Alberto Méndez - Los girasoles ciegos

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Este libro es el regreso a las historias reales de la posguerra, que contaron en voz baja narradores que no querian contar cuentos sino hablar de sus amigos, de sus familiares desaparecidos, de ausencias irreparables. Son historias de los tiempos del silencio, cuando daba miedo que alguien supiera que sabias. Cuatro historias, sutilmente engarzadas entre si, contadas desde el mismo lenguaje pero con los estilos propios de narradores distintos que van perfilando la verdadera protagonista de esta narracion: la derrota. Todo lo que se narra aqui es verdad, pero nada de lo que se cuenta es cierto, porque la certidumbre necesita aquiescencia y la aquiescencia necesita estadisticas.

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Debimos hacer caso a sus padres, a los que pido perdón por permitir que Elena me acompañase en mi huida.

Que te quedes, no te harán daño, le dije. Que te sigo. Que me matan. Que me muero. Hablábamos de la muerte para dejar la vida al descubierto. Pero nos equivocábamos. Nunca debimos emprender un viaje tan interminable estando ella de ocho meses. El niño no vivirá y yo me dejaré caer en los pastos que cubrirá la nieve para que de las cuencas de mis ojos nazcan flores que irriten a quienes prefirieron la muerte a la poesía.

¡Miguel, se cumplirá tu profecía! ¿Dónde estarás ahora, Miguel, que no puedes consolarme? Daría una eternidad por poder escuchar otra vez tus versos líquidos, tu palabra templada, tus consejos de amigo. Quizá tanto dolor me convierta en un poeta, Miguel, y puede que ya no tengas que rezumar tanta benevolencia. ¿Recuerdas cuando me llamabas el arquero proletario? Elena te quería por eso y te seguirá queriendo aunque esté muerta.

PÁGINA 5

¿Hubiera preferido Elena que separara al niño de la placenta que le rodea, atara su cordón umbilical con una de mis botas e intentara que humilláramos a los vencedores con la vida germinal de la revancha? Pienso que ella no hubiera querido un hijo derrotado. Yo no quiero un hijo nacido de la huida. Mi hijo no quiere una vida nacida de la muerte. ¿O sí?

Si el dios del que me han hablado fuera un dios bueno, nos permitiría elegir nuestro pasado, pero ni Elena ni su hijo podrán desandar el camino que nos ha traído hasta esta braña que será su sepultura.

Esta madrugada me venció el sueño y me quedé dormido apoyado en la mesa. Me despertó el llanto del niño, ahora menos vigoroso, más convaleciente. Su rabia de ayer me producía indiferencia, su lamento de hoy me ha dado pena. No sé si es que estaba aturdido por el sueño y el frío o que a mí también comienzan a faltarme las fuerzas al cabo de tres días sin comer nada, pero lo cierto es que, impensadamente, me he encontrado dándole a chupar un trapo mojado en leche desleída en agua. Al principio no sabía si vivir o dejarse llevar por mi proyecto, pero al cabo de un rato ha comenzado a sorber el líquido del trapo. Ha vomitado, pero ha seguido chupando con avidez. La vida se le impone a toda costa.

Creo que ha sido un error tenerle en brazos. Creo que ha sido un error alejarle un instante de la muerte, pero el calor de mi cuerpo y el alimento que ha logrado ingerir le han sumido en un sueño desmadejado y profundo.

PÁGINA 6

Con unos sacos para el heno he hecho una cuna abrigada y la he cubierto con la colcha de ganchillo heredada de su abuela y que Elena insistió en llevar consigo como si en ella estuviera resumido su pasado. No es ya tan acogedora como lo fue cuando compartíamos la huida pero da calor al niño y es probable que aún quede algo en ella del aroma de su madre.

Debo confesar que no he soportado la comparación de la vida y de la muerte.

Verles a los dos en la misma cama, boca arriba, Elena tan acabada y él tan sin hacer, ha sido como trazar una raya entre lo verdadero y lo falso. Repentinamente la muerte era muerte, nada más que muerte, sin los candores del cuerpo, sin lo animal de la vida. Un cadáver, al cabo de tres días, es un mineral sin la humedad del aliento, sin la fragilidad de las flores. Ni siquiera es algo indefenso. Es algo que no puede sentirse acorralado y, sin embargo, se agazapa como si quisiera pasar desapercibido. Un cadáver, al cabo de tres días, es sólo soledad y ni siquiera tiene el don de la tristeza. Al niño se le está secando el cordón umbilical. Y llora.

