Alberto Méndez - Los girasoles ciegos

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Los girasoles ciegos: краткое содержание, описание и аннотация

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Este libro es el regreso a las historias reales de la posguerra, que contaron en voz baja narradores que no querian contar cuentos sino hablar de sus amigos, de sus familiares desaparecidos, de ausencias irreparables. Son historias de los tiempos del silencio, cuando daba miedo que alguien supiera que sabias. Cuatro historias, sutilmente engarzadas entre si, contadas desde el mismo lenguaje pero con los estilos propios de narradores distintos que van perfilando la verdadera protagonista de esta narracion: la derrota. Todo lo que se narra aqui es verdad, pero nada de lo que se cuenta es cierto, porque la certidumbre necesita aquiescencia y la aquiescencia necesita estadisticas.

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Hay una oscuridad para los vivos y otra oscuridad para los muertos y Alegría las confundió porque no trató de abrir los ojos, pero al oír su propio llanto supo que aquél no era el silencio de los muertos. Estaba vivo.

Alegría siempre habló de ese momento como de un parto. Exhausto, tardó tiempo en definir los perfiles de su cuerpo, desmadejado y oprimido por cadáveres enredados unos con otros. Un escozor en la cabeza enmarcaba un punto tan doloroso que pensó que tenía abierto el cráneo en dos mitades. Lentamente, procurando no alterar la quietud de aquellos muertos, fue arrimando sus brazos a su cuerpo, deteniéndose tras cada esfuerzo para no jadear porque temía que se acabara el aire, fue haciendo acopio de la fuerza necesaria para zafarse del peso que le inmovilizaba. Había visto la fosa en la que estaba enterrado antes de la ejecución y, dada su profundidad, no podía tener muchos cadáveres encima. Lo intentó varias veces y, en cada intento, comprobó que algo se desplazaba y dejaba de oprimirle, hasta que, al fin, todo cedió y se encontró a cielo raso. La tierra ocupó su puesto y se arrastró hasta llegar a un terraplén por el que se dejó caer procurando sofocar su llanto. Estaba todo él menos sus gafas.

Una bala le había dado en la parte alta de la frente de tal suerte que resbaló sobre su cráneo, abriendo una profunda herida casi hasta la nuca, sin romper la calavera. Tenía sangre en el rostro, en las sienes, en el cuello, pero la tierra había servido de cauterio y, aunque ahora sangraba de nuevo, mientras estuvo inconsciente su corazón tuvo una razón para latir además de la del miedo.

Estaba anocheciendo.

Aquí comienza una peripecia de Alegría de la que apenas sabemos los detalles, porque, aunque a veces toleró hablar de lo ocurrido antes de su resurrección, raramente consistió en contarle a nadie cómo llegó desde Arganda del Rey hasta La Acebeda, un pueblo de montaña que está en la vertiente sur del alto de Somosierra. Granito, jara y montaña rodean este pueblo de adobe y pizarra aletargado bajo la nieve durante todo el invierno y que se desparrama en labores como el cantueso cuando llegan las primeras templanzas de la primavera.

En alguna ocasión comentó a uno de sus carceleros que, excepto los animales, todos huían de él, escapaban al ver que aquel hombre sucio, macilento, con el dolor cristalizado en su mirada, estaba vivo. Eran tiempos aquéllos en que sólo los muertos no asustaban.

En los campos de La Acebeda le encontraron, exhausto y agonizando, unos labriegos que, al principio, le creyeron muerto, pero cuando decidieron descalzarle para hacerse con las botas del cadáver, oyeron cómo aquella cabeza ensangrentada pedía agua. Iba vestido con el uniforme del ejército que acababa de ganar la guerra y tiritaba con estertores de vencido.

Ahora sabemos que se consideraron varias alternativas, desde enterrarle vivo porque a saber quién le había disparado, hasta dejarle morir entre la jara y, después de muerto, informar a las autoridades del hallazgo. Pero una anciana resoluta decidió darle el agua que pedía y limpiarle la cara con su refajo.

«Todos somos hijos de Dios, hasta éstos», dijo. Comenzó así una sucesión de atenciones al herido que se prolongó durante tres días y logró mantener vivo a aquel muerto. Todo se conjuraba para que le resultara imposible abdicar de la vida como se abdica de un sueño al despertar.

