Voluntariamente omitimos la primera parte del acta del juicio sumarísimo, atenido al Código Militar aplicable en periodo de guerra, en la que se toma filiación al capitán Alegría, se le degrada, se le expulsa del ejército y es calificado, a todos los efectos, de traidor militar en tiempos de guerra.
Tras varias consideraciones en las que no se habla de su hoja de servicios sino de algunas actitudes significativas que se desprenden de informaciones recabadas de sus mandos directos, el acta reza así:
«Preguntado por la fecha en que decide pasarse a las líneas enemigas traicionando al Glorioso Ejército Nacional, contesta: la madrugada del día uno de abril del presente año de la Victoria.
«Preguntado por las razones que le movieron a tal acto de traición a la Patria contesta: que lo hizo porque los tenientes coroneles Telia y Barran tomaron en noviembre de 1937 las poblaciones de Villaverde y ambos Carabancheles de Madrid. Que lo hizo porque las fuerzas de Asensio y Castejón tomaron la Casa de Campo de Madrid defendida por la primera y oncena Brigadas Internacionales que se limitaron a retroceder hasta las orillas del río Manzanares.
«Preguntado si el degradado Carlos Alegría consideraba que los avances descritos eran razón suficiente para traicionar al Glorioso Ejército Nacional contesta: que lo hizo también porque el General Varela ordena a Asensio sobrepasar con sus tanques el río Manzanares, cosa que consigue el día 15 de noviembre de 1937, el mismo día en que Barrón se apodera del Hospital Militar de Carabanchel Bajo.
«Que lo hizo porque el Gobierno del Frente Popular abandona ese día Madrid dado que lo considera tomado y encarece su defensa al General Miaja que sólo cuenta con un ejército compuesto fundamentalmente por las Brigadas Internacionales mandadas por el inexperto General Cléber.
«Que lo hizo porque Asensio Cabanilles tomó el mismo día 15 la Ciudad Universitaria de Madrid al mando de una compañía de las Tropas Regulares de Tetuán, que llegaron hasta el Parque de la Moncha y el propio General Asensio Cabanilles tomó el edificio en construcción del Hospital Clínico de Madrid.
«El declarante es mandado callar y lo hace.
«Preguntado por las razones de su conocimiento de los hechos referidos, el procesado responde que porque de él dependía la Intendencia para el Frente Sur y Suroeste, bajo las órdenes directas del General Várela. Y que por eso sabe que en noviembre de 1937 el coronel Ríos Capapé y Mohamed el Mizzian llegaron hasta la parte alta de la calle Ferraz, en el centro de Madrid, donde sólo encontraron una resistencia de francotiradores en retirada.
«El declarante es mandado callar y lo hace.
«Preguntado acerca de si son las gloriosas gestas del Ejército Nacional la razón para traicionar a la Patria, responde: que no, que la verdadera razón es que no quisimos entonces ganar la guerra al Frente Popular.
«Preguntado que si no queríamos ganar la Gloriosa Cruzada, qué es lo que queríamos, el procesado responde: queríamos matarlos.»
A continuación, se le expulsa del ejército y se le declara culpable del delito de traición y connivencia con el enemigo. Es condenado a muerte.
Hay una rúbrica y un sello, ambos ilegibles.
El degradado capitán Alegría, por fin, había hablado de la usura a sus superiores jerárquicos.
A partir de este documento, todos los hechos que relatamos se confunden en una amalgama de informaciones dispersas, de hechos a veces contrastados y a veces fruto de memorias neblinosas contadas por testigos que prefirieron olvidar. Hemos dado crédito sin embargo a vagos recuerdos sobre frases susurradas durante ensueños angustiosos que también tienen cabida en el horror de la verdad, aunque no sean ciertos.