(Alrededor de este texto hay un dibujo muy sutil en el que se adivina una estrella fugaz, o la representación infantil de un cometa, que choca violentamente contra una luna menguante que llora.)

PÁGINA 7

No he comido. Aún tengo un poco de pan seco y unas conservas de pescado que trajimos en la huida. El niño ha vuelto a tomar leche desleída. Parece que se sacia. Hoy enterraré a su madre junto al roble. No tengo fuerzas para ordeñar las vacas pero se están poniendo enfermas y sus mugidos tampoco me dejan pensar en Elena. Quisiera que subieran del valle a recoger el ganado para no tener que decidir si me alimento o me dejo caer rodando muerte abajo. Pero, en este tiempo de horror, incluso el ganado está resolviendo la vida a su manera. Mientras no llegue el invierno estos animales ignorarán que existe el lobo, el frío y la correlación de fuerzas. Hoy por hoy, estamos corriendo la misma suerte. Las cuatro o cinco que deben ser ordeñadas morirán si alguien no lo hace. ¿Cómo ha podido desaparecer quien las cuidaba, justo ahora? Pero eso qué más da en estos tiempos tan aciagos. Además, mientras tomo una decisión, necesitaré leche para el niño.

Llueve. Mejor así. Nadie se atreverá a subir hasta esta braña con un tiempo tan desapacible. He logrado acorralar dos vacas. Una de ellas tiene mastitis. Tendré que matarla para que no sufra. Hoy el niño ha comido tres veces.

PÁGINA 8

Ayer enterré a Elena bajo un haya. Es más frágil que el roble y más desvencijada. El ruido de la tierra cayendo sobre su cuerpo rígido y el olor de su cuerpo en descomposición provocaron en mí un llanto tan sofocante que por un momento tuve la sensación de que también yo iba a morir. Pero morir no es contagioso. La derrota sí. Y me siento transmisor de esa epidemia. Allá adonde yo vaya olerá a derrota. Y de derrota ha muerto Elena y de derrota morirá mi hijo al que todavía no he podido poner nombre. Yo he perdido una guerra y Elena, a la que nadie jamás hubiera pensado en considerar un enemigo, ha muerto derrotada. Mi hijo, nuestro hijo, que ni siquiera sabe que fue concebido en el fulgor del miedo, morirá enfermo de derrota.

He puesto una gran piedra blanca sobre su tumba. No he escrito su nombre porque, si aún hay ángeles, sé que reconocerán el alma bondadosa de Elena entre un mar de almas bondadosas.

Trato de recordar versos de Garcilaso para orar sobre tu tumba, Elena, pero ya no recuerdo ni siquiera la memoria. ¿Cómo eran?

( Hay varios intentos fallidos de transcribir el poema, pero todo está tachado aunque aún son legibles los siguientes versos :

Las lágrimas que en esta sepultura se vierten hoy en día y se vertieron recibe, aunque sin fruto allá te sean, hasta que aquella eterna noche oscura me cierre aquestos ojos que te vieron, dejándome con otros que te vean.)

PÁGINA 9

No sé por qué estoy escribiendo este cuaderno. Sin embargo me alegro de haberlo traído conmigo. Si tuviera alguien con quien hablar probablemente no lo haría; siento cierto placer morboso pensando en que alguien leerá lo que escribo cuando nos encuentren muertos al niño y a mí. He puesto una lápida de piedra sobre la tumba de Elena para que sean tres los remordimientos, si bien es cierto que ya ha pasado el tiempo de la compasión. Hace mucho frío. Pronto empezará a nevar y se cerrarán todos los caminos de acceso a esta braña. Tendré todo el invierno para decidir de qué muerte moriremos. Sí, creo que el tiempo de la compasión ha terminado.

PÁGINA 10

(Una serie de rostros muy mal dibujados pero evidentemente retratos, éntrelos que aparece tres veces un rostro de niño, dos uno de mujer — la misma mujer en ambos casos — y diversos rostros de ancianos de ambos sexos, unos con boina, otras con pañoletas atadas al cuello y un perro, este de cuerpo entero. Bajo todos estos dibujos una frase: «¿Dónde yacéis?»)

La vaca enferma muge y muge y ya no está dando leche. No me atrevo a matarla todavía porque necesito que se formen neveros para conservarla. Leña hay abundante y conseguiré alimentar la otra desenterrando hierba bajo la nieve. Sólo me preocupa el lápiz. Tengo uno y quisiera escribir lo necesario para que quien nos encuentre en primavera sepa qué muertos ha encontrado.

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