Le mantuvieron allí, entre la jara, en parte por miedo y en parte para evitar el riesgo de que muriera en el traslado. Trataron la herida con inútiles ungüentos, le abrigaron con una manta y le proporcionaron agua y un poco de alimento. Hoy sabemos que, en los tiempos que corrían, todo aquello fue un derroche de misericordia que Alegría agradeció evitando mencionar sus nombres.

Que alguien se acercara a.un hombre agusanado, pastoso de excrementos y de sangre, levantase su cabeza y pusiera agua en sus labios suavemente, dosificase a cucharadas sopicaldos digeribles por los muertos y pronunciara alguna frase de consuelo, todo aquello, pensó, era señal de que algo humano había sobrevivido a los estragos de la guerra. De no haber sido por las grietas de sus labios resecos, Alegría habría sonreído. Así lo contó y así lo reflejamos.

Y también contó a los enfermeros que velaron por él en las prisiones donde estuvo más tarde que, mientras estuvo allí tendido, desoyendo las llamadas de la tierra que reclamaba lo que es suyo, no era el temor a la muerte lo que más le torturaba sino el pudor de que le vieran tan podrido, la vergüenza de que olieran su aliento nauseabundo o de que sus samaritanos se mancharan con la podre que segregaban sus heridas. Se tapaba con la manta cuando iban a llevarle el alimento y no permitía que nadie se acercara. Ahora pensamos que era, también, una forma de no dar explicaciones.

El cuarto día amaneció deshecho en nieblas y la manta tan salpicada de rocío que la fiebre no se apiadó ni de sus huesos. Quería morir en Huérmeces y la vida se le quedaba a jirones en aquellos parajes tan hostiles. Acopió todas sus fuerzas, utilizó hasta las sacudidas del temblor para ponerse en movimiento y, tras doblar cuidadosamente la manta para demostrar que estaba agradecido, puso el agua y las patatas hervidas en el talego que utilizaban para traerle la comida. Emprendió el camino hacia su pueblo, que estaba detrás de las montañas que ocultaban su ferocidad entre las nubes. Comenzó a caminar monte arriba en dirección a Somosierra.

Esas montañas surgen allí para partir España en dos mitades y ahora se nos antoja que el esfuerzo brutal de atravesarlas fue otra forma de ignorar lo que separa, de querer estar siempre en los dos lados.

Buscó el camino perdido en la desorientación de la fiebre y remontó aquella pendiente a orillas de la carretera para no ser visto por quienes transitaban; eran siempre tropas del ejército que trasladaban víveres, soldados, armamento y todo lo necesario para mantener controlada la tierra conquistada. Inercias de una guerra que, como otras guerras, acaban pero nunca se resuelven. Sólo de vez en cuando pasaba un vehículo civil y nadie podría afirmar que no hubiera sido confiscado. Alegría sabía que todos los que tenían la potestad de desplazarse libremente podían ser sus adversarios. Esto no significaba que los inmóviles, los silenciosos, no fueran sus contrarios, porque ignoraba qué bando debe tomar un soldado que gana una guerra y la pierde al mismo tiempo.

Sin embargo, aun queriendo ocultarse, no se atrevió a alejarse de la carretera, porque temía que le abandonaran las fuerzas necesarias para seguir viviendo y, en ese caso, se tendería en el camino para que le encontraran y le dieran cristiana sepultura o, al menos, no permitieran que sus despojos terminaran alimentando a los lobos y a los perros asilvestrados que merodeaban pacientes esperando el final de aquel peregrinaje. La resurrección de la carne, pensaba, requería cierta pulcritud en los difuntos y a él sólo le quedaba una podredumbre nauseabunda y humillada. Su hedor era tal que resultaba imposible pasar desapercibido a pesar del brezo, la jara, la primavera y el tomillo.

Todas estas precauciones retrasaron el camino otros tres días en los que las patatas hervidas y el agua abastecieron el primero, pero después, con el frío de la cumbre, tuvo sólo el talego como prenda de abrigo por las noches y como protector de la calentura de la herida cuando el sol arreciaba al mediodía.

Por fin, llegó a Somosierra, un pueblo de granito y pizarra que necesita el paisaje para ser hermoso. Llegó al atardecer, con un sol oblicuo y denso a sus espaldas que le permitió acercarse a la caseta del fielato donde los guardianes del camino habían instalado sus reales. Allí estaban los soldados del ejército que había ganado la última batalla, con los uniformes, las botas, los tabardos y las armas que él había administrado tantos años. No sintió ni nostalgia ni arrepentimiento, pero sí melancolía.

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