El capitán Alegría, ya paisano, ya traidor, ya muerto, debió de regresar al hangar donde tantos otros habían sido o iban a ser sentenciados. Escribió, al menos, tres cartas: una a su novia Inés, que ha llegado a nuestras manos, otra a sus padres en Huérmeces, cuya casa fue destruida por una crecida del río Urbel que se llevó entre sus aguas la memoria, la hacienda y las ganas de vivir de dos ancianos que, al saber del arrebato de su hijo, fijaron sus miradas en un punto indiferente del paisaje y enmudecieron de tal modo que ni siquiera antes de morir quisieron confesarse. La tercera carta la dirigió al Generalísimo Franco, Caudillo de España. Sabemos de esta última porque se refiere a ella en la que escribió a Inés. «Le he escrito no para implorar su perdón, ni mostrarme arrepentido, sino para decirle que lo que yo he visto otros lo han vivido y es imposible que quede entre las azucenas olvidado.»
En otra carta a Inés, que era maestra en Ubierna, habla crípticamente de la soledad que le está convirtiendo en un despojo y, al igual que antes lo hiciera con San Juan de la Cruz, tiene que recurrir a frases de otros para hablar de sí mismo, como si no se atreviera a utilizar sus sentimientos: «Soy un fue, y un será, y un es cansado» . No hay pasión en su despedida, ni siquiera amor, sólo un plañido difuso, una reconvención a lo coetáneo, el lamento de una vida inoportuna: «No tuve tiempo para hacer planes porque otros horrores suspendieron mi futuro, pero ten por seguro que, de haberlos hecho, tú hubieras sido la columna vertebral de mi proyecto» .
Si tuviéramos que imaginar en qué se convirtió la vida para el capitán Alegría, deberíamos hablar de un torbellino de aceite: lento, pastoso, inexorable. Paseando su soledad en aquel hangar de angustias, envuelto en el vacío, trasladando consigo la distancia entre él y el universo, aguardó el momento que precede al final ignorando que el final no estaba escrito.
Nueve días estuvo esperando su turno. Cada madrugada, al azar, como recuas, un grupo de prisioneros era obligado a formar en el hangar y conducido, de a dos en fondo, hasta unos camiones que se perdían ruidosamente en un paisaje tibio y desolado. Pocos se despedían. Los más se iban en silencio. Es probable que a Alegría, acostumbrado a observar a su enemigo, la muerte sin aspavientos le resultara familiar, pero la vida aprisionada en la casualidad de estar o no estar en el rincón elegido para designar los muertos debió de resultarle insoportable. Alegría rechazaba el azar, necesitaba el orden.
Podemos suponer cierto alivio cuando el día dieciocho, exhausto bajo una lluvia inclemente, fue él uno de los miembros de la recua. En el camión, hacinados y guardando el equilibrio, todos los condenados se miraban a los ojos, se cogían de la mano, se apretaban unos contra otros. A mitad de camino, una mano buscó la suya y su soledad se desvaneció en un apretón silencioso, prolongado, intenso, que le dio cabida en la comunidad de los vencidos. Tras la mano, una mirada. Otras miradas, otros ojos enrojecidos por la debilidad y el llanto sofocado. «Perdonadme», dijo, y se zambulló en aquel tumulto de cuerpos desolados.
Serían ya las ocho de la mañana cuando llegaron a Arganda del Rey. Todo estaba preparado. Un muro de mampostería, resto de un establo derruido, una explanada, un pelotón de fusilamiento y una cadena de guardianes aportaron todo lo necesario para la ejecución. Otros camiones, otros condenados, otras desesperaciones se sumaron a la ceremonia. Un sacerdote con estola morada rezaba en latín rutinarias imploraciones de misericordia. Eran casi un centenar y tuvieron que agolparse para no exceder la dimensión del muro. Unos instantes de silencio para que el sacerdote terminara su plegaria que concluyó con una bendición trazada en el aire con la languidez de un adiós entristecido e inmediatamente «Pelotón», silencio, «Apunten», silencio, «Fuego».
Si alguien gritó, nadie pudo oírlo. Cuando el capitán Alegría recobró el conocimiento, estaba sepultado en una fosa común amalgamado en un caos de muertos y de tierra. Tardó tiempo, pero, desoyendo el dolor, supo que había transgredido, de nuevo, las leyes del mundo donde el retorno está prohibido. Estaba vivo. Un universo de médulas, cartílagos inertes, sangre coagulada, heces, alientos detenidos y corazones sorprendidos por la muerte conservaron bolsas de aire en aquel desajuste de difuntos que le permitió respirar aun enterrado. Estaba vivo.
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