado con su sangre. Me lo comeré y utilizaré sus entrañas para hacer algo comestible para el niño. Eso es bueno. Pero he vuelto a revivir el olor de la sangre, he vuelto a oír el ruido de la muerte, he visto otra vez el color de las víctimas. Y eso es malo.
(En esta página hay un dibujo donde se ve la figura de un lobo con un niño a la grupa; el aspecto de ambos es risueño y levitan sobre un campo florido, como si volaran.)
PÁGINA 15
Un lobo le dijo a un niño que con su carne tierna
iba a pasar el invierno.
El niño le dijo al lobo que sólo comiera una pierna
porque siendo aún tan tierno
iba a necesitar muy pronto que estuviera bien cebado
pues llegaría un momento
en que, aunque cojito, necesitaría un asado
de lobo como alimento.
Se miraron, se olisquearon y sintieron tanta pena
de tener que hacerse daño
que se pusieron de acuerdo para repetir la escena
evitándose el engaño
de que para sobrevivir dos personas que se quieran
sea siempre necesario
que, al margen de sus afectos, unos vivan y otros
[mueran.
(Y como corolario:)
Ambos murieron de hambre.
(Bajo estos versos aparece un pentagrama y una notación musical que no corresponde a nada que se pueda transcribir en música. Han sido varios los técnicos que han tratado de descifrar esa pretendida partitura, pero ninguno lo ha logrado.)
PÁGINA 16
Nieva. Nieva. Nieva. Con mi debilidad me resulta cada vez más penoso cortar leña para calentar la choza donde vivimos la vaca, el niño y yo. Los tres estamos cada vez más débiles. Sin embargo el niño, al que todavía no he puesto nombre, tiene una vivacidad sorprendente. Emite ruidos guturales cuando está despierto, como gorjeos. Por una parte me gusta que esté despierto porque su total dependencia de mí me otorga una importancia que nunca nadie me había concedido, excepto Elena. Por otra, me aniquilan sus ojos desbordando las órbitas hasta parecer enormes y sus mejillas hundidas buscando la calavera. Está muy delgado. La vaca también está muy delgada, aunque sigue dando leche suficiente para él y para mí. Yo estoy muy delgado y aterido.
No sé en qué mes estamos. ¿Serán ya las navidades?
Hoy, siguiendo las huellas de un animal, he descendido monte abajo hacia Sotre y he visto unos leñadores al fondo del valle. He sentido revivir en mí un miedo familiar y denso. Ahora estoy orgulloso de mi miedo, porque al final de esta guerra monstruosa he visto morir a demasiada gente por su arrojo. Si sigo aquí moriremos la vaca, el niño y yo. Si descendemos al valle moriremos la vaca, el niño y yo.
PÁGINA 17
He pensado mucho en ello pero no quiero darles la última satisfacción de la victoria. Que muera yo puede ser justo, porque sólo he sido un mal poeta que ha cantado la vida en las trincheras donde anidaba la muerte. Pero que muera el niño es sólo necesario. ¿Quién va a hablarle del color del pelo de su madre, de su sonrisa, de la gracilidad con la que sorteaba el aire a cada paso para evitar rozarlo? ¿Quién le va a pedir perdón por haberle concebido? Y si sobrevivo, ¿qué le voy a contar de mí? Que Caviedes es un pueblo colgado de una montaña que olía a mar y a leña, que tuve un maestro que me recitaba de memoria a Góngora y a Machado, que tuve unos padres que no fueron capaces de retenerme junto a su establo, que no sé qué buscaba yo en Madrid en plena guerra…, ¿un rapsoda entre las balas? ¡Eso es, hijo mío! ¡Yo quería ser un rapsoda entre las balas! ¡Y ahora tu sepulturero!